Descripción de la Exposición
NOTA: LAS FECHAS INDICADAS SON SÓLO ORIENTATIVAS.
Coleccionar es reunir piezas que se entienden hermanadas por una razón o denominador común. Estas se eligen, en un principio, por lo que son en sí mismas, por lo que cada una representa, enseña o es capaz de avivar el fuego que calienta, y al mismo tiempo consume, el alma del coleccionista. Pero, como ser pieza es ser parte, cada incorporación al catálogo conlleva para ese objeto que se añade al mismo la adquisición de una nueva vida, que le va a venir dada por el orden y la arquitectura a los que la colección responde.
Cuando se comienza una colección el rumbo no suele estar trazado. Ni mucho menos. Es más, en ese momento se avanza unas veces con timidez, con cautela, casi con miedo, y otras, en cambio, con excesiva osadía, sin que resulte nada frecuente, al inicio de esa travesía, tener las ideas claras, ni formado un criterio sobre la dirección en la que se quiere progresar.
Pero sucede que el cerebro humano está naturalmente predispuesto a la sistematización. Si a un niño de pocos años le dejamos a su alcance objetos de formas básicas y colores primarios lo normal es que tienda espontáneamente a ordenarlos, los rojos con los rojos o las esferas con las esferas, los azules con los azules o los cubos con los cubos.
Además, si vemos que actúa de este modo nos sentiremos aliviados y satisfechos porque entenderemos que su respuesta es inteligente y lógica. Por el contrario, si no sigue esas pautas racionales nos preocuparemos y pensaremos que algo no marcha bien en su cerebro.
Aprendemos abstrayendo y generalizando. Coleccionar es un proceso de aprendizaje, que se depura adquisición a adquisición. En ese proceso se va fraguando la coherencia que armoniza las decisiones, gracias a la cual se compone, no se acumula, y se junta, que es más que se añade.
La lógica impulsa el progreso de toda colección, pero la singularidad e irrepetibilidad de su conformación determinan que la razón que vincula sus piezas sea en cada caso única y distinta. Salvo que la colección sea de elementos seriados y tiradas múltiples (como es el caso de las colecciones de cromos), en los que dicha razón viene dada por otro y de antemano, cuando la misma se moldea con cada incorporación, la lógica que imprime el carácter y el ser de la colección es tan única e irrepetible como lo es el coleccionista que la construye.
Esta característica de toda colección provoca uno de los problemas comunes a todas ellas. La dificultad de darles continuidad una vez que su artífice y bruñidor deja de estar. Si no existe un discípulo, alentado por el mismo impulso, entusiasmo y entendimiento de la génesis y desarrollo del proyecto, este se para y deja de ser. Es más, la sucesión civil desencadena ope legis, de manera inmediata, un proceso que, en la mayoría de los casos, aboca a la fragmentación de la colección y generalmente a la venta por separado de sus piezas.
Cada nota de esa sinfonía descompuesta, dispersa y huérfana de la coherencia que la mantuvo afecta a un sueño, pasará a ser como un perro que ha perdido a su amo. Y con el mismo anhelo querrá hacerse querer por otra alma inspirada, desde las transitadas salas de la casa de subastas, a la que el desinterés y la necesidad de cuadrar una hijuela la habrán conducido.
El destino incierto de esa pieza huérfana vendrá marcado por un conjunto de circunstancias que tienen mucho que ver con nuestra salud cultural y económica. Es muy posible que, mereciéndolo, no pase a enriquecer la colección de un museo público, porque la limitación de la dotación presupuestaria para adquisiciones de este lo impida (si es que previamente ha contado con recursos suficientes para remunerar a los funcionarios que han de estar atentos a las obras que salen al mercado). La capacidad adquisitiva de nuestras instituciones culturales dependientes de las administraciones públicas es exigua, tristemente exigua. Hoy en día, cuando sale al mercado una pieza singular, verdaderamente valiosa, si su precio se sitúa en las seis cifras las posibilidades de que sea adquirida por cualquier museo público son escasas; en las siete, casi inexistentes, y si llega a las ocho, nulas.
