Descripción de la Exposición
El fotógrafo Javier Vila inaugura el programa expositivo de la Sala Robayera de Cudón (Cantabria) de 2021 con la muestra "El tiempo corre siempre hacia atrás". Con el apoyo del Ayuntamiento de Miengo y la Consejería de Universidades, Igualdad, Cultura y Deporte del Gobierno de Cantabria, esta exposición reúne un total de 36 fotografías en blanco y negro pertenecientes a la serie “Las heridas de la memoria”, realizada entre 1983 y 1999 en distintos lugares de la geografía española y otros países, inéditas en su mayoría, que han sido revisadas y copiadas en los últimos meses para mostrarse en esta cita individual.
En un momento en que los espacios vitales se han visto reducidos a la superficie de las pantallas, el proyecto parte de la idea de revisitar el álbum personal y volver a fijar la mirada en imágenes de origen analógico que han sufrido el paso del tiempo, pero que constituyen los apuntes de un diario íntimo que, con el poso de los años transcurridos, han ido tomando la forma de un documento poético.
Se trata, por tanto, de mostrar una selección de fotografías que capturan pequeños instantes cotidianos de la vida familiar que, vistas en su conjunto, despiertan una profunda reflexión sobre el tiempo, la memoria y la relación que mantenemos con lo vivido.
Javier Vila narra su vida capturando fragmentos que nos permiten asomarnos a la intimidad de lo que ya se fue, tal como explica Marcos Díez en el texto que acompaña el catálogo de la exposición, “porque la vida es esa cosa rara que siempre se está marchando y hay en Javier Vila un intento de apresar aquello valioso que le sucede, de retenerlo, de profundizar a través de la mirada en los acontecimientos”. Las imágenes captan, libres de artificios y con sencillez, la naturalidad del momento, toda su verdad y su belleza; de ahí su fragilidad y también su capacidad para despertar en nosotros emociones latentes desde otra gramática: “Nos identificamos con la vida que narra Javier porque nos está hablando de lo que es esencial en la existencia de casi todos. Es decir, de la proximidad, de la intimidad, de la ternura y del afecto de la gente que uno más quiere. Es en esas miradas de los otros donde acabamos encontrándonos y reconociéndonos”.
Javier Vila (Santander, 1961) se considera fotógrafo aficionado por voluntaria imposición. En 1982 finaliza sus estudios universitarios de Magisterio, momento a partir del cual realiza un itinerario formativo de la mano de fotógrafos como Manolo Laguillo, Manel Serra, Toni Catany, Koldo Chamorro, Manel Esclusa, Humberto Rivas, Daniel Canogar, Joan Fontcuberta, Bernard Plossu, Carlos Canovas o Javier Vallhonrat, entre otros. A principios de los noventa inicia su trayectoria expositiva y participa en numerosos proyectos individuales y colectivos en diferentes espacios de Cantabria, Pais Vasco, Madrid y Barcelona. Ha sido reconocido con algunos premios y sus fotografías son parte de los fondos del MAS-Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria, la Colección Norte del Gobierno de Cantabria, la Fundación Comillas o la Fundación Caja Cantabria, entre otras colecciones públicas y privadas. En 2010 pone en marcha La Caverna de la Luz en su estudio-laboratorio de la calle del Sol de Santander, un proyecto expositivo y editorial orientado a la difusión de la fotografía como medio de expresión personal (www.lacavermadelaluz.es).
A lo largo de los últimos treinta años, la Sala Robayera ha celebrado una decena de exposiciones monográficas de fotografía, protagonizadas por Pedro F. Palazuelos (1990), Darya von Berner (1992), Ian Wallace (1995), Juan Uslé (1998), Jorge Fernández Bolado (2002), Chema Madoz (2007), Alberto García Alix (2008), José Lamarca (2010), Amparo Garrido (2017) y Montserrat Soto (2020). La obra de Ciuco Gutiérrez se mostró también en el contexto de una colectiva de la Colección de Arte Contemporáneo Ciudad de Pamplona en 1997 y en 2001 se organizó otra colectiva que llevaba por título Fotografía Internacional en las Colecciones Privadas de Cantabria. Asimismo, la fotografía ha estado presente en las propuestas multidisciplinares de otros muchos artistas que han ido pasado por la sala dirigida por Juan Manuel Puente desde que el espacio abriera sus puertas a finales de los ochenta.
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LA VIDA ES ESTO
Marcos Díez
José Hierro dijo en alguna ocasión que un poeta es, tan solo, una persona normal que escribe poesía. Si preguntásemos a Javier Vila, es probable que nos respondiera que un fotógrafo no es más que persona que toma fotografías. No hay en Vila una abierta voluntad artística sino, simplemente, una necesidad irrefrenable de tomar imágenes de una realidad que tiene delante de sí y que le deslumbra. No se diferencia en ello del dibujante que lleva en la mochila un cuaderno de viaje, o del escritor que al terminar el día trata de plasmar lo mejor de lo vivido en unas pocas palabras garabateadas en un cuaderno.
