Descripción de la Exposición
Veinte años después de la celebración del Año Gaudí, el Museu Nacional d’Art de Catalunya afronta una revisión crítica de la obra del arquitecto con una exposición de gran formato que reúne más de 650 objetos arquitectónicos, de diseño y mobiliario, obras de arte, documentos, planos y fotografías, se aleja de los tópicos y realiza una revisión completa de la trayectoria de Gaudí, desde los años de formación hasta su muerte y su entierro multitudinario.
Antoni Gaudí (1852-1926) tiene una presencia muy especial en la colección del Museu Nacional, que cuenta con un conjunto numeroso y completo de sus obras y las expone junto a las de otros artistas y arquitectos del periodo, entre los que cabe destacar especialmente a Josep Maria Jujol. El museo, que es un centro de referencia para las artes del modernismo, reformulará la presentación de sus obras en las salas de la colección permanente para incorporar esta nueva visión.
La exposición, que esta primavera viajará a Paris, al Musée d’Orsay, y que ha supuesto una intensa labor de investigación y de restauración por parte del comisario y de los equipos del museo, propone una nueva narración que libera al arquitecto de los tópicos y de las visiones reduccionistas con las que se le ha ido cargando a lo largo del tiempo. Este proyecto muestra a un Gaudí que no era un genio aislado, fuera de su tiempo e incomprendido, y lo sitúa en el contexto internacional, presentando un conjunto muy importante de obras de artistas como Auguste Rodin, Geoffroy-Dechaume, Violet-le-Duc, Thomas Jeckyll o William Morris.
Se exponen por primera vez importantes novedades y piezas durante años olvidadas, como el espectacular mueble recibidor del piso principal de la Casa Milà, que fue desmontado en los años 1960 y cuyas piezas se dispersaron; el busto de la Fuente de Hércules de los jardines del Palacio de Pedralbes; los yesos que sirvieron para modelar las esculturas de la Sagrada Família; las fotografías del park Güell que formaron parte de la exposición de Paris en 1910 y que no se han vuelto a exponer, o uno de los tapices realizados por Jujol por encargo de Gaudí para los Juegos Florales de 1907, entre muchas otras.
La exposición descubre a un Gaudí de una enorme complejidad, que capta como ningún otro artista las necesidades de la sociedad en la que vive, un tiempo de cambios radicales, y produce las imágenes más potentes, que perduran hasta nuestros días.
En total son 74 las instituciones y colecciones tanto nacionales como internacionales que colaboran prestando obras para esta gran exposición, que cuenta además con las obras de la propia colección del museo.
UNA NUEVA EXPERIENCIA DE VISITA: LA EXPOSICIÓN NARRADA POR JOSEP MARIA POU
Esta exposición ofrece una experiencia inédita en el Museu Nacional, la posibilidad de realizar la visita escuchando la narración del actor Josep Maria Pou.
ÁMBITOS Y TEXTOS DE SALA
Los diferentes ámbitos de la exposición se encadenan según una secuencia vagamente cronológica, entrelazando cuestiones y temas que permiten lecturas a veces paralelas, a veces entrecruzadas, más allá de la cronología específica de las propias obras.
GAUDÍ. UNA NUEVA MIRADA
Antoni Gaudí no era el genio aislado e incomprendido que gran parte de su bibliografía nos ha dado a entender, sino que su obra se desarrolló en un contexto de estrategias políticas e ideológicas bien concretas. Aunque eso no quiere decir que Gaudí fuera un ideólogo ni tampoco, aún menos, que su obra haya sido directamente determinada por los intereses ideológicos o políticos de sus clientes, la alta burguesía y la Iglesia, como si hubiera sido un arquitecto orgánico. Bien al contrario, la particular manera de entender su trabajo lo enfrentó muy a menudo a esos clientes y a la sociedad en la que vivía. O aún más: es evidente que la obra de Gaudí constituye el momento más alto de la producción artística e intelectual de la Cataluña de su época. Y muchos podríamos incluso estar de acuerdo en que Barcelona, su imagen y su carácter, mantiene una relación de dependencia extraordinaria, absoluta, con la obra de Gaudí. ¿Qué sería, en efecto, para bien o para mal, de esta ciudad sin esos edificios delirantes que él construyó y que constituyen su mina de tesoros más profunda e inagotable?