Cabe la posibilidad de que, si reúne los atractivos suficientes, pueda despertar el interés de otro coleccionista. Si resultase que la pieza en cuestión hubiese sido declarada inexportable, la nómina de potenciales adquirentes quedará reducida a aquellos que mantengan su colección dentro de nuestras fronteras, la cual no es muy amplia, y me atrevo a decir que menguante. Si no gozase de esta protección, sus posibilidades de recabar en otra colección aumentarían, aunque hay que señalar que el coleccionismo, en gran medida, opera con criterios de selección muy locales y lo habitual es que la mayor parte de las colecciones se formen con piezas de producción nacional, con lo cual tampoco se abre en exceso del abanico de opciones.
Por último, el reducido segmento de anticuarios y galeristas que adquieren obra en el mercado secundario pueden llegar a interesarse por determinado tipo de obras, pero sólo en la medida que tengan una muy razonable expectativa de colocarlas a algún cliente.
Por los motivos apuntados, muchas de las obras que se pretenden comercializar no encuentran contrapartida y, por ello, han de regresar, como objetos no deseados, al inventario del albacea, y a la tristeza del almacén, hasta una próxima ocasión en la que se vuelva a intentar cuadrar la operación, normalmente ajustando el precio para hacer más atractiva la oferta.
El mayor deseo de todo coleccionista es que su proyecto trascienda y le sobreviva, pero esto constituye un objetivo prácticamente inalcanzable. Esta realidad debiera ser bien conocida por quienes se disponen a hacer una colección para que, en atención a ello, establezcan, si pueden, las estrategias adecuadas al efecto.
Una primera opción es considerar la donación de la colección o el legado como un buen final de aquella. A este respecto, hay que señalar que las grandes colecciones públicas se han nutrido de relevantes donaciones y legados. Ya hemos apuntado que los presupuestos estrechos que manejan actualmente muchos de nuestros museos impiden que su política de adquisiciones se adecue a la calidad media de las piezas que conservan.
Es por ello que la donación y el legado pueden constituir una buena forma de conjugar intereses: el del museo, de ensanchar la colección con obras adecuadas, y el del coleccionista, de que aquella obra que anheló, consiguió, custodió y acompañó, y que dio sentido a una parcela trascendente de su existencia, pase a ocupar un hueco en el digno espacio de esos conservadores de nuestra memoria colectiva que son los museos.
Para llegar a considerar esta opción como algo razonable, e incluso natural, el coleccionista y la colección han de estar a la altura de las circunstancias. Algo parecido tiene que suceder con la entidad destinataria de la donación o el legado. Para el coleccionista la dimensión patrimonial del bien o bienes de los que habrá de disponer gratuitamente no ha de ser lo más relevante. Ha de haber aprendido, en su experiencia coleccionista, que la labor más importante que hace es recuperar y conservar un patrimonio cuyo mejor destino puede ser enriquecernos a todos. Entender y asumir este papel de custodio implica un grado evolutivo en la condición de ciudadano que hoy en día no muchos alcanzan.
Muestras próximas en el tiempo en España de este espíritu filantrópico y desprendido son las de la familia Masaveu, Oscar Alzaga, Pedro María Orts, Hans Rudolf Gerstenmaier o Alicia Koplowitz, por citar sólo a algunas de las personas que con sus donaciones o legados han enriquecido las colecciones de importantes pinacotecas patrias.
El aporte que representan para las colecciones públicas las donaciones y los legados es enormemente relevante, siendo también de especial significación los realizados por artistas, tanto de obra propia como de sus colecciones personales. Por citar sólo un ejemplo, de la colección del Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, 6.050 obras provienen de donaciones o legados, representando este bloque el 26,8 % del total de la colección.
Obviamente no todo está llamado a ser conservado en favor de todos y, por ello, no está justificado que cualquier colección y cualquier pieza aspiren a su integración en una colección pública. Los museos han de establecer sus límites, basados tanto en la calidad de las obras como en su acomodo a los criterios que orientan la colección y su desarrollo. Además, los museos públicos no pueden ni deben aceptar condiciones de los donantes que ahormen el progreso futuro de las pautas expositivas de la institución o el cumplimiento de la función pública que están llamados a atender.
