Descripción de la Exposición «… y tener que decir adiós a todo ésto, adiós a la vida y a poder pintarla». Al poco expiró. Estas fueron sus últimas palabras. Era el amanecer del día 6 de mayo de 1933, en el Hospital de San Felipe de Tegucigalpa donde, muy enfermo, había ingresado días antes aquejado de un sinnúmero de desdichados quebrantos, como consta en el acta de defunción que entre sollozos redactó y firmó el doctor Cárdenas Maroto, mientras una niebla temblorosa descendía por el cerro de Hula y acariciaba los bosques de zumaque.
Así murió a los 37 años de edad, Pablo Zelaya Sierra, pintor hondureño, de tan desdichados lances como luminosas empresas. Teresita Fortín, discípula y amor de su vida, lo describió delgado, alto, sumamente expresivo y de una apariencia melancólica que asomaba inquietante en la sombra espesa de su mirada, tan habitual por otro lado en todos cuantos nacieron bajo el signo de Saturno y han querido cambiar el mundo con su gesto.
Nació en Ojojona y fue bautizado, como premonición desventurada, en la iglesia de El Calvario. Ojojona es una pequeña localidad del departamento de Morazán, de muros encalados y tejados rojos, rodeada de montes de pórfido y bosques de la ceiba, con inmensos arbustos de buganvillas tachonando los campos con sus flores. Entre ellas tuvo Zelaya sus primeros sueños. Allí se hizo pintor. De tanto mirar la belleza que se desbordaba quiso dejarla quieta en un instante. Pero el carácter de artista tiene algo de insaciable, de inagotable búsqueda, de delirio y por hermosos que fueran los parajes y el amor que le rodeaba sintió Zelaya la necesidad de ir más allá a buscar lo inalcanzable. (Parece ser que cuando se queda herido de este impulso, de su llaga mana un bálsamo que guarece y amaina las desdichas y ningún obstáculo por enorme que fuese se hace infranqueable).
El creyó que yendo más allá, que surcando las aguas verdiazules del mar de las Antillas reconocería el lugar donde poder asir la belleza de golpe, construirla, y dejarla eterna en un trozo de tela.
Así fue como un día llegó a Cádiz y cuando declinaba el reinado de Alfonso XIII se instaló en Madrid.
Participó activamente en todas las tertulias de cafés y tugurios, colaboró en prensa, expuso en los Salones de Independientes y también con el grupo emergente y luchador de la Sociedad de Artistas Ibéricos; con ellos rubricó todo tipo de soflamas y manifiestos que anunciaban un futuro hermoso, afirmando que el trabajo artístico era una tarea a contracorriente y que su expectativa suprema debía ser sólo la noble empresa de ampliar el horizonte de los hombres y esponjar su espíritu. Con esa voluntad se entregó Zelaya a buscar la verdad de su pintura, aventurándose en una catártica vuelta al origen que dejase a las cosas desnudas, en su esencia, en su esqueleto y una vez rehechas y construidas desde el amor nuevo con el arte nuevo, poder volverlas a señalar por su nombre.
Pues bien, toda aquella hazaña titánica quedó sepultada por el tiempo. Ignorada, escondida, casi velada ya. Sin embargo, si lo buscáis, ese esfuerzo que le costó la vida lo encontraréis en las hemerotecas polvorientas. Su nombre está entre listas de pintores insignes, entre líneas de libros y catálogos de arte; allí está, como un pequeño reguero de hormigas desvariadas, olvidado en las páginas mohosas de los libros y también en diminutas y borrosas fotos de la época, en las que se le ve como ausente, como un daguerrotipo liquido, añorante de una ilusión inabarcable, como un ectoplasma del deseo que la historia hubiera dibujado con espanto. Allí está inquebrantable, con el gesto que despierta el ansia noble de enhebrar la belleza y de hacerla creíble, mensurable y cercana.
Su estancia en España se prolongó en algo más de diez años y en ella se entregó apasionadamente al ejercicio de su arte en estudios y talleres, unas veces lóbregos y luminosos otras. que llegó a compartir con pintores hoy muy conocidos como Solana, Alberto, Barradas, Palencia o Vázquez Díaz.
En aquellos días, cuando todo iba a ser futuro esperanzado, todas las mañanas, hiciera frío, lluvia o calor, con su linterna feble de Diógenes futurista salía a buscar en los barbechos de Vallecas el humilde orden de las cosas. Eso alimentaba la potestad de su gesto.
Aquel tiempo fue para él dinámico, deslumbrante e innovador. Pero fue corto. Todo se quebró con el desgarro de una incurable enfermedad que le obligó a volver a Honduras esperando aliviar allí los padecimientos que empezaban precipitadamente a consumirlo.
El mal saturnal de los artistas no tiene cura, sólo lo aplaca el poder seguir soñando lugares improbables y eso agota. Eso consumió a un ya exhausto Pablo Zelaya.
Un día, en un catálogo casi enmohecido, reparé en uno de los cuadros que reproducía. Desconocía esa obra, el nombre del pintor, su procedencia y sin embargo aquella imagen me emocionó. Sé que la pintura sólo puede verse en directo, que el aura, el posible encanto misterioso que desprende, desaparece en las reproducciones. Pero ese día supe también que desde la lejana sombra de la fotografía adivinaba el espesor vibrante de su materia muerta, la que se hace viva cada vez que unos ojos necesitan su presencia para seguir siendo ojos, para seguir sintiendo. La obra era de Pablo Zelaya. Se titulaba «La chica del Huacal», presentada en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1932. Verla me emocionó en el grado que provoca la tersitud poética de un gesto hasta llegar a fascinarte y conmoverte.
Esa fascinación me lleva a dedicarle hoy esta exposición. Dedicarla a su olvidada ausencia. Dedicársela a él y al aliento desdeñado de su candor nativo, al alma de la luz, la forma justa, al conciso equilibro de su mirada audaz de pintor. Ydedicarla también, a los que como a él, la única música que acompañó su osadía fue la que iba creciendo entre las espinas de su soledad, la que de siempre vistió a los perdedores, que viven apuntalando las facciones de su rostro para que no se agriete y se lo lleve el viento despiadado de la historia. Esa fue la melodía que cortejó a Zelaya en el país del viento*. Todavía flotaba en las deshilachadas sombras de la reproducción que ví. Entre sus notas se expandía la lección de su gesto.
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España