La “superioridad” de Gaudí sobre su época no proviene, pues, ni de su supuesto aislamiento genial ni de ningún tipo de inexplicable locura, sino, justamente, de la capacidad que tuvo para concentrar esa época en sus edificios, para contraerla entera en su complejísima obra. La obra de Gaudí ha trascendido, con mucho, al tiempo en el que él vivió, aquellos años turbulentos entre dos siglos, pero, si lo ha hecho, es porque él supo, como nadie, interpretar su tiempo y proponerle las imágenes más fuertes. Por eso perdura. Así que se podrá continuar hablando de Gaudí en términos hagiográficos, formalistas, folklóricos o esotéricos, tanto da: todos esos son términos útiles para olvidarlo, para hacer de él ese cómodo y gigantesco “icono” turístico en que se está convirtiendo cada vez más, sin remedio. Pero si queremos comprender la obra de Gaudí en toda su profunda intensidad, en todo su terrible dramatismo, no podremos dejar de lado su tiempo, de reconocer el modo en que sus edificios se tejen con las estrategias políticas e ideológicas de su época, es decir, con los deseos y las necesidades de sus poderosos clientes.
La arquitectura de Gaudí no es formalista, sino simbólica. No es una arquitectura encerrada en sus propias lucubraciones, sino, al contrario, absolutamente comprometida con la vida de una Barcelona desgarrada por la lucha de clases. Y él no es un místico ausente del mundo, sino un personaje político, presente como pocos en la escena de esa lucha. O, literalmente, el constructor de sus más importantes escenarios simbólicos: en un sentido profundamente metafórico, de su Arquitectura.
LAS DOS CARAS DE BARCELONA
La Barcelona que Gaudí encontró a su llegada en 1868 no tenía nada que ver con la que conocemos ahora. Era una ciudad en plena transformación, sometida a un crecimiento tan veloz como contradictorio y dominada por el gran vacío que se abría ante ella tras el derribo de sus murallas, iniciado en 1854. La inmensidad del llano que se extendía más allá de los límites que habían constreñido la ciudad antigua, se convertía en la tabla rasa donde, gracias a la cuadrícula isótropa del Plan Cerdà, todo era posible: no podía imaginarse mejor símbolo del laissez-faire burgués. La rápida ocupación del Ensanche constituyó un momento inaugural de la acumulación de capital de la burguesía barcelonesa, y el lujo y la novedad de los edificios que allí se levantaban, públicos o privados, así como la generosa amplitud de calles y paseos, el rostro más optimista de aquella burguesía.
Pero esa ciudad moderna que miraba hacia el futuro creyéndose un “París del Mediodía” era solo una cara de la moneda: la otra, popular y revolucionaria, es la que hizo de esa misma Barcelona, conocida ahora como la Rosa de Fuego, el perfecto escenario de la lucha de clases, con toda su violencia y sus terribles desequilibrios.
AÑOS DE FORMACIÓN DE GAUDÍ
El mito de un Gaudí que aprendió todo lo que supo gracias a una especie de ciencia infusa, mirando con ojos de niño la naturaleza o heredando las cualidades morales y materiales del trabajo artesano, a través de las generaciones de caldereros que se habían sucedido en su familia, no puede resistir la realidad de un Gaudí formado intelectualmente en una Escuela de Arquitectura de Barcelona recién inaugurada —él formó parte de la segunda promoción salida de sus aulas— y optimista en todos los sentidos: dispuesta a dar respuesta a las necesidades materiales y simbólicas de una ciudad en gran expansión, y de una burguesía que busca expresarse con un lenguaje propio, moderno y cosmopolita.
