Descripción de la Exposición
COSAS DE ENCANTAMIENTO
En el capítulo séptimo del segundo tomo del Libro de las maravillas del mundo, el enigmático Jean de Mandeville describe una tierra donde comen serpientes. «Pasada esta isla se va por muchas otras hasta una llamada Tacorde, en la cual hay gentes vestidas como hombres razonables. Están en cuevas que hacen en la tierra, porque no tienen de hacer casas, y comen carne de culebras y sierpes; y por cuanto ellos comen tales viandas no hablan, silban unos empós de otros, como tales sierpes. No tienen aprecio por el oro, sino solamente por una piedra preciosa que tiene cuarenta colores –por eso la isla se llama “tacorice”. A esta piedra la aman mucho, aunque no saben qué virtudes tiene, porque ellos la conocen solamente por su hermosura».
En el libro de Mandeville se entremezclan, con un mismo afán informativo, descripciones geográficas, biografías de reyes y santos, pasajes de la historia sagrada, retahílas zoológicas, cíclopes, gentes descabezadas con la cara en el torso, etíopes unípodos, consejos agrarios y tretas del demonio. Para el hombre premoderno, la tierra estaba llena de asombros.
Aunque la Ilustración puso todo su empeño en desencantar del mundo, hay un hecho aritmético indudable: apenas unos siglos de razón trituradora de mitos no pueden imponerse a los milenios que convivimos con la quimera y el gigante. Por eso, cada tanto, la humanidad inventa criaturas extrañas y conspiraciones alambicadas. La simple fuerza de la costumbre.
No me malinterpreten. La asepsia y el rigor son cualidades admirables y no soy inmune al poderoso encanto de las taxonomías y las deducciones. La conquista del universo mediante la inteligencia y la lógica es una proeza mayor que el hallazgo del fénix en las arenas de Arabia. En fin, es más heroica la vacuna contra la polio que san Jorge ensartando al dragón. Sin embargo, pareciera que al conocimiento, frío y preciso, le falta algo, porque a uno se le queda cara de bobo cuando esas sondas que han cruzado los umbrales del sistema solar no envían más que unas tristes mediciones de radiación.
En la Historia verdadera, Bernal Díaz del Castillo describe que los fastos que veía en los reinos mexicas le parecían «cosas de encantamiento» como aquellas que cuenta el Amadís, «por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua. Algunos de nuestros soldados dudaban si aquello que veían si era entre sueños […]. No sé cómo contarlo: ¡ver tantas cosas nunca oídas ni vistas, ni siquiera soñadas, como veíamos!». Los conquistadores saben que tienen por delante pompa y boato, pero prefieren figurarse que son hechizos. Otra vez la fantasía colándose por las rendijas.
Joaquín Jesús Sánchez