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Una mirada atenta observará en estas esculturas los elementos discursivos que atraviesan toda la obra la acotación precisa de un escenario de investigación; la exploración sistemática de un repertorio de códigos de lenguaje, el compromisocon la apelación a la memoria cultural y con la apertura a las resonancias poéticas; y, sobre todo, un discurso articulado sobre la confrontación naturaleza-cultura. Efectivamente, la estructura más habitual en su trabajo es enfrentar una referencia a la naturaleza con una resolución plástica enormemente codificada. Mientras la imagen remite a lo natural, sus procesos técnicos sólo enuncian la cultura.

La serie Flora urbana, a la que pertenece esta obra, reincide sobre este esquema, planteando una especie de inversión del proceso que suele caracterizar a los discursos artísticos sobre la naturaleza. Si habitualmente la naturaleza opera como proveedora o inspiradora de imágenes e iconos ... de la cultura, en este caso el proceso formal iría en sentido contrario: con estas manufacturas se crean formas que recuerdan elementos botánicos. Es decir, por así decirlo, se construye naturaleza. La tensión entre naturaleza y cultura se replantea en estas esculturas en un modo que contiene sugestivas evocaciones.

Este discurso confluye con los otros contenidos que he expuesto: la reflexión sobre el estar en un territorio, la invocación a la dimensión ética del proyectar en un escenario público, la apelación a la levedad, al juego y al humor; y todo ello en el contexto de un ejercicio de estilo. Todos estos elementos se disponen en equilibrio en las esculturas, de modo similar a como se equilibran las propias piezas de madera que las conforman; juntándolos, explorando sus conexiones, cuidando los detalles, lijando sus aristas, mimando la irradiación de sus evocaciones y significados. Persiguiendo, como si fueran composiciones de Ikebana gigantes, la precisión, la elegancia y la limpieza.

Pero estas obras no son en modo alguno esencialistas ni ornamentales; son piezas discursivas, intencionadas, delicadamente ideológicas. Figuran elucubraciones, proyectos, ideas; son castillos en el aire construidos apilando piezas de marquetería, que se presentan como tótems amables, ofreciéndose como hitos para hacer observaciones,

para observar.

No obstante, en estas esculturas tal distancia no se plantea en forma de sarcasmo, no se recurre a la ironía porque, de hecho, no se ha renunciado a realizar proposiciones. Su distancia estriba, precisamente, en que se plantean como un juego; y si el juego se caracteriza por algo no es tanto por ser lúdico y festivo, por desdramatizar la densidad o por ser un pasatiempo, como porque sigue unas reglas, y las reglas son un asunto muy serio: son los acuerdos que posibilitan la comunicación y la convivencia.

De esta manera, aunque la cita al surrealismo es evidente [remitiendo a la tradición de este movimiento en el arte contemporáneo de Canarias], es un cita cuyo tono es socarrón; no hay aquí una visión sublime de la sexualidad. El sentido es distinto; de hecho, el erotismo en estas obras guarda una relación más intima con los bodegones barrocos: aquellos estupendos ejercicios de estilo eludían la severidad de la pintura del Gran Arte -de tema religioso o épico- y a través de sus despliegues de exhuberancia frutal se mostraban como una invocación a lo carnal, a lo terrenal, a lo sensual; a la vida.

Juguemos entonces, por un momento, a que estas esculturas fueran monumentos: presidirían las plazas y serían, ciertamente, tótems. Pero no serían tótems destinados a apuntalar las identidades comunitarias sobre las que se legitiman las exclusiones, ni tampoco a conmemorar ejemplos de virtuosismo intelectual; serían hitos que apelarían al distanciamiento de lo dogmático, a la complicidad social; a la festividad, incluso. Invitarían a la comprensión del carácter de juego que tienen los acuerdos; señalarían el entorno público como el espacio del encuentro, de la conversación, del esparcimiento.