Todos los seres humanos narramos nuestra propia vida, por común o vulgar que sea. O lo intentamos. Es una tarea frustrante por imposible, siempre inacabada por inagotable. Se trata de dar sentido a las experiencias que se van amontonando, de ordenar, de anclar, de evitar que los hechos efímeros se nos vayan y que nosotros desaparezcamos con ellos. Hablamos de nuestra vida sin descanso a los demás. Lo hacemos en la barra del bar, en la oficina o en el andamio, en la reunión familiar de los domingos, en el correo electrónico, en el mensaje de texto que lanzamos (a dónde, a quién) desde nuestros teléfonos móviles, en las plazas públicas del mundo virtual o al conversar con un desconocido. No hay vacaciones para eso, es un trabajo extenuante que nunca tiene fin.
¿Para qué lo hacemos? Hablar de nosotros a los demás es una manera de decir: «existo», «yo soy este», «reconóceme» y, allá en el fondo de todas las motivaciones, «quiero ser amado». Nos narramos, también, las cosas a nosotros mismos, susurramos para nuestros adentros, murmuramos secretamente en el interior de nuestras mentes para encontrar un sentido, para comprender qué nos ha pasado, qué nos ha traído hasta aquí, cómo fue el itinerario, qué sucedió en aquella intersección o en esa otra de más allá. O lo hacemos, tal vez, para retener (imposible si es que hay algo imposible) las experiencias más valiosas (esos fogonazos de luz que se escapan como el agua cristalina entre los dedos) y tratar de eludir de esa manera (¿hay otra?) la sombra de la muerte. O, quizás, para reconciliarnos con nuestra existencia, porque toda narración obliga a una labor de edición: esto lo cuento, esto lo olvido, aquello lo adorno. Y así, claro, es más fácil hacer las paces con el peregrinaje que cada uno lleva a cuestas.
Recordar es narrar. No hay persona que no lo haga, de la misma manera en la que no podemos hallar a nadie que, estando vivo, no respire. Es inevitable esa pulsión, más o menos acentuada, de intentar encontrar un sentido a las experiencias que hemos ido atravesando para poder tejer una historia, nuestra Historia. Tras esa necesidad de construir un relato vital se esconden dos dilemas que atraviesan desde siempre los corazones de los hombres: no sé quién soy (y quiero descubrirlo); no quiero desaparecer (y me agarro a la vida como puedo). Identidad y miedo a la muerte, al fin y al cabo. Esos son los conflictos que se tratan de resolver, aunque parezca una gesta imposible de lograr, a través de toda narración.
Esos relatos, algunas veces, se hacen carne en forma de proyectos que permiten ahondar en esa necesidad de trazar un camino que haga legible la experiencia del vivir. Precisamente eso es lo que hace Javier Vila, que toma fotografías con la misma naturalidad con la que respira. Vila narra su vida capturando fragmentos de lo cotidiano y construyendo con ellos un diario visual. La imagen es su lenguaje, su expresión, su voz. En El tiempo corre siempre hacia atrás, encontramos instantáneas de su vida familiar realizadas entre 1983 y 1999. Fotografías que tienen algo de frágiles migas de pan que nos permiten seguir su rastro, imágenes como mirillas por las que nos asomamos a la intimidad que se fue. Porque la vida es esa cosa rara que siempre se está marchando y hay en Javier Vila un intento de apresar aquello valioso que le sucede, de retenerlo, de profundizar a través de la mirada en los acontecimientos.
A Vila lo mueve una fatalidad, una necesidad de fijar en una imagen aquello que está sucediendo y brilla y vibra ante él: una sonrisa, un movimiento, un gesto. No es algo que elija, simplemente le sucede. Es así y no puede ser de otra manera. Por eso lleva siempre consigo una cámara pequeña, discreta, del tamaño de un gorrión, algo como una prolongación de su cuerpo. Los que le conocen se han acostumbrado tanto a la presencia de ese apéndice, que la cámara ya no la ven porque ella y Javier Vila son una misma cosa. Esa fusión, que solo se consigue a base de perseverancia, vuelve al fotógrafo invisible y convierte sus instantáneas en flechas que nos atraviesan porque captan, libres de artificios y con sencillez, la naturalidad del momento, toda su verdad y su belleza.
