Descripción de la Exposición Con la exposición El nido de los mirlos de Mon Montoya el Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente inicia el programa del 15 aniversario del Museo. El propósito de este proyecto es revisar y presentar al público la obra más reciente de Mon Montoya y otorgarle el reconocimiento que merece. Mon Montoya, artista español, nacido en Extremadura, reside en Segovia desde 1975. Pertenece a la generación de la transición democrática, con ansias de libertad, de recuperar el contacto con el desarrollo europeo después del aislamiento cultural de nuestro país, de conectar con las míticas vanguardias parisinas y con los movimientos extranjeros españoles de su tiempo y que trabajan para encontrar un lenguaje propio arraigado en el presente. Su obra participa del impulso renovador del arte español de los años 80. En el año 77 es descubierto por la galería la Casa del Siglo XV de Segovia, que realizará su primera muestra individual y seguirá exponiendo sus obras a lo largo de toda la trayectoria de la galería. Ese mismo año representa a España en la Bienal de Sao Paulo, seleccionado por Luis González Robles. En 1980, estará también presente en la Bienal de París, y en el 1981 en la exposición Spanish art tomorrow, que itinerará por diferentes ciudades de Estados Unidos. Desde entonces ha participado en numerosas exposiciones en España, en Latinoamérica y en Estados Unidos. Presentamos, en esta muestra, una serie de obras ejecutadas entre el año 2000 y 2012, tomando como punto de partida aquellas realizadas durante su estancia en Yaddo, la mítica residencia de artistas ubicada en Saratoga Springs, Nueva York, gracias a una beca de la Harriet & Esteban Vicente Foundation. Una obra madura que supondrá un redescubrimiento del este artista que ha hecho de la pintura un lugar de introspección individual para adentrarse en los recovecos de la experiencia humana, un refugio, un observatorio. Todo ello desde su nido, su casa, su estudio en Palazuelos de Eresma. ---------------------------------- TEXTO DE LA COMISARIA PARA EL CATÁLOGO El pintor rampante 'Un niño sube a un árbol, trepa entre las ramas, pasa de una copa a otra, decide que no volverá a bajar'. Así comienza Italo Calvino la presentación de su deliciosa novela El barón rampante. Y desde esas alturas, quizás, se podría imaginar que observa Mon Montoya (Mérida, 1947), que nada tiene de aristócrata pero tiene mucho de soñador y que mucho comparte también, curiosamente, con Marcovaldo, otro inolvidable personaje del autor italiano, cuyo amor por la naturaleza es aquel que solo puede nacer en un hombre de ciudad. No extraña, entonces, el título elegido para esta exposición: El nido de los mirlos. 'Mis vecinos en los árboles' dice el pintor de estas variadísimas y esquivas aves canoras, habitantes de los bosques y sotos pero capaces de adaptarse y vivir en los jardines metropolitanos, donde se vuelven, incluso, engañosamente domesticables. Y los añora profundamente: 'Al final de su trino queda el vacío de sus sonidos libres. Sospecho que nada ocupa sus hermosos lugares. Idos y rotos nos quedamos'. Los nidos de mirlos son, así, alegoría de la obra desarrollada por Mon Montoya en los últimos años, de ecos naturales y urbanos, de trasfondo melancólico y ejecución de apariencia espontánea, acordes a la personalidad del artista, meditabundo y evocador pero atento siempre a cualquier posible sorpresa. Viajes de ida y vuelta La exposición se inicia con un prólogo que data de hace más de una década. Entre los años 2000 y 2003, Mon Montoya viajó a China y a Estados Unidos. La distancia, física y emocional, y el descubrimiento de nuevos paisajes y estados de ánimo, y, después, el regreso y la necesidad de reubicación, se pondrían de manifiesto en un giro drástico en su trabajo. A ello contribuyó especialmente la estancia en 2002 en la Yaddo Foundation (Saratoga Springs, Nueva York), propiciada por la Harriet & Esteban Vicente Foundation. El contraste entre la placidez de su estudio en la residencia y la devastación de los emblemáticos edificios de la Gran Manzana ocurrida unos meses antes inspira las composiciones recogidas bajo el título común de The Bird House; las definiciones de fragilidad y solidez se tambalean: 'Cuando sopla la brisa, muestran la ligereza de un molinillo. La mirada, al contemplarlas, no sólo mira, juega. Sus movimientos dispersos e inesperados [...] crean un espacio distinto al que evocan las verticales de los rascacielos, alejándose en un cielo indeterminado [...]