Algunos museos no sólo operan bajo estos parámetros en su política de aceptación de donaciones, sino que lo publicitan en sus webs para que nadie se llame a engaño, pues no son pocas las polémicas que han surgido en torno a esta cuestión, debido a que, quien actúa con semejante desprendimiento, considera que la respuesta a su generosidad no puede ser otra que el reconocimiento de su acción y la exposición pública de lo donado, no entendiendo muchas veces el rechazo o, en caso de aceptación, la no exhibición de las obras donadas.
Este enfoque, que entendemos justificado, no exime a las instituciones culturales públicas de tratar de mejorar mucho en la tramitación de estas situaciones, en celeridad, atención a los potenciales donantes, desarrollo de políticas de estímulo a la donación, información de los criterios y procedimientos de tramitación, transparencia y coordinación con otras instituciones que pudieran ser receptoras alternativas de donaciones no aceptadas, entre otros aspectos.
Una opción, que favorecería y ayudaría mucho al enriquecimiento cualitativo de las colecciones públicas, sin impactar directamente en sus respectivos presupuestos, es la dación en pago con obras de arte para liquidar deudas tributarias. Operó con éxito en un momento en el que los Presupuestos Generales del Estado y de las Comunidades Autónomas estuvieron más equilibrados de lo que lo están ahora. Actualmente se ha frenado en seco, porque desde las administraciones públicas se rechaza como opción de pago. Entendemos que el impacto negativo que sobre el coeficiente de liquidez en la recaudación tiene esta operativa es tan reducido que debiera replantearse esa objeción a la misma. La posibilidad de mejora de las colecciones públicas y la conservación del patrimonio histórico son argumentos que pesan en favor de su reactivación.
Por último, el comodato es otra posibilidad que ofrece muchas ventajas para todas las partes implicadas y que, en un adecuado entendimiento de la colaboración público-privada en materia cultural, puede ayudar a que se desarrollen proyectos que, de otro modo, serían difícilmente viables. Por citar un ejemplo, actualmente está en marcha el Museo Nacional del Realismo de Almería, que gracias a esta fórmula del préstamo gratuito a largo plazo va a poder reunir una amplia colección de titularidad privada, pero que va a quedar afecta y vinculada a una finalidad pública.
Para los coleccionistas privados no resulta nada fácil desarrollar proyectos que se perpetúen en el tiempo y, hoy en día, para las administraciones públicas es muy difícil, por limitaciones presupuestarias, mantener una política de adquisiciones que les permita ampliar las colecciones con las obras de calidad que salen al mercado.
Fuera de estas fórmulas, en el ámbito privado, conseguir que una colección supere el tránsito generacional prácticamente sólo es posible afectándola a una fundación dotada de fondos suficientes para atender su conservación en el tiempo, o incluyéndola en el patrimonio de una empresa que de algún modo vincule su marca con la colección, como sucede actualmente con las de Banco Santander, Iberdrola o Inelcom, por citar algunos ejemplos.
Pero más allá de esta cuestión en torno a las posibles vías para que la identidad de una colección se conserve en el tiempo es procedente reflexionar sobre la convivencia con ella por el coleccionista mientras que la va formando.
El gran cineasta italiano Giuseppe Tornatore, director de Cinema Paradiso, escribió un relato de intriga que se desarrolla en torno al mundo del mercado del arte, La mejor oferta, el cual convirtió en película, contando para el papel protagonista con Geoffrey Rush, que interpretó magistralmente al personaje del marchante de arte Virgin Oldman.
Oldman no sólo es un gran experto en arte sino un coleccionista. Sucede que su devoción entra en un claro conflicto de interés con su profesión, pugna que él resuelve, dejando de lado cualquier restricción moral, en favor de aquello que le proporciona placer (el único que conocía en su contenida existencia), pero teniendo que experimentarlo en la más completa de las soledades, ya que los tesoros de los que disfrutaba íntimamente habían sido adquiridos mediante fraudes y engaños a sus clientes, por lo que debía ocultar que él era el comprador de los mismos.