Sobrecoge ver dieciséis años resumidos en una veintena de imágenes. Algo se conmueve en uno al asomarse a esa fragilidad, a lo poco que queda después de todo, a la imagen detenida hablándonos como nos habla esa luz que nos llega desde una lejanísima estrella que ya no existe. Las fotografías de Vila, que tienen la gran virtud de sobrevolar por encima de su propia vida, acaban siendo un espejo en el que descubrimos cosas de nosotros. Primero miramos sus instantáneas y después, casi sin darnos cuenta, estamos viendo imágenes que guardamos en el disco duro de nuestra memoria. ¿Quién no conserva, dentro de sí, la vulnerabilidad de un niño que duerme, la alegría de una playa, un viaje veraniego, el calor de un cuerpo amigo, o a ese desconocido que tiene nuestro rostro y que nos mira extrañado desde el espejo? Nos identificamos con la vida que narra Javier porque nos está hablando, utilizando el trampolín de su experiencia particular, de lo que es esencial en la existencia de casi todos. Es decir, de la proximidad, de la intimidad, de la ternura y del afecto de la gente que uno más quiere. Es en esas miradas de los otros donde acabamos encontrándonos y reconociéndonos.
Las fotografías que componen este proyecto fueron realizadas en blanco y negro, con pequeñas cámaras analógicas y con un objetivo fijo de 50 mm. Todas juntas acaban trazando un dibujo de la familia como lugar donde se hallan las raíces de los afectos. El diario visual de Vila termina, por sedimentación, convertido en un ensayo que identifica el amor (despojado de toda sensiblería) como piedra angular de la vida, como espacio de germinación de la luz. Es difícil hablar de amor y no hacer el ridículo. Ya lo escribió Pessoa: «Todas las cartas de amor son / ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen / ridículas». Javier Vila desdice la afirmación del poeta portugués. Las fotografías recogidas en esta exposición son, a fin de cuentas, una larguísima carta de amor y no hay en esta narración, sobria y plena de autenticidad, espacio para lo cursi (que suele ser la consecuencia más inmediata del amor vacío que, precisamente por estar vacío, necesita hacer torpes aspavientos para permanecer en pie).
Vila, a través del objetivo de su cámara, tiene sin pretenderlo una mirada verdaderamente amorosa y sus instantáneas, por ello, hablan con sencillez y sin efectismos del núcleo mismo de la intimidad. Contemplando sus fotografías dan ganas de irse a vivir a un casa luminosa y blanca, apetece salir a la calle para encontrarse con la mirada de los niños, entran deseos de jugar desnudos en la playa, de vivir desde la piel. Son instantáneas, en definitiva, en las que nos zambullimos con convicción, como si quisiéramos de pronto estar allí. Si una persona, tras un día velocísimo y estresante, se situara ante esta serie de fotografías de Javier Vila, si se hundiera en ellas y las contemplara en calma y en silencio, es probable que acabase suspirando y susurrando en voz muy baja (un poco con nostalgia y un poco como aspiración): «la vida es esto».
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JAVIER VILA
Santander, 1961
Fotógrafo aficionado por voluntaria imposición. En 1982 finaliza sus estudios universitarios de Magisterio, momento a partir del cual realiza un itinerario formativo de la mano de fotógrafos como Manolo Laguillo, Manel Serra, Toni Catany, Koldo Chamorro, Manel Esclusa, Humberto Rivas, Daniel Canogar, Joan Fontcuberta, Bernard Plossu, Carlos Cánovas o Javier Vallhonrat, entre otros. A principios de los noventa inicia su trayectoria expositiva y participa en numerosos proyectos individuales y colectivos en diferentes espacios de Cantabria, País Vasco, Madrid y Barcelona. Ha sido reconocido con algunos premios y sus fotografías son parte de los fondos del MAS–Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria, la Colección Norte del Gobierno de Cantabria, la Fundación Comillas o la Fundación Caja Cantabria, entre otras colecciones públicas y privadas.
En 2010 pone en marcha La Caverna de la Luz en su estudio laboratorio de la calle del Sol de Santander, un proyecto expositivo y editorial orientado a la difusión de la fotografía como medio de expresión personal (www.lacavernadelaluz.es). Las composiciones que integran esta exposición pertenecen a la serie Las heridas de la memoria, realizada entre 1983 y 1999. Aunque se trata de un proyecto inédito en su mayor parte, algunas imágenes fueron mostradas en la colectiva El Álbum. Cuando la mirada acaricia, comisariada por Rafael Doctor, que tuvo lugar en 1997 en la Sala Canal de Isabel II de Madrid. Las fotografías que vertebran este trabajo, copiadas en papel Hahnemühle en 2021, constituyen los apuntes de un diario íntimo que, con el poso del tiempo, ha ido tomando la forma de un documento poético, planteando una reflexión sobre la memoria y la relación que mantenemos con lo vivido.
Exposición. 17 dic de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Picasso Málaga / Málaga, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España