Descripción de la Exposición
El arte es un misterio porque se nutre de lo inexpresable y porque es la materialización de las dudas y certidumbres esenciales del ser humano, de aquellas que no pueden formularse ni responderse con un lenguaje lógico. Por tanto, la comunicación a través del arte solo puede producirse en los ámbitos de la intuición y la sugerencia y de ahí que el espectador, cuando se refiere a una obra artística, esté, en el fondo, hablando del efecto de dicha obra en sí mismo, es decir, que cuantos significados encuentre en ella se remitirán siempre a su subjetividad, de modo que aquello que el creador ha intentado exponer y lo que entiende quien observa no tienen que coincidir necesariamente. Desde este punto de vista, la riqueza de una obra de arte será mayor cuantas más sean las posibles interpretaciones que sea capaz de generar, con independencia de que estas se encuentren más o menos próximas a la intención del artista.
En una primera aproximación, la escultura de Pedro Zamorano parece tener un sentido claro: el artista contempla un paisaje muy concreto, reflexiona sobre él y nos ofrece una recreación, no del mismo, sino de la esencia obtenida tras la destilación de la mirada y el examen. El resultado de este trabajo es brillante, inspirador e incluso inquietante, y esta interpretación sería más que suficiente para que él mereciera un lugar destacado entre los grandes escultores de nuestro tiempo. Pero todas sus piezas y, aún más el conjunto de ellas, proponen al visitante una serie de cuestiones ineludibles y que guardan relación con aspectos básicos de la creación artística. ¿Cuánto debe Pedro Zamorano al paisaje de la isla de La Gomera? ¿Sus planteamientos estéticos y éticos habrían sido los mismos en un entorno diferente? ¿Qué procesos sensitivos e intelectuales convierten los elementos locales en objetos de alcance universal?
Para intentar responder mínimamente a alguna de estas preguntas, podríamos partir de la importancia de la elección. Aunque no siempre seamos conscientes de ello, en el arte -en la vida- el acto de escoger es incesante, ineludible y siempre tiene consecuencias. Todo escogimiento coloca al artista -al ser humano- en una posición en la que está obligado a elegir de nuevo y, al mismo tiempo, no hay elección que no hunda sus raíces en decisiones anteriores. En nuestro papel de espectadores, no necesitamos saber si el hecho de permanecer en La Gomera fue para Pedro Zamorano fruto de la casualidad, premonición o descubrimiento, pero sí es importante, en cambio, señalar que su necesidad de expresarse a través de la piedra, o existía ya y encontró en esa isla la manera de manifestarse en toda su plenitud, o surgió de una geología poderosamente visible y tangible en todo el espacio insular. En cualquiera de los dos casos, la relación entre el paisaje de La Gomera y su escultura es definitiva pero el trabajo de Pedro Zamorano va mucho más allá de la simple reproducción paisajística, incluso más allá de la recreación del proceso geológico y vital de construcción-destrucción-reconstrucción que tan claramente se percibe en su obra y que seguramente brota de la observación del espacio en que habita física, mental y sensorialmente. Sus propuestas nos remiten a las preguntas fundamentales que todo ser humano se formula alguna vez y que en todo verdadero artista son el motor de su quehacer: la génesis de la existencia, los procesos vitales, la significación del individuo y del ser social, la relación del ser humano con la naturaleza, la propia necesidad del arte... El escultor se interroga y quien contempla su obra se pregunta cuál es su interpelación y a qué nuevas demandas puede conducirnos.
La selección de esculturas que se muestra en la presente exposición puede conducir, como se ha dicho, a múltiples interpretaciones. Mi modesta propuesta es que, dejando de lado la secuencia temporal de rea lización de cada obra, centremos nuestra atención en la perspectiva desde la que se ha creado cada una de ellas. Todas provienen de una mirada diversa del creador, que unas veces se eleva para ver la totalidad y otras se concentra en el detalle, que en ocasiones ve con los ojos, en ocasiones con el espíritu y a menudo con la razón. Comencemos con las piezas tituladas Disco V e Isla. La primera, como su nombre indica, nos ofrece una visión personal y completa del universo en su imagen más antigua, el disco solar usado ya desde los principios del arte, pero adaptado al conocimiento de nuestra época acerca de del cosmos, sustituyendo el círculo perfecto por la ondulación y recordándonos con esa aparente anomalía que cuanto más sabemos, más turbadora es nuestra ignorancia. La segunda es una esfera que se abre en espacios escalonados que retratan la aportación humana al paisaje insular en una visión totalizadora del mismo y que nos acerca a su perfil. Ambas piezas remiten a cuanto es inherente al carácter de La Gomera y visible desde el exterior.