. La intersección de estas dos miradas [...] alza un mundo distinto que tiene un carácter gozoso y musical'. Las casas de los pájaros sustituyen a la ciudad herida, acogiendo a todas las almas aniquiladas. Como ocurriera en la serie Dolors (2000) y en Un lugar en mí (2001), en estas Casas de pájaros (2002) y también en Shangai (2003), la pintura se licua -y no solo porque estén realizadas con acuarela, sino también formalmente-, se ordena geométricamente, el color gana protagonismo y armonía y el conjunto se hace más narrativo, volviendo la mirada a dos antiguos conocidos -Wassily Kandinsky, Joan Miró-y observando de reojo la pintura tradicional oriental y el Expresionismo Abstracto americano. Pero Mon Montoya, el paseante 'roussoniano', regresa a casa con 'la mirada diversa' ('lo diverso supone instalar sobre el espacio algo que está en nuestro cerebro') y traslada este lenguaje a su entorno, a Segovia, de cuya observación surgen Los espíritus abandonados (2004). Y cuenta: 'Las casas más actuales de la ciudad y sus barrios más populares, a lo lejos, son las primeras líneas de formas de lo cúbico que detrás se averigua. Desde mi paseo veo las montañas y, al contemplarlas, añoro la gran ciudad que, por su resplandor en las noches nítidas, intuyo. Un resplandor gigante y amarillo surge como una boina de melancolía y misterio'. El pintor encuentra la frescura, la viveza cromática, en el bosque y en la ciudad, en las sencillas y ligeras cajas de madera que cuelgan de los inmensos árboles y en las arquitecturas más rotundas. Y, de aquellos mimbres formales y conceptuales, surgen unos años después los hallazgos argumentales y plásticos que conforman el grueso de esta exposición, compuesta por los lienzos y papeles realizados, sin apenas excepciones, entre 2007 y 2012, y en gran medida inéditos. El cultivo de la memoria En la obra de Mon Montoya existen una serie de conceptos que atraviesan, con meandros y derivaciones, el tiempo. Determinadas percepciones, que le inquietan e inspiran, se van sedimentando en su conciencia y, un día, surgen tamizadas por los sueños y pensamientos, concretándose en su imaginario. El proceso creativo, según sus propias palabras, se ha ido volviendo más pausado y contenido. La memoria es una herramienta clave para el artista, tanto como los pinceles y los lienzos. Como explicara Antonio Franco en el breve texto de la delicada publicación La más augusta de las ciudades, a propósito de los dibujos inspirados en Mérida, 'en un esfuerzo retrospectivo que nos devuelve hacia el mundo y las impresiones de su infancia, Mon Montoya juega más con la imaginación que con la semejanza, haciendo que las huellas del pasado se confundan con las imágenes creadas por la fantasía y el deseo. Su modo de proceder, espontáneo e intuitivo, se rige por la relación inmediata entre lo pensado y lo pintado y no es ajeno al modelo surrealista en su propósito de abolir la contradicción entre mundo exterior e interior. El conjunto del relato constituye a la vez un proceso de indagación en el propio siquismo y de búsqueda en la memoria personal'. De este archivo de experiencias, preocupaciones e ilusiones se nutre el conjunto de obras tituladas Capilla de la memoria (2010-2011), Casas desvanecidas, anguladas por el nefasto sustento, ido yo... (2011), Milana bonita (2011), Una mancha en la casa, crisol de dudas (2012) o Casa lugar en grúa (2012). La narratividad y el simbolismo son una vez más el punto de partida, pero el trazo tiene una vocación cada vez mayor de abstracción pura y gestual, sin perder su seguridad y refinamiento; el color negro aumenta su presencia y se condensa y ordena, distribuye las composiciones sobre fondos- que son, en realidad, superficies- plateados y azules, con golpes de color que amortiguan el dramatismo. La poesía pie a tierra Y de la memoria, a la poesía. Resulta asombrosa la capacidad que tiene el artista para retener fragmentos completos de poemas de Antonio Gamoneda, Rainer Maria Rilke, Juan Ramón Jiménez, Álvaro Valverde, Friedrich Hölderlin o José Ángel Valente, por nombrar sólo algunos de los miembros de su santoral. Cuando se le ha escuchado recitarlos, no sorprende leer la respuesta que da, precisamente, a otro poeta, José María Parreño, cuando éste le pregunta sobre el proceso de creación de sus obras: 'Siempre parto de un poema, de una idea o de una situación. Yo leo a Celan, por ejemplo [...]. A partir de ahí trato de convertir en formas lo que dice [...]