Durante los años en que cursó la carrera, y tal como puede verse en sus proyectos estudiantiles, Gaudí participó activa y conscientemente de las polémicas intelectuales del momento, conoció críticamente las obras de los teóricos y arquitectos europeos más influyentes, como Viollet-le-Duc, John Ruskin o los modernos reformadores ingleses del diseño, y dispuso del extraordinario fondo bibliográfico y fotográfico que la Escuela había adquirido desde su fundación y que ponía a disposición de sus estudiantes.
PRIMEROS PROYECTOS
Aunque su familia tuviera los medios suficientes para costearle una carrera en Barcelona, lo cierto es que, en sus inicios profesionales, Gaudí, llegado de Reus y de origen artesano, tuvo que trabajar, muy a pesar suyo en algunas ocasiones, como empleado en las obras de otros arquitectos: para Josep Fontserè en el parque de la Ciutadella, o para F. de Paula del Villar en el camarín de la Virgen de Montserrat. Aparte de los realizados para la cooperativa La Obrera Mataronense, sus primeros proyectos como profesional corresponden a lo que ahora llamaríamos “mobiliario urbano” —soportes para anuncios, kioscos de prensa y flores, farolas, tiendas o vitrinas comerciales—, un tipo de trabajo bien representativo de las transformaciones a las que está sometida una ciudad convertida en mercancía y en espectáculo de las nuevas multitudes urbanas.
Ya entrada la década de 1880, Gaudí recibe sus primeros encargos propiamente arquitectónicos: la Casa Vicens, los Pabellones Güell en Pedralbes, etc. Aunque modestas en su origen, convierte estas pequeñas obras en auténticos manifiestos de sus propias capacidades, tanto en el uso magnífico de materiales y técnicas —cerámica, hierro, prefabricados...—, como en la gran variedad de referencias culturales y visuales, y en el empleo de estilemas absolutamente nuevos, y expresamente excéntricos, en el panorama barcelonés del momento.
PROYECTOS PARA EUSEBI GÜELL. Palacio, parque e iglesia
Según la leyenda, Gaudí y Eusebi Güell se conocieron cuando este descubrió, en la Exposición Universal de París de 1878, la vitrina que el primero había diseñado para la Guantería Comella, aunque probablemente fuera Joan Martorell, arquitecto de la familia y empleador de Gaudí, quien los presentó. Sea como fuere, a partir de la construcción de los Pabellones de Pedralbes, Gaudí se convirtió en el arquitecto de Eusebi Güell, surgiendo entre ambos una relación que los contemporáneos no dudaron en comparar con la de los grandes mecenas y artistas del Renacimiento, o con la que Luis II de Baviera tuvo con Richard Wagner, en la que los atrevimientos del genio repercuten directamente en el reconocimiento público de la liberalidad del señor, que es quien los permite.
La ideología aristocratizante de Eusebi Güell se traduce en el programa principesco que Gaudí diseña para él: un palacio en el corazón de la ciudad antigua, un parque suburbano y un templo. Con estas tres obras, Gaudí y Güell ponen en marcha un programa de gran tensión simbólica y de ideología profundamente antiurbana: el palacio, como el lugar en el que la ciudad se refunda sobre su “nueva antigüedad”; el parque, como imagen atávica de una tierra mítica en la que se contrae el paisaje arquetípico catalán; y el templo, en donde la visión patriarcal de lo que entonces llamaban el “problema social” se resuelve en términos sagrados, redentores.
