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"Una obra de arte debería enseñarnos siempre que no habíamos visto lo que estamos viendo", sentencia Paul Valéry; y es aquello mismo que, pese a no haber leído tanto, comprende cierto labriego cuando, tras contemplar durante un rato el cuadro que está pintando un paisajista, dice: "qué curioso; he pasado miles de veces por este sitio y nunca me había dado cuenta de que era bonito". Probablemente, sobre la mirada del artista, que se supone que es una mirada privilegiada, distinta de otras y muy necesaria, no se ha escrito lo suficiente; y tal sea mejor así: parafraseando a Dufrenne, diríamos que de la visión se puede hablar pero, para hacer una semiótica de la mirada, hay que mirar (y yo añadiría: y ser ... mirado; y ver qué y cómo miran otros). De ahí que Werner Hoffmann, maestro de algunos, dijera muy cabalmente que "el arte no puede enseñarse, como tampoco su comprensión.

No obstante, quien nos introduce en él quiere ganarse esa comprensión, no sólo guiándonos hasta el objeto, sino metiéndonos en él, quiere hacer de un extraño un in-iniciado; pretensión ciertamente atrevida, porque tal vez debiera uno darse por satisfecho no haciéndonos el arte accesible, sino haciéndonos accesibles al arte". Porque evidentemente, el arte actual sigue "enseñándonos siempre que no habíamos visto lo que estamos viendo" pero ¿es realmente accesible esa imagen? Greenberg señaló que "retirándose totalmente de lo público, el poeta o el artista de vanguardia buscaba mantener el alto nivel de su arte estrechándolo y elevándolo a la expresión de un absoluto en el que se resolverían o se marginarían todas las relatividades y contradicciones". La comprensión del público deja pues de ser importante para el artista ya a principios de siglo, lo cual evidentemente le obliga a enfrentarse a una importante contradicción: por una parte, no le importa que se le entienda o no pero, por otra, necesita que le compren la obra. Esa contradicción no se ha resuelto; el apoyo del coleccionismo público y privado -como el que, sin ir más lejos, han brindado a este IV Encuentro de Artistas en El Dorado algunas instituciones- no cambia nada: el dilema forma parte del juego, todo el mundo es consciente de ello y serán los artistas -o puede que los teóricos- quienes terminen dándole respuesta.

Ahora bien, la ausencia de comprensión no significa en absoluto que haya una ausencia de sentido. De hecho, los especialistas sí comprenden -digamos mejor que disfrutan de ellas- las obras de arte actual y no hay que olvidar que cada vez más ramas de la actividad humana sólo les son accesibles a quienes se especializan en ellas. ¿Cuál es entonces el problema? ¿Debe una obra de arte ser más comprensible que una ecuación o una ecografía? Nótese que esta última también la pagamos, aunque no veamos nada y tenga que ser un médico quien la descifre.

Greenberg prosigue diciendo que "ha sido precisamente en su búsqueda de lo absoluto como la vanguardia ha llegado al arte "abstracto" o "no objetivo", y también la poesía. En efecto, el poeta o el artista de vanguardia intenta imitar a Dios creando algo que sea válido exclusivamente por sí mismo, de la misma manera que la naturaleza misma es válida, o es estéticamente válido un paisaje, no su representación; algo dado, increado, independiente de significados, similares u originales. El contenido ha de disolverse tan enteramente en la forma que la obra de arte o de literatura no pueda ser reducible, en todo o en parte, a algo que no sea ella misma (nótese, y esto va dirigido a los entendidos, cómo aparece aquí el formalismo greenberguiano, ya en el primer artículo de Arte y cultura, en 1939).

El descubrimiento de que una obra de arte -en particular, una pintura- es un objeto autónomo, válido por sí mismo y que no tiene por qué representar nada que no sea a sí mismo, es bastante antiguo. Probablemente haya disparidad de opiniones -cuestiones de matiz- pero podríamos decir que se realizó hace exactamente un siglo, cuando Picasso terminó de pintar Les demoiselles d'Avignon en su estudio de Bateau-Lavoir: "Cuando se sequen las últimas pinceladas que he dado hoy a un cuadro, podrá usted decir de manera veraz lo que Nietzsche afirmó sin darnos ninguna prueba: Dios ha muerto", le dijo a André Salmon. Acaso exagerara. Lo que murió fue la creación humana supeditada a la de la naturaleza. Pero no sólo la artística. En realidad todos nosotros, que cada día nos emancipamos más de la madre tierra, nacimos en aquel instante.

Tres años más tarde, Braque pintaría su Violín y jarra, con aquel clavo que insolentemente proyecta su sombra sobre el cuadro; nacía así, para la historia, el objeto-cuadro; y, también en 1910, Kandinsky escribía De lo espiritual en el arte y pintaba la Primera acuarela abstracta… Esa es, por tanto, la forma de hacernos accesibles al arte: saber que a nuestras creaciones, como a las de la naturaleza, no tenemos por qué preguntarles acerca de su sentido último. Ignoramos si unas y otras lo tienen; nos importa que están ahí y que nos hacen avanzar: "la verdadera y más importante función de la vanguardia -sentencia Greenberg- no era "experimentar", sino encontrar un camino a lo largo del cual fuese posible mantener en movimiento la cultura en medio de la confusión ideológica y la violencia".