. El proceso de la obra es muy claro: ante una emoción o un estímulo, empiezas por ver cuál es tu verdadera expresión, luchas por sacar cosas de dentro a afuera. A veces sí sé lo que quiero decir, pero sólo a veces. Otras es un borbotón de emoción. Uno trata de expresar algo, pero sólo sabe lo que ha expresado una vez que el cuadro está hecho'. A los artistas todo se les vuelve arte. En el caso de Mon Montoya, la lectura de un poema termina convirtiéndose en pintura. '[...] Relee el poema una y otra vez hasta hacerlo resonar, ahueca su sentido [...], se deja empapar por todas las insinuaciones que le hace el texto [...]; en cierto momento comienza a transferir su escucha a la mano (a la muñeca), comienza a escuchar el poema con la mano. Y traza signos. Es entonces cuando se empieza a materializar el cuadro'. Para él, la clave es la contención, la emoción convertida en la forma más sintética posible, incluso aunque, a primera vista, parezca que no hay moderación alguna. Y así nacen los paraísos de cenizas (2008, 2009) -con sus puzzles de animales y plantas exóticas, vistos o soñados en India-, los árboles de cenizas (2010) o El nido de los mirlos (2012). Estas obras son, quizás no por casualidad, la rama más matérica del trabajo reciente del artista, donde también se encuentran los símbolos, irreductibles, que llevan décadas acompañándole y que salpican las composiciones sin entender de técnicas ni períodos: la escalera -sempiterno homenaje a Miró-, el árbol, el ave -en forma de loro o de mirlo-, 'el tono general de la idea plásticamente expresada y metafóricamente sugerida con palabras'. La muerte, conciencia más íntima, y después La pintura ha ofrecido al artista un modo de enfrentarse al dolor. A este respecto, reconoce que, cuanto más profundo es el sufrimiento, más tiempo le lleva concluir una obra, y que estas piezas suelen ser, sin embargo, las que más satisfacción le producen. Para Mon Montoya, la muerte es la 'conciencia más íntima', un hecho consumado que solo cabe aceptar. Por ley natural y avatares del destino, se ha cruzado con las Moiras en más de una ocasión y, poco a poco, ha aprendido a convivir con su existencia, con ironía y vitalidad. De sus estallidos de rabia e impotencia, de sus 'lágrimas sin consuelo' por la pérdida de un padre o de un amigo del alma (Rafael R. Baixeras), brotaron hace décadas obras singularísimas, espitas que abrieron nuevos y prolíficos caminos de expresión. Y así ocurrió también tras la inesperada muerte de su hermano. En el año 2006, durante el viaje de regreso de Rajasthan, aún embriagados todos por el bullicio, la luz y el color de India, falleció en Petra (Jordania) Federico, su amigo, su confidente, su compañero en las tardes de toros... Se gesta entonces el conjunto de obras que formarán La gran capea. Mon Montoya ya había abordado antes el asunto taurino, llevado por su interés por lo popular, por lo atávico. La tauromaquia sería un modo de entender lo ibérico, que aúna realidad, ficción y humor. Mon Montoya vive la lidia como el aficionado que describiera Joaquín Vidal: 'los lances [...], el juego trágico que se sustancia en la arena, el aguafuerte de la violencia ancestral sometida al imperio del arte, indujeron siempre a los aficionados a filosofar sobre la vida y la muerte. [...] Cuando el aficionado medía la exacta bravura del toro según fueran su codicia, su empuje, su fijeza, su tenacidad y su riñón frente al caballo de picar, quizá él no lo supiera, pero estaba filosofando; cuando calibraba la distancia, el ritmo, el temple, la posición del pie, el porte, el cómo, y el cuándo, el principio y el fin de una suerte de muleta, estaba filosofando también'. Con esta misma actitud reflexiva, con la muerte de lejos o de cerca, se planta el pintor ante sus obras, ante los calvarios que pueblan Paraíso para contentos (2009) y Del sol y de la tierra (2007-2008), ante los símbolos de La barca de tránsito (2010), ante las figuraciones de Días de bronce dulce (2012) y, siempre, en el centro de las distintas interpretaciones de las tauromaquias (2005, 2007, 2008). En ellas se dan cita la habilidad, la potencia, el dominio, el instinto, la inteligencia, el temor y el respeto. En estas obras, todo son 'encorvaduras, sinuosidades, revueltas, recodos, torsiones, meandros, escorzos, córcovos y alabeos' ; no hay líneas rectas ni superficies intactas y en ellas, poco a poco, se va colando el gozo, la musicalidad, el preciosismo y la delicadeza que hacen insólita y radiante la obra de Mon Montoya. María García Yelo
Exposición. 31 oct de 2024 - 09 feb de 2025 / Artium - Centro Museo Vasco de Arte Contemporáneo / Vitoria-Gasteiz, Álava, España