Descripción de la Exposición Hacia el ecuador de la década de 1990, Juan Carlos Lázaro inició una senda de progresiva retracción expresiva hasta el inaudito límite de fijar la visibilidad en el extremo canto de luz de lo invisible. El ensimismamiento de la pintura tuvo, sin duda, otros celebrantes, como Malévich, pero sin que el despojamiento en blanco perdiera el armazón abstracto de la geometría. A partir de esta raíz, décadas después, los estadounidenses Agnes Martin y Brice Marden se adentraron en este apurado camino de la animación blanca del lienzo, que así se convertía en una mera palpitación de pinceladas y reverberaciones, pero todavía sin perder una cierta configuración geometrizante. Ahora bien, ese perderse en el blanco sin perderse; es decir: sin hurtar el propio cuerpo, su carnación y su calidez, es la hazaña en la que se encuentra inmerso Juan Carlos Lázaro, que, de esta manera, desafía los cuadernos de ruta conocidos. Y es que la retracción purificadora de este pintor extremeño no se fragua, en efecto, hurtando las cualidades físicas de la materia humanamente visible, sino haciéndola palpitar a través de un casi nada, que es, por otra parte, el casi todo, lo esencial, de la pintura. Como él mismo lo ha expresado, reduce lo pictórico a una mera dicción personal de la luz y el espacio, ese horizonte infinito que hay que recorrer con las sutiles pisadas de tonalidades y matices casi evanescentes. Fueron los impresionistas los que comprendieron la irisación del blanco, logrando hacer con ello de la nieve una experiencia sensual, pero ahora Juan Carlos Lázaro nos enfrenta algo más etéreo y atmosférico, como un neblinoso vapor de entre cuya bruma nos vienen unos lejanos ecos espectrales, unos remotos destellos que se resisten a desaparecer. Si éstos se esfumasen por completo, no habría más que la pura luz de la nada, una simple expectación, pero si el blanco sudario nos hace visajes, por tenues que sean, la germinación ha iniciado su curso, hay una energía solapada, hay combustión, hay vida. En este extremo, ya no importa tanto la ubicación espacio-temporal, el dónde estamos o si vamos o venimos: sólo la palpitación, que es la luz animada, una luz con trasfondo o detrás, una nada grávida. Pero esta luz con trasfondo o con detrás ha devenido, como lo corrobora la obra última de Lázaro, un filtro que no opaca la realidad, sino que la transparenta. Es, en suma, una manera, por decirlo así, invisible para celebrar la visibilidad de lo real, que no es cualquier cosa, sino sólo lo más sustancial de las cosas: su esencia, su aroma. Al asociar lo esencial, tanto da, a un perfume o a una atmósfera, pretendo subrayar el apego y la conquista por parte de Juan Carlos Lázaro también de la dimensión física, sensitiva, de las cosas materiales que representa, aunque no sin asimismo despojar a éstas de lo más accesorio, circunstancial o, nunca mejor dicho para el caso, de su aspecto o apariencia más insustancial. Los temas, que refulgen en medio de la indeterminada luz que los envuelve, son, por lo general, en la obra de Lázaro, bodegones y paisajes, muy, en efecto, quintaesenciados, pero no sólo porque se nos muestren con un sobrio perfil casi al límite para que podamos identificar su forma, sino porque están casi siempre sometidos a un cuidado orden de regularidad simétrica y cada uno responde a un prototipo ideal, como la esfera o el cono invertido. De esta manera, son cosas, pero, a su vez, son también cuerpos ideales, y, sobre todo, lo uno y lo otro, son esencialmente pintura; esto es: son receptáculos, transmisores y reflectores de la luz, que, sin estas estaciones, sería una pura evanescencia, carecería de ritmo y vibración, una, para entendernos, nada sin nada o, lo que es lo mismo, una nadería inescrutable. Lo para mí más apasionante en la obra de Juan Carlos Lázaro es, por consiguiente, cómo nos da todos los avatares de lo humanamente visible sin el menor atisbo de prolijidad. De esta manera, sea paisaje o sea bodegón, la sustractiva o retractiva pintura de Lázaro nos proporciona todas las luces del día, cuya diferente refracción enciende diferentes colores, tonos y matices, aunque, insisto, sin permitirse jamás ir más allá de lo que la propia luz sea en sí. Sus cuadros están construidos mediante esas palpitaciones luminosas, cada una de las cuales tiene su absoluta hora cantada, su intrínseca razón de ser. Influyen en nuestro ánimo, a pesar de su sutil evanescencia, porque desprenden el aroma visual de su peculiar y única coloración. Y en ese apurado canto de luz a través del cual se nos presenta la realidad, el fulgor de las cosas titila como en una revelación. Es la revelación pictórica de lo real, que apunta a lo físico y a lo metafísico, a lo que palmariamente se ve y a lo que se entrevé, al haz y al envés de la apariencia. Por lo demás, esta cita extrema que nos propone Lázaro en el límite de lo visible, donde las cosas son y no son lo que son, nos lleva a reflexionar, por supuesto, sobre la pintura, ese signo y huella de nosotros mismos, cuerpo y alma, carne y espíritu, mortal anhelo de inmortalidad. Apurando extremadamente esta afilada perspectiva luminosa, donde se encuentran instantáneamente las dimensiones más divergentes de la realidad, los dibujos de Juan Carlos Lázaro cobran, por su parte, una poderosa singularidad al trasmitirnos el filamentoso temblor que entreteje la estructura material de cada objeto, la hirviente danza de sus atomizadas partículas, sus súbitas agregaciones, su aligerada evaporación, su dinamización meándrica. La afilada mirada de Juan Carlos Lázaro nos emplaza en el filo pictórico de lo visible, en el canto mismo de la luz, que es su límite físico, pero también su melodía, si es que, como se dice, hay una música del silencio.
Exposición. 26 nov de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Nacional del Prado / Madrid, España
Formación. 23 nov de 2024 - 29 nov de 2024 / Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) / Madrid, España