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No es nada fácil en nuestros días toparse con espíritus animales o con gatos que sonríen. Y si Montse Mulé ha conseguido vivir esa poco común experiencia es porque un día, no muy lejano, descubrió el hastío que le producían los académicos paisajes a los que venía dedicándose desde hacía años. Eran paisajes correctos, sí, pero sin vida, de aburrida intrascendencia. Así que, como la Alicia de Lewis Carrol en A través del espejo, decidió subirse a la repisa de la chimenea del salón y penetró en la Casa del Espejo. Allí se tropezó, naturalmente, con el gato de Cheshire, ... capaz de esfumarse muy lentamente, empezando por la punta de la cola y concluyendo por la sonrisa, que se demoró durante un rato cuando ya había desaparecido el resto”. La escena fascinó a Montse Mulé, pero todavía la fascinó más cuando, en la operación inversa, primero distinguió una sonrisa y luego fueron apareciendo los ojos, las orejas y, finalmente, la cabeza entera, sin que nada más de él surgiera. Fue entonces cuando Montse Mulé decidió tomarlo como modelo y realizar una galería interminable de sus retratos, de sus innumerables expresiones: díscolo, enfuruñado, melancólico, absorto, altanero, melifluo, socarrón, inquietante. Retratos de un gato silencioso, es cierto, aunque de un silencio maligno e inteligente. Pero no tardaron en materializarse, junto a las cabezas del gato de Cheshire, otra galería de cabezas femeninas. Alguna que otra vez con un niño. Lo asombroso es el fondo común que, muy imperceptiblemente, adivinamos entre las expresiones felinas y las humanas. El paso de una a otra condición parece realizarse de la forma más natural del mundo. Nada extraño, a fin de cuentas, cuando sabemos que un gato abisinio de cuatro años llamado Canela ya dispone de su genoma completo, secuenciado en el laboratorio CoId Spring Harbor, y que los investigadores han identificado 20.825 genes, muy pocos menos de los que componen el genoma humano.

Lo que más nos subyuga, sin embargo, en la serie de retratos antrozoomórficos de Montse Mulé son las miradas de ellos y ellas, unas miradas fijamente escrutadoras, que a la vez nos desnudan y nos atraviesan en pos de un infinito inescrutable. Un poco como esos exploradores del último libro de cuentos de Vila-Matas, Exploradores del abismo, que “al verse bordeando el precipicio fatal adoptan la posición del expedicionario y sondean en el plausible horizonte, indagando qué puede haber fuera de aquí, o en el más allá de nuestros limites

Digo, con ello, que esta pintura de Montse Mulé no tiene, pese a las apariencias de su somera plasmación, nada de "naïf" ni de falsamente ingenua. El aparente esquematismo, casi primitivismo de las formas, o la exigüidad, aunque no exenta de viveza, de la paleta ocultan mucha más retorcida intencionalidad de lo que cabría suponer.