Descripción de la Exposición La exposición de este nuevo trabajo, que recientemente estuvo expuesta en el Museo de Huelva dentro del programa de las becas Daniel Vázquez Díaz, se inaugurará el día 1 de marzo a las ocho de la tarde y se podrá visitar hasta el 4 de abril. Se trata de un proyecto pictórico donde el artista sevillano toma como punto de partida la cultura rural y su estrecha vinculación con la agricultura, a partir de una parcela familiar en la que el maíz y el algodón se alternan. La intención del pintor se desvela como un intento de apuntar una nueva y vieja mirada, una puesta en valor de la vida con y hacia los elementos primarios, los argumentos sencillos, el casamiento con la naturaleza. Por eso no extraña que el también pintor José Miguel Pereñíguez afirme en el excelente prólogo a su catálogo que a Ramón David Morales le gustaría que entendiéramos un poco mejor eso que él conoce tan bien: el esfuerzo de hacer y saber esperar, la virtud de disfrutar con lo que se nos ofrece. Su imaginación está dispuesta a aporcar el terreno y dejar bien abierto un surco que lleve agua al entendimiento, empeñada en poner el mundo en pintura de un modo tan claro como sofisticado. En definitiva, un zoom hacia su parcela, hacia lo concreto, donde poder preguntarse por la necesidad y la sencillez. ------------------------------------ La jornada de Ramón David La mañana A primera hora, el lienzo en blanco descansa sobre la pared blanca. Mientras comentamos novedades y nos reímos de casi todo, observo cómo Ramón empieza a reconocer, tras los nítidos límites de sus trazos, las formas del cuadro que será. A su derecha, sobre la mesa, hay una selva de colores: todos los verdes, del turquesa y el frío esmeralda al dorado semitransparente; celestes y nocturnos azules; rojos, tierras, amarillos... Al cabo de un rato, el lienzo está ya parcialmente cubierto con los tonos escogidos. La 'puesta en pintura' de Ramón destaca entonces por su ligereza: si insistiese demasiado, el cuadro se volvería opaco y perdería la claridad que se trasluce del blanco de fondo. Pero esa ligereza se hace sólida y cristaliza. Poco a poco, los colores van quedando cuidadosamente engastados, como en un mosaico. Esa forma de trabajar, que define cada figura tanto por su contorno propio como por el de la superficie contigua, teñidas ambas de color muy saturado, ha estilizado además su manera de representar las cosas. Los árboles, las hojas, el agua, la luz y los objetos en los cuadros de Ramón David parecen cada vez menos concernidos por sus equivalentes en la naturaleza. La historia de la pintura ofrece muchos ejemplos de artistas que volvieron su mirada al paisaje para terminar encontrando sobre sus lienzos la revelación de la propia pintura como creación autónoma, como un espectáculo en sí misma. Pero Ramón conoce demasiado bien sus medios y sus fuerzas como para encaminarse hacia una obra complaciente o autista. En la búsqueda de esas formas que parecen nuevas está la felicidad que alimenta su rutina de pintor. Pero estas formas han de ser finalmente inteligibles, comprendidas y descifradas por el espectador para compartir el logro de su ingenio: ese campo fértil, abonado por el guiño, donde la mirada y la imagen están anudadas por el lazo de una escritura de pincel que retalla ramas, troncos, haces de luz, briznas de hierba... La mañana es radiante y ya me va sonando el estribillo. A mediodía Sobre otra mesa, al fondo del estudio, hay a veces frutos secos o alguna pieza de fruta. A media mañana Ramón pela una naranja como las que cuelgan recién pintadas del cuadro de la pared. Directo del árbol de la pintura a la mesa del entendimiento: el fruto del trabajo de Ramón se despacha directamente, sin intermediarios. Esa parcela de algodón tensada sobre el bastidor es a veces bosque; otras, selva. Es también montaña, era, prado, gruta, huerto, carretera, arroyo... Allí no todo es sembrar y dar trigo. El espacio de la representación no está cercado y ese bosque o ese huerto pintados no siempre rinden el fruto que esperamos. Las herramientas, los aperos, los instrumentos de medida, crecen ahí como cosas vivas, libres como la maleza o plantados ordenadamente sobre el campo visual. Precisamente jugando a ser confundidos con indicios silvestres es como recobran el valor simbólico de un blasón, un emblema de su propia causa. (Tampoco las labores que el cuadro pone en escena tienen el propósito único de forzar y encauzar a la naturaleza. Más bien reproducen juegos, trucos, rituales privados, huellas de recuerdos y afectos que nos vinculan a ella y a ella nos devuelven. ) No hay aquí eslóganes ni moralejas. Si algo podemos aprehender de lo que Ramón nos revela acerca de todo esto es la sutil implicación de cada elemento en los procesos naturales y en las