Descripción de la Exposición
De las contravenciones
Abel González Fernández
Durante los últimos tres años han ocurrido en La Habana lo que en la jerga militar se denominan «hechos extraordinarios». Hemos recibido con aplausos al presidente de los Estados Unidos Barack Obama, hemos visto de lejos una pasarela de Chanel, hemos sido el casi inverosímil escenario de un concierto en vivo de The Rolling Stones. Hemos conocido el impacto cultural del mercado.
“Hotel Roma” (2017), una película influenciada por el contacto de Chris Marker y Agnés Varda con la Cuba de los sesenta, es la documentación privada de este impacto hecha por el artista cubano Leandro Feal. La terraza del antiguo Hotel Roma, convertida en un bar durante un año, era frecuentada por artistas, escritores, intelectuales, empresarios, millonarios estatales y privados, celebrities locales e internacionales, gente común y turistas. El efecto de la relación entre la cámara de Leandro y el sitio sabía cómo travestir a sus actores en una especie de promiscuidad tan sexual como política, donde cada cual consumía lo que le faltaba. El conservador se rodeaba de liberales, el millonario de pobreza, el turista probaba el sabor local y el comunista experimentaba la disidencia. La textura de sus fotos en este filme ha impactado tanto la visualidad de otros productos sobre Cuba que no queda claro si ha fijado o inventado los imaginarios que complementan la percepción contemporánea de la isla. Si en “¿Y allá qué hora es?” (2015-) Leandro persigue por diversos escenarios internacionales el rostro moderno y cosmopolita habanero a través del éxodo de los cubanos, en Hotel Roma se concentra en un solo punto de la ciudad para mostrarnos el mundo.
Pero durante los últimos tres años también hemos vivido la muerte y los pomposos funerales de Fidel Castro, un ser que la «Revolución» creía eterno. Hemos visto cómo Raúl Castro y Donald Trump deshacen lo que Obama y el propio Raúl Castro propiciaron, y cómo el presidente Díaz Canel atropella la gramática española en su nueva cuenta de Twitter, al clasificar, como si fuera el año 1943, de «mal nacidos por error en Cuba». Hemos luchado contra el Decreto 349, una ley distópica que intenta controlar los contenidos políticos del arte como condición de los derechos económicos de los artistas.
El arco que tensa la cuerda existente entre estas dos realidades es “De la Reforma a la Contrarreforma” (2016), una línea de fotografías en cuyos extremos se encuentran, por una parte, el desfile de Chanel, el concierto de los Rollings, es decir, el correlato público de la experiencia hedonista del bar Roma, y por la otra, la muerte de Fidel Castro. Las imágenes de esta muerte son un núcleo de trabajo importante por sí mismas, también son tan abundantes y extensas como abundantes y extensos fueron sus funerales: nueve días de duelo, intensas procesiones, ley seca de bebidas alcohólicas en las tiendas y en los bares. Por debajo de los nervios de punta y el aire represivo también había un alivio. A la mirada comprometida de las cámaras nacionales Leandro opuso la frialdad de un paparazzi. A la indumentaria militar amablemente naturalizada por la propaganda nacionalista le restableció su dureza extraña. A la honestidad de los comunistas viejos opuso el oportunismo del teatro político. Salpicó la marcialidad fúnebre con el entusiasmo festivo de la juventud asistente.
Este suceso fue el gatillo que disparó la Contrarreforma. Las alternativas no gubernamentales han sido el blanco. Una consecuencia directa de lo anterior es un decreto como el 349, que ha hecho saltar las alarmas de la comunidad artística local e internacional. Su figura legal preferida es la contravención y la tropa élite que garantizará el cumplimiento del fatídico decreto serán los “inspectores”, quienes podrán “suspender de manera inmediata el espectáculo o la proyección de que se trate, y proponer la cancelación de la autorización para ejercer la actividad del trabajo por cuenta propia, según corresponda”. Lo ideal, parece decir el 349, es que los artistas comiencen a dedicarse a la pintura de paisajes. La corrupción y la incapacidad que entraña el ejercicio de este poder arbitrario es suficiente para clasificar a los inspectores como los verdaderos intrusos. La jerga policial del acápite dedicado a los inspectores es una de prueba de ello: advertencias, multas, decomiso “de equipos, accesorios y otros bienes”.
El decreto ha vuelto a reforzar la tensión en el campo cultural cubano. Los debates que ha suscitado son la evidencia de dos lenguajes excluyentes: el democrático y el totalitario. Si hay algo en común que define la tradición intelectual en Cuba es una lucha agónica contra la mediocridad del contexto. La continuidad de una cultura conservadora y la lógica cosmopolita de la vanguardia. El intrusismo del inspector de Leandro Feal es la puesta en escena de este doble signo, una muestra para desafiar a los inspectores en cualquier parte del mundo que se encuentren, una muestra que el Decreto 349, sin lugar a dudas, hubiera censurado.
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