CASAS DE PISOS EN EL ENSANCHE. Casa Calvet, Casa Batlló, Casa Milà
La construcción de casas de pisos en el Ensanche era uno de los encargos característicos de los arquitectos barceloneses. Según unas tipologías establecidas, sus fachadas respondían a un modelo neoclásico de balcones y cornisas. A partir de 1900, sin embargo, la fachada es el lugar a través del que los propietarios expresan su nuevo concepto de riqueza superconsumista: los arquitectos tienen libertad para diseñarlas con las mayores excentricidades, y algunas calles de la ciudad, como el Paseo de Gracia, se convierten en el aparador de un lujo basado en la novedad constante. Lejos del orden colectivo de la malla neoclásica, las fachadas “modernistas” son como cuadros de una exposición, furiosamente independientes unas de otras y basadas en la “discordia”.
Gaudí construyó tres de esas casas. En la Casa Calvet propuso ya una desinhibida interpretación de modelos barrocos que estarán presentes también, aunque pasados por un complejo proceso de reblandecimiento y licuefacción, en las casas Batlló y Milà, en cuyas fachadas e interiores las leyes de la tectónica son puestas en constante sospecha. Estas casas demuestran su puntual conocimiento de las obras más avanzadas de la Europa del momento —sobre todo las de Hector Guimard— tanto como su interés por las exposiciones universales o los medios impresos de masas, los estilos exóticos o las “formas artísticas de la naturaleza”, en particular la submarina, tan populares en la época.
EXPOSICIÓN DE PARÍS
En 1910, gracias al patrocinio de Eusebi Güell, tuvo lugar en París una exposición de la obra de Gaudí. La preparación de esta muestra, en la que se presentaron maquetas de yeso a escala natural, dibujos y fotografías de gran formato, se hizo en el taller de la Sagrada Familia, aunque, según cuentan las crónicas, Gaudí no se mostró en ningún momento muy entusiasmado con este proyecto, que dejó en manos de ayudantes. La crítica parisina, poco acostumbrada a las excentricidades de un arquitecto como Gaudí, ya entonces muy popular, se mostró ambigua y, aun reconociendo la originalidad de su obra, no dejó de criticar lo que desde el “buen gusto” francés no podía ser visto sino como, precisamente, el epítome del “mal gusto”.
Pero 1910 es también el año en que, a renglón seguido de la Semana Trágica, Gaudí abandona todos los encargos privados para dedicarse exclusivamente, ya hasta el final de su vida, a la Sagrada Familia. Así pues, en el mismo momento en que Güell orquesta una proyección internacional de su obra, Gaudí decide recluirse en su obrador, convertido, tras los incendios de la Semana Trágica, en un “refugio del fin del mundo” desde donde organizar, por medio de una obra trascendida por alguna especie de designio divino, su redención.
Este ámbito contiene también los paneles fotográficos de la exposición que, en 1927, en el primer aniversario de la muerte de Gaudí y como homenaje al arquitecto, tuvo lugar en Barcelona.
ARQUITECTURA RELIGIOSA Y RESTAURACIÓN LITÚRGICA. La Catedral de Mallorca
La relación de Gaudí con la arquitectura religiosa y con el diseño de objetos y mobiliario litúrgico se produce desde el inicio de su carrera, al mismo tiempo que, en Cataluña, un proyecto ideológico profundamente conservador, que identifica los fundamentos de la patria con sus orígenes cristianos, toma cuerpo en las teorías y la práctica desarrolladas por obispos como Josep Morgades o Josep Torras i Bages. La reconstrucción —o invención— de los monasterios medievales románicos y góticos, como los de Ripoll y Poblet, o las celebraciones alrededor del milenario de Montserrat, sirven para crear una tupida red simbólica que pone en relación directa el renacimiento de Cataluña con la restitución social de la Iglesia, a través de unas imágenes bien concretas en las que la arquitectura juega un papel esencial.
La profunda preocupación de Gaudí por la redención de la Iglesia y de la patria a través de la arquitectura, se hace evidente en el proyecto de “restauración litúrgica” de la Catedral de Mallorca, el cual, por un lado, se resuelve como un gigantesco collage en el que todos los elementos son desplazados de su posición original para alcanzar nuevos significados simbólicos; y, por otro, en el uso de las técnicas y lenguajes más experimentales, sea en el diseño del mobiliario, en las pinturas del coro o en el uso de la tricromía en los vitrales.