relaciones -afectivas, contemplativas, estéticas, productivas- que los hombres entablan con ellos. Si miramos el árbol de morera cuajado de capullos de seda y el turbante que cuelga de la rama, inmediatamente establecemos una relación de causa y efecto. Solo un instante después reparamos en el abismo que se abre entre el objeto de cultura manufacturado y su antecedente material. Los siglos de reflexión y empeño que fueron necesarios para salvar ese abismo son recorridos por un solo vistazo. Mientras, en otro cuadro, el agua se precipita en el interior de la vasija depositada en el barro, recomenzando un círculo incansable que es tanto el discurso de la naturaleza como el producto de nuestra voluntad y nuestra imaginación. Por la tarde. De vuelta en el estudio por la tarde, el tiempo se disipa inadvertido. Una visita, una llamada de teléfono demasiado larga y, de pronto, dan las siete en la radio... En invierno la luz se extingue cada vez más pronto. En primavera el buen tiempo empuja a salir a la calle. En verano el calor aturde y vuelve pesados los movimientos. Son circunstancias que interrumpen la dedicada labor del pintor y le inducen a la melancolía. De pronto, reparamos en el cuadro sobre la pared blanca: el trabajo está muy avanzado. La tarea de la jornada parece en cierto modo cumplida. El crepúsculo o la tiniebla convierten el animado espectáculo de esa naturaleza que rinde fruto al trabajo durante las horas claras del día, en un paisaje oscuro e incierto, cercano a aquel que sobrecogía el ánimo de los románticos. Hay poco de la estampa de Friedrich en estas obras recientes de Ramón, pero yo recuerdo su serie de dobles cascadas, con sus personajes empequeñecidos y confundidos en el lugar. O sus mochilas con paisajes, evocando la figura del caminante. Al repasar estas obras, en cambio, noto que la presencia de la figura humana es escasa, a veces casi fantasmal: un zapato, unas piernas, un rostro escondido tras el follaje de un árbol. Dejemos que esas presencias discretas, furtivos ladrones de naranjas, abandonen la escena mientras los pobladores del taller cerramos la puerta y nos vamos a casa. De noche Hay días en que, al anochecer, nada más dejar el estudio, la mente vuela enseguida hacia otro sitio. Otras veces, por el contrario, el pensamiento se las apaña para volver, subir la escalera y continuar pintando esa parte que quedó sin concluir o retocando esa otra que nos dejó insatisfechos. También sucede que de camino a casa comenzamos a dar vueltas, no tanto a las preocupaciones concretas de un cuadro, sino al sentido general del trabajo que realizamos: ¿a quién puede interesar? ¿qué puede decir a la gente?. Por la noche leemos o vemos películas en busca de referencias que orienten nuestro pensamiento y sean alimento de ideas y argumentos para los cuadros que vendrán. Imagino en alguna mesa o estante de la casa de Ramón el ejemplar de 'Walden' de Thoreau que me mostró hace algunas semanas. Ese camino de la vida autosuficiente, en el que la obtención de cobijo y alimento se presenta como un logro de la conciencia libre, parece casar con lo que muestran sus cuadros, aunque yo no percibo en ellos la veta severa y visionaria de los escritos del filósofo estadounidense. Ramón no pinta o cultiva únicamente para sí, por eso su trabajo es de otra especie. Yo pienso en Hesíodo, mostrando a su hermano el ciclo completo de trabajos y días, preparándole para la afanosa vida del campesino. Pero sobre todo pienso en Virgilio y sus 'Geórgicas'. En la época en que Roma era suficientemente grande como para abastecerse de alimentos en cualquier confín del imperio, el campo de Italia estaba, sin embargo, despoblado y descuidado. Para regenerar ese paisaje e infundir nuevos ánimos a sus pobladores se encargó a Virgilio poner en verso los usos del cultivo de la tierra y la cría de ganado y ensalzar esas actividades como parte de una vieja y sagrada cultura. El resultado es acaso el poema más hermoso de cuántos han cantado las cosas del campo, entretejidas con referencias a la historia y a la mitología, mezclando la precisión didáctica con revelaciones sobre el destino y la vida de los hombres. Se puede entresacar de la obra de Ramón también un programa, de pretensiones quizás más modestas, pero de propósito firme. Yo creo que a él le gustaría que entendamos un poco mejor eso que él conoce tan bien: el esfuerzo de hacer y saber esperar, la virtud de disfrutar con lo que se nos ofrece. Su imaginación está dispuesta a aporcar el terreno y dejar bien abierto un surco que lleve agua al entendimiento, empeñada en poner el mundo en pintura de un modo tan claro como sofisticado. Al irse a dormir, en la libreta hay ya un dibujo que será el cuadro del nuevo día. José Miguel Pereñiguez.
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