Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- La última entrega de la revista sevillana Separata, un número doble dedicado a Robert Motherwell, incluía un hermoso escrito del artista en el que explicaba el modo en que pintaba en los meses de verano que pasaba en Provincetown: lo hacía en un almacén sin divisiones, adecuado para sus cuadros de gran formato, con radiante luz estival, 'una luz tan seductora para los pintores modernos como la geometría para los filósofos y músicos de la antigua Grecia'. Allí pintó, además de uno de los mejores cuadros de su Elegía a la República Española, la serie Junto al mar. A veces, tras haber trabajado todo el día, contemplaba el espacio entre su taller y la orilla, y soñaba hacerlo suyo como un gran estudio abierto al viento. En ocasiones, la fuerza de este en la marea alta hacía saltar la espuma sobre las paredes. Después de unos años intentó pintarla él mismo, entonces comprendió que no podía imitar la naturaleza, y pasó a recurrir a sus procesos: con un pincel chorreante golpeaba el dibujo con fuerza, pero el soporte se deshacía, tuvo que encontrar uno resistente; después compró mangos de un metro para los pinceles, arremetía contra el plano con la energía de todo su cuerpo, formando un arco de casi dos metros, surgía así una imagen parecida a la espuma de verano. La primera vez que lo leí recordé aquella respuesta de Jackson Pollock cuando alguien le inquirió por qué en sus obras nunca aparecía la naturaleza, 'yo soy la naturaleza'; también pensé en aquella sentencia de Octavio Paz, 'la naturaleza no conoce la historia pero en sus formas viven todos los estilos del pasado, el presente y el porvenir, acierta más en la abstracción que en la figuración'; y en aquella confesión casi póstuma de Mark Rothko, 'no puede haber abstracciones, cualquier forma o representación que no tenga la concreción palpitante de la carne y los huesos, su vulnerabilidad al placer o al dolor, no es nada en absoluto; cualquier imagen que no proporcione el entorno en el que pueda estar el aliento de la vida, no me interesa'. En el fondo, como en la forma, todos volvemos a esa recurrente sospecha especular: la imposibilidad real de toda abstracción; la certeza de que toda figuración esconde algo abstracto que nunca alcanzaremos a pintar. Motherwell escribía al final de su explicación, casi un cuento: 'los oriundos nunca llegan a aceptar del todo a los veraneantes, pero eso no nos impide respirar la luz y el aire del mar tan profundamente como cualquiera, hasta meterlo casi en la sangre e incluso en los ojos, la mente y la muñeca que pinta'. Pienso a menudo en aquellas palabras del artista americano, la última vez en el estudio de Antonio Carrascal, admirador de Rothko, y acaso de Motherwell o Pollock. Él es allí un oriundo, yo ni siquiera un veraneante, apenas un emigrante circunstancial en la costa onubense. Ocupa un semisótano a los pies de su vivienda en Punta Umbría, proyectada por su hermano Fernando; cuando no hay veraneantes se escucha el sonido del mar cercano, visible desde la cubierta de la propia casa, un constante rumor de espumas, el recuerdo de que el mar dibuja nuevas formas a cada ciclo, particular abstracción la del tiempo que figuramos. Se trata de una hermosa arquitectura, blancos entrelazados con hormigones vistos cuyos encofrados aún permiten escuchar el rastro que las maderas grabaron, formas con un eco abstracto del tipo tradicional de los ingleses, plataformas levantadas sobre la arena, a su modo, dibujos abstractos superpuestos a los trazos de las arenas. Abstracción en la abstracción, figuración en la figuración. Allí el pintor crea cuadros que se empeña en decir que no son figurativos, quizás él mejor que nadie, radiólogo y artista, sabe que esto no puede ser verdad ni en un sentido ni en otro. Por ello también su familia, con la misma ternura con que él sostiene su empeño incierto, bautiza secretamente sus obras con líricas raíces paisajísticas. En este lugar particular como un refugio entre la arena y la casa, entre el mar y la vida, el artista ha dispuesto sus lienzos, sus tableros y sus materias. No resulta difícil pensar en la creación, mera contigüidad adyacente. Tierra, agua y aire condensados, por abstracción, sobre sus cuadros. Después, en la galería, o en los territorios diversos donde los disponen sus amigos, veraneantes cómplices, son como fragmentos de lugares transferidos; como la relación invisible entre el hormigón y la madera, si bien, esto, como todo, sólo sea otra mirada sesgada, tal vez nadie más advierta melodías de variaciones de encofrados, incluso los mismos tonos que algunos proyectos de Le Corbusier, quizás también pintor antes que arquitecto. El artista ha dispuesto en este refugio de luces tamizadas, más dibujos sobre los dibujos, su colección de estrategias, como aquellos pinceles de un metro o aquella búsqueda del papel preciso: dispensario de artilugios y de materiales para ensayar texturas y formas. Puede que el pintor mire este escrito como yo miro sus cuadros, siempre veraneantes, nunca somos oriundos en ciertos saberes; supongo que en eso consistirá su oficio, el uno y el otro: por abstracción formal, sedimentación e inversión refleja, intentar comprender el alma que respira en la materia.
En un semisótano de Punta Umbría (Huelva), Antonio Carrascal comienza a investigar obras expresionistas, inicia su trabajo bajo el influjo de la música que le da voz, Górecki y Pink Floyd, sería en los últimos años del siglo ya pasado. En un papel de periódico plantea el proyecto, marca los límites de su extensión, coloca las piezas. En su espacio acumula materiales en cajones, estanterías y suelo, en una réplica diseccionada de aquello que compone el mundo. Estas sustancias, mezcladas o autónomas, las estudia en sus bordes, comportamientos y transiciones, las dispone sobre el lienzo o la madera en otra forma de ordenar lo que conoce: estratos de tiempo y materia.