La referencia a la interesantísima e intrigante película de Tornatore no puede ser más apropiada, considerando que la colección que atesoraba el reprimido e inmoral Oldman, en una cámara acorazada, oculta tras un falso muro de su casa, era una colección de retratos femeninos.
Las licencias que se permite Tornatore a la hora de conformar el catálogo de esta colección clandestina, para mostrarnos cuan extrema es la pulsión enfermiza del personaje que retrata, no tienen límite, incurriendo conscientemente en una desbocada fantasía, pues en las paredes del búnker de Oldman se identifican obras de Rafael, Durero, Guido Reni, Goya, Ingres o Renoir, entre otros artistas, que forman parte de las colecciones de importantes pinacotecas de diferentes países.
La película, aunque de lo que trata es del amor, advirtiéndonos de que este no se suple con sucedáneos, recurre a una metáfora recreada en torno al mundo del arte, tomando a un triste pero arrogante ser humano, que ignorando por completo las capacidades que ofrece el corazón (su propio nombre sirve de simplificado retrato del personaje -Virgin Oldman-), trata de colmar su insatisfacción poseyendo y contemplando, en total soledad, objetos que, aunque puedan constituir en su conjunto el mejor y más delicado catálogo de hermosas representaciones de mujer jamás reunido, son, al fin y a la postre, objetos inanimados.
Compartiendo con Tornatore este canto al amor, tan presente en muchas de sus cintas, nos interesa quedarnos con el entorno que le sirve de soporte a su reflexión, pues de lo que estamos tratando ahora es de coleccionismo y, además, curiosa coincidencia, de coleccionismo de retratos de mujer.
El callejón sin salida en el que se mete Virgin Oldman, consecuencia de su drama personal, que no es otro que desconocer su naturaleza y sus maravillosas posibilidades, y de optar por una conducta inmoral, le aboca a ser un coleccionista anónimo, además de patológico y delictivo.
Lo curioso del caso es que este retrato, un tanto esperpéntico, puede no estar tan alejado de la imagen que muchas personas puedan tener del coleccionista de arte en España.
Por desgracia, el anonimato, que en algunos casos llega casi a la ocultación, es una circunstancia todavía presente en nuestro coleccionismo.
Aunque habría que profundizar en las causas, me atrevo a apuntar que en gran medida tiene que ver con el miedo a la reacción de una sociedad que no valora del mismo modo el éxito de como lo hace la anglosajona, y también con la criticable falta de transparencia y rigor en el cumplimiento de mínimos fiscales que desgraciadamente ha acompañado la transmisión de bienes muebles y en especial de objetos artísticos.
Afortunadamente hoy en día muchísimos coleccionistas españoles están en las antípodas de este estereotipo, sus colecciones se han hecho cumpliendo plenamente con la legalidad y sienten que la que mayor satisfacción que puede acompañar a su esfuerzo es compartirlo. Para ello exploran distintos tipos de fórmulas encaminadas a dar a conocer al público en general las obras de sus colecciones. Es muy frecuente la cesión de obras para exposiciones temporales; hay quienes apuestan por premiar a artistas, incorporando a sus colecciones las obras premiadas, exhibiéndolas en eventos abiertos al conocimiento de todos, impulsando, de este modo, tanto la creación como la contagiosa vocación de coleccionar. En el caso de colecciones de destacada entidad, el paso de poner en marcha un museo o un espacio expositivo público que, sin llegar a integrarse en la red oficial de museos, atienda funciones análogas a las de estos, constituye un estadio muy avanzado en el progreso hacia lo que podríamos denominar como el nirvana del coleccionista.
Realizar exposiciones basadas en la obra de una colección es un paso intermedio, al alcance de más coleccionistas, y muy estimulante desde todos los puntos de vista. Lanzarse a esta aventura procura un enriquecimiento considerable a quien da el paso y, por supuesto, a la comunidad con la que se desea compartir una riqueza material e inmaterial única, valiosa e irrepetible.