EL TEMPLO DE LA SAGRADA FAMILIA. El taller de Gaudí
La idea de construir un templo dedicado a la Sagrada Familia surge en la década de 1870, promovida por una serie de personas y entidades conservadoras, que interpretaban con tonalidades apocalípticas las transformaciones que se habían producido en las décadas anteriores, desde la pérdida del poder del Papa sobre los antiguos Estados Pontificios hasta las sucesivas revoluciones e insurrecciones populares, encarnadas en la Comuna parisina de 1871, pasando por la general deriva liberal de los gobiernos burgueses de las naciones europeas. Esa percepción de estar asistiendo a una especie de fin del mundo alcanzaba los extremos más radicales en el caso de Barcelona, una ciudad atravesada por la violencia social, conocida como “ciudad de las bombas” y, más tarde, como la Rosa de Fuego.
Así pues, la Asociación de Devotos de San José decidió construir en la ciudad un templo expiatorio. Pero, ¿cuáles eran los pecados a expiar sino los derivados, justamente, de la lucha de clases? Las obras fueron iniciadas por el arquitecto F. de Paula del Villar, que renunció a las mismas en 1883. Ese mismo año, a través de Joan Martorell, fueron encargadas a Gaudí, cuya vida quedó, a partir de este momento y a sus 31 años, indefectiblemente ligada al Templo. Hizo de la Sagrada Familia el centro de toda su obra: allí estableció su taller o, mejor dicho, su obrador y, con el paso del tiempo, convirtió lo que en sus inicios no era más que una excentricidad en uno de los centros artísticos, ideológicos y de producción simbólica más importantes de la Barcelona moderna. La idea explicitada por Joan Maragall en una serie de artículos de principios de siglo del Templo inacabado e inacabable, del Templo que espera siempre sus altares, de la construcción que, siendo al mismo tiempo una destrucción, cumple su misión redentora, y del arquitecto demiurgo y visionario que le da forma, se cumplió con creces en vida de Gaudí. Y a su muerte, la Sagrada Familia era ya, sin duda, el monumento más popular de la ciudad de Barcelona, como lo es aún hoy.
LA DOBLE FORTUNA DE GAUDÍ
Cuando Gaudí murió el 10 de junio de 1926, quince días antes de cumplir los 74 años, tres días después de haber sido atropellado por un tranvía, su posteridad se proyectaba hacia el futuro según dos caminos divergentes. Uno surgía del contexto local y tenía que ver con la enorme popularidad de que Gaudí, perfectamente aquiescente, había disfrutado siempre en la ciudad de Barcelona, primero, como uno de sus grandes excéntricos; después, como genio solitario, huraño e incomprendido; y finalmente, como “arquitecto de Dios”, aunque ya se ve que excentricidad, genialidad y divinidad son tres categorías consecutivas que, desde esa misma perspectiva fin de siglo, dominada por la religión del arte no pueden sino encadenarse en la forma de un crescendo tan inevitable como, al parecer, necesario.
El trazado del otro camino, en cambio, se está iniciando en ese mismo momento y su carácter, que para nada cuenta con el carácter propio de Gaudí —con su, en cualquier caso, imposible aquiescencia—, va a ser decididamente universal: consistirá en encajar la obra de Gaudí —o, al menos, una parte de su obra, que será llamada a cancelar al resto— primero, en la maquinaria formal e ideológica de las vanguardias —parisinas en particular y, más en particular aún, surrealistas— y segundo, en fin, en la economía general del así llamado Movimiento Moderno, para hacer de Gaudí un “precursor” de las vanguardias y un “maestro” inopinado de artistas tan diversos como Joan Miró, Salvador Dalí o Antoni Tàpies, entre tantos otros que reclamaron su origen.
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