El siguiente paso serían los Cardones, Cardoncillos y Tuneras, recreaciones más o menos realistas de vegetales propios de la isla, petrificados para conservar todo el esplendor del instante en que fueron admirados. Si en estas dos series la abstracción es relativa, en Germinales, Pulsos y Semillas, la similitud de la forma con su nombre no debe inducirnos a error: estamos ante una investigación acerca de la génesis de la creación en dos aspectos confluyentes: el propio de la naturaleza y el característico del trabajo del artista. Algunas esculturas nos sugieren de inmediato la forma del huevo cósmico, de la vida primigenia abriéndose paso desde las profundidades de la tierra fecundada, mientras que los germinales menos geo métricos son obras inquietantes en las que los colores y las formas bulbosas, que parecen empujar el espacio que las rodea, son ya el crecimiento y la necesidad de ser. El resto de las Germinales y Pulsos muestran los diferentes estadios de la existencia -toda vida, toda forma, toda idea- en brote, unas apegadas aún a la tierra, las últimas ya libres, aisladas, solas.
Y de la germinación a la semilla, en un proceso de estilización y refinamiento que, de alguna manera, reproduce también los métodos de la naturaleza y del pensamiento. La serie Semillas contiene piezas de elegancia y exquisitez conmovedoras en las que podemos imaginar el trabajo del escultor limando, puliendo, abrillantando, afinando en fin, para convertir la materia en idea tangible. Semillas que son ya más que substancia, producto surgido de la evolución y germen de formas venideras. Pero, como se indicó antes, una elección obliga a otra, y el camino de la profundización y simplificación conceptual -tan complejo y arriesgado- ha llevado a Pedro Zamorano a esas dos piezas sin nombre en las que la forma perfecta se nos muestra en todo su esplendor. Dos piezas que son creación pura, piedra e idea representándose a sí mismas como culminación de un transcurso reflexivo. A la vista de las fechas de realización de estas obras, es muy probable que el escultor no haya planificado su trabajo del modo que ahora se nos presenta, sino que cada pieza le haya llevado un paso más allá, hacia lo arcaico, lo primigenio, hacia el origen telúrico de la vida. Ese latido de inquietud enriquece sutilmente el conjunto y lo aproxima al espectador.
Llegamos así hasta los Libros, piezas figurativas, delicadas, creadas para ser tocadas, sopesadas, acariciadas, exactamente igual que las buenas encuadernaciones, y que, también al igual que los volúmenes escritos, contienen cuanto el ser humano entiende de sí mismo, de los otros y del universo. Cada libro de Pedro Zamorano es la metáfora de lo que la Tierra sabe y las personas conocemos, el símbolo proteico del fuego de la ciencia, de ese magna que arde en el corazón del planeta y en lo más recóndito del espíritu humano y que se convierte en roca, en idea, en sensibilidad y, en ocasiones, en arte.
Pedro Zamorano no solo trabaja con la piedra sino también en la piedra. La fusión de materia y espacio hace de su obra un elemento tan íntimamente conectado con el territorio en el que se inspira, que la misma trasciende necesariamente su frontera natural. Su estudio está excavado en la roca, forma parte de ella y, en consecuencia, de la historia geológica y humana de La Gomera. Pero, además, ese lugar privilegiado es al mismo tiempo balcón y sima, altura desde la que contemplar los perfiles y tonos siempre cambiantes de la isla, y oquedad en la que mirar el cielo como lo vieron nuestros más lejanos antepasados. Un espacio que simboliza la euforia del que domina y terror del que desconoce, la alegría del vuelo y la memoria de lo atávico, otra metáfora de quienes somos en este lugar del universo y en este momento de nuestra historia. Y el escultor, el hacedor, dando testimonio de todo ello.
La escultura de Pedro Zamorano tiene, en mi opinión, mucho más de Orfeo que de Fausto. No encuentro en ella el propósito de saberlo todo definitivamente pero sí la intención de acercarse a las profundidades de la tierra y de la mente humana, a esos infiernos en los que todo se crea y se sublima, en los que sufre, se trabaja y se sueña en mundos más amables. Estamos, pues, ante una pequeña muestra de un gran artista que no cesa de transitar nuevos caminos y que nos invita a caminar con él hacia el misterio, el espacio inevitable y maravilloso en que todos habitamos.
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