Montar una exposición es una experiencia semejante a la de publicar un libro o representar una obra de teatro, más a esto último, habida cuenta de que requiere de una puesta en escena de cierta complejidad.
No hay exposición sin relato, y como sucede con la literatura, el atractivo y el interés de la obra crecen cuanto mayor es el número de elementos enriquecedores que la sustentan. La solidez del guion, su originalidad, el interés de la trama, el ritmo de la narración, la armonía de la composición, la riqueza de los recursos utilizados o la destreza del autor a la hora de combinarlos cuentan para hacer de la pieza compuesta un todo emocionante.
En una exposición de obras de arte se suele hablar de “discurso”, aludiendo con ello a que el relato se dirige a un auditorio, al formado por los visitantes de la exposición. El término puede no ser el más adecuado, pues cuesta desvincularlo de la idea de oralidad y también de los roles de las partes, activo el de quien hace uso de la palabra, y pasivo el del oyente.
Quiere también expresarse que la composición atiende a una arquitectura y a un orden, que se encaminan a la exposición de una idea o un conjunto de ideas concretas.
La dificultad del montaje de una exposición radica en que el mensaje se construye no a través de piezas universales combinables mediante un código definido y accesible a todos los que lo manejan, sino utilizando obras únicas, complejas y personales, que se seleccionan y se vinculan unas con otras siguiendo unos criterios propios del que asume ese rol compositor, que sólo se reconoce como lenguaje cuando es capaz de conectar con la audiencia, bien por razones estéticas, bien por recurrir a pautas reconocibles, o por ambas circunstancias, pero que, generalmente, exigirán del espectador una especial sensibilidad y conocimiento.
Ello determina que, para una parte de los visitantes de la exposición, los más iniciados, el encuentro con el montaje puede proporcionarles un torrente de sensaciones, ideas, recuerdos y hasta déjà vu, que les hagan ser parte protagonista del mismo, transformando el “discurso” en diálogo y su intervención en la propia de un actor en lugar de en la de un mero espectador.
Quienes atesoren menos experiencia y menos conocimiento es raro que, si la exposición está bien montada, por lo menos, no vean agitados sus sentidos de un modo especial, que no experimenten una atracción que les induzca a querer saber más, a tratar de entender cada pieza por separado, todas ellas en su conjunto, y las claves que vinculan a unas con otras.
Una exposición ha de ser para todos los públicos, si bien de los más expertos ha de aspirarse a obtener reconocimiento y de los que no lo son tanto, al menos, las ganas de repetir.
Plantearse como coleccionista el desafío de concebir y montar una exposición a partir de las obras coleccionadas supone enfrentarse a un conjunto de retos que no son menores. El primero es determinar si es concebible la construcción del relato a partir de determinadas piezas de la colección y si ese relato puede superar los límites de la subjetividad a la que se debe la colección, si el guion reúne los elementos necesarios para que pueda ser considerado de interés para el público al que se quiera dirigir. A partir de ahí, todo elemento innovador y toda aportación original elevarán el valor de la propuesta.
Ser consciente de la limitación que impone el acotado terreno de actuación sobre el que se va a operar es un presupuesto que no se podrá obviar, y que obligará normalmente a que en el propio relato se incorpore a la colección y sus vicisitudes como parte esencial del mismo.
Tener algo interesante que contar es un buen principio, pero el camino que quedaría por recorrer para poder hacerlo con la corrección que procede cuando se salta al ruedo público es largo y laborioso.
Toda exposición exige atender unos mínimos que vienen marcados por dinámicas muy asentadas. Si no se atienden mejor no intentarlo porque nadie va a esperar menos de lo que está acostumbrado a recibir.
El espacio expositivo ha de ser adecuado, ha de personalizarse para la muestra, la iluminación tiene que favorecer la mejor apreciación de las obras, estas han de estar seleccionadas de manera que se acomoden al discurso expositivo. Además, ha de trazarse una ruta que obedezca a un orden, a una lógica. Hay que ayudar al visitante a que conecte con las claves del jeroglífico del recorrido propuesto mediante la adecuada colocación de las piezas. Los tamaños y formas de estas constituirán una dificultad adicional a la hora de configurar el orden expositivo. Consideraciones cromáticas sobre las obras o elementos accesorios de las mismas, como marcos o peanas, también influyen a la hora de combinar armonía y racionalidad.
Los elementos informativos como cartelas, textos y otras referencias han de proporcionar datos fundamentales para guiar al visitante, y lo han de hacer ajustándose a estándares consolidados.
Al público ha de procurársele la información que le guíe, le facilite una experiencia placentera y relajada, y le anime a querer saber más. El esfuerzo de preparar un catálogo es un ideal que ha de intentarse atender. Hacerlo constituye una inversión en tiempo y recursos que, además, puede dilatar mucho este tipo de proyectos. De hecho, muchas de las exposiciones que se programan son el fruto de varios años de trabajo, constituyendo la elaboración del catálogo la labor que más tiempo consume.
En el catálogo se volcará toda la labor de indagación que en torno a las obras expuestas se ha realizado, así como las ideas que se han querido transmitir con la exposición y la justificación de éstas.
Luego viene la presentación. Todo lo que se muestre ha de procurase que esté en “perfecto estado de revista”. Ello implica muchas veces procesos de restauración previos, reenmarcados y otras intervenciones necesarias para que cada pieza luzca como debe.
El traslado de las obras a la sala de exposiciones y el montaje requieren también de una logística específica y profesional.
Todo lo indicado constituye la labor de un equipo, que ha de estar habituado a esta actividad y a resolver las múltiples incidencias que se van presentando en el proceso. Conseguir este equipo, integrarse en él y vivir la experiencia del desarrollo del proyecto es algo fundamental y que ha de hacerse con entrega y dedicación.
Decíamos que el montaje de una exposición basada en una colección era una alternativa que pueden plantearse muchos coleccionistas, pero dicho todo lo anterior ha de entenderse que requiere de una especial predisposición, pues no cabe duda de que han de tenerse ganas de “complicarse la vida”. No obstante, la experiencia es semejante a la de la escalada. No solo llegar a la cima, sino cada paso que se da hasta alcanzarla es una recompensa al esfuerzo realizado, en forma de sensaciones, estímulos y vivencias, que no se tendrán si uno no se lanza a esta aventura.
Muchos se preguntarán por qué hacer algo que va a costar un considerable esfuerzo, tiempo y recursos sin la expectativa de obtener a cambio retornos tangibles y medibles económicamente, pues si la recompensa de todo ello es el mero disfrute por la labor realizada este premio no lo verán suficientemente estimulante como para embarcarse en una empresa tan exigente.
Un entendimiento adecuado de nuestras leyes nos puede ofrecer una respuesta a esta posible objeción. Está muy asentado en nuestra sociedad que el responsable del enriquecimiento cultural de la ciudadanía son los poderes públicos, existiendo un escasísimo conocimiento y entendimiento por parte de la población de la labor que se realiza por parte de las entidades privadas. Pero esto tiene más que ver con una situación de hecho que con los presupuestos de los que parten nuestras normas.
Si acudimos al artículo 44.1 de nuestra Constitución, allí se establece que “los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”.
“Promover” no es sinónimo de “asumir la competencia” o “responder del deber de”. El término hace pensar más en una labor de impulso o fomento, pero no en la correlativa obligación correspondiente al derecho que se proclama como tal, el de acceso de todos a la cultura.
“Tutelar” todavía se aleja más de la idea de otorgar un protagonismo excluyente a los poderes públicos en la atención de ese derecho. Alude a una función de vigilancia o/y control de terceros en la atención de ese llamamiento de procurar el acceso a la cultura por aquellos para quienes este acercamiento constituye un derecho.
Pero ¿quiénes son esos terceros? Pues no cabe otra interpretación que entender que somos el conjunto de quienes formamos la sociedad, que para esta cuestión somos al mismo tiempo destinatarios de un derecho y llamados a atenderlo.
Estamos ante una labor compartida en la que poderes públicos y operadores privados han de empeñarse conjuntamente, entenderse, coordinarse y apoyarse, y con razón a la cual la ciudanía ha de comprender lo que hace cada parte, de qué modo y con qué medios, para que cada uno, en su medida, asuma su parte de responsabilidad en este enriquecimiento colectivo que supone conocer y disfrutar de nuestro patrimonio histórico, de los frutos del pensamiento, la sabiduría y las capacidades de nuestros creadores.
Faltan normas de desarrollo que se ocupen de la intervención de los operadores privados en este terreno. Faltan instituciones sólidas que asuman este rol. Faltan normas eficaces que desarrollen las labores de impulso y tutela de los poderes públicos, sin confundir su intervención con un protagonismo excluyente. Falta mucha pedagogía para que la sociedad valore la importancia de trabajar para hacer efectivo ese derecho que proclama el artículo 44 de la Constitución de 1978, de tanta importancia y tan vulnerable.
La exposición que se presenta (Identidades femeninas en la Colección Luis Trigo) y el proyecto en cuyo contexto lo hace (puesta en marcha de un nuevo espacio expositivo en Valencia, en la sede del Casino de Agricultura) atienden claramente a este propósito de contribuir al desarrollo de propuestas culturales en favor de la sociedad desde la iniciativa privada.
La posibilidad de contar con un nuevo espacio dedicado al arte en la ciudad de Valencia es consecuencia del convenio suscrito entre Real Sociedad Valenciana de Agricultura y Deportes y Fundación El Secreto de la Filantropía, según el cual la primera de estas dos entidades pone a disposición de esta iniciativa sus instalaciones, y la segunda ha adecuado el espacio para este fin y proporcionará contenidos que permitan desarrollar un programa basando fundamentalmente en la realización de exposiciones artísticas y presentaciones de obras literarias.
Esta primera exposición que se pone en marcha responde a la idea apuntada de dar difusión pública al coleccionismo privado. Próximas exposiciones que se programen responderán a este mismo enfoque, siendo las colecciones privadas fundamentalmente el caladero al que se acudirá para seleccionar las obras con las que nutrirlas.
La exposición Identidades femeninas en la Colección Luis Trigo ha procurado cubrir los estándares técnicos que hemos indicado que deben ser satisfechos a la hora de concebir y montar una exposición que aspire a ser reconocida como un trabajo que enriquezca la oferta cultural de una ciudad como Valencia, y a la altura de un marco expositivo como el que proporciona el Casino de Agricultura.
La colección posee obra suficiente como para poder hacer una selección representativa y de calidad de la temática elegida, que no es otra que el retrato femenino de la pintura española del período conocido como de “entre siglos”. Los artistas cuya obra se ha seleccionado son todos ellos pintores que alcanzaron un gran reconocimiento y prestigio.
Aunque se centra principalmente en obra de este período, fundamentalmente de pintores españoles donde destaca la escuela valenciana y catalana, ha ido desarrollándose en otras direcciones, dando cabida también a artistas contemporáneos y a diversos movimientos y tendencias.
Al retrato, tanto femenino como masculino, y al autorretrato se les ha prestado atención, contando con piezas de muy diversos artistas que cultivaron este género. Ello ha permitido plantear la presente exposición, centrada solamente en la temática femenina, con una selección de piezas que ofrece variedad de artistas, de épocas y de enfoques. La misma, además, permite adentrarse en valoraciones sociales, históricas y culturales que contribuirán al debate y la reflexión.
En paralelo a la exposición, y durante el tiempo que dure esta, se llevarán a cabo presentaciones de libros que conectarán directamente con la exposición, que plantearán numerosos temas sobre los que dialogar y en los que profundizar, y se favorecerán cauces para ello con todas aquellas personas que estén interesadas en participar en estas experiencias.
Constituye una satisfacción impulsar este proyecto y contribuir a que se pueda ampliar el conocimiento y la difusión de una riqueza cultural de la que es deseable que todos podamos participar.
Luis Trigo
Exposición. 13 dic de 2024 - 04 may de 2025 / CAAC - Centro Andaluz de Arte Contemporáneo / Sevilla, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España