Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- Un minuto. El tiempo necesario para observar. El momento propicio para controlar los nervios. Una pausa, entre dos asaltos. ¿Fue así como el primero de junio de 1935 Baltasar Berenguer «Sangchili» derrotó en la plaza de toros de Valencia a «Panamá» Al Brown? Baltasar Sangchili inventó su apodo copiándolo de un nombre chino para que su padre no conociera su actividad secreta: el boxeo, el pugilismo, esa arte marcial en la que dos contrincantes utilizan sus puños enfundados en unos guantes que se deben al marques de Queensberry cuando en 1889 estableció las reglas todavía vigentes para regular los encuentros, para regular la lucha más antigua del mundo. Al derrotar al panameño Al Brown, Sangchili se convertiría en el primer campeón mundial de la historia del boxeo español. Al Brown, el peso gallo, el bantam que apasionó tanto a Eduardo Arroyo quien, considerando que había sido dejado en la sombra de la historia injustamente, decidió «sacarlo a luz, [...] aún a riesgo de tener que ajustar algunas cuentas con sus contemporáneos, a personas como Cocteau» (Sardinas en aceite, p. 62). Es más, Arroyo no se contentó con hacerle al púgil un retrato al óleo y varios a lápiz; investigó durante cinco años, persiguiendo la figura del panameño por todo el mundo: «Necesitaba escribir, convertirme en historiador improvisado -lo que no soy- y en novelista -lo que quise ser-» (Sardinas en aceite, p. 110). De hecho, publicó en francés en 1982 la biografía Panamá Al Brown y en 1995 Cocteau-Panamá Al Brown, historia de una amistad, una recopilación de artículos de Jean Cocteau, fotografías y caricaturas de Brown y sus rivales. «Sumegirme dentro del boxeo, vivir concienzudamente sus ritos y tratar de contarlos, de narrarlos, es para mí una necesidad. [...] Los boxeadores de quienes hablo son hombres pequeños [...]. Frágiles y endebles» (Sardinas en aceite, p. 63). Y es cierto, Mosca - 50,8 kilos, Gallo - 53,5 kilos, Pluma - 57,2 kilos... el regimiento de hombres pequeños del que habla el pintor no alcanzan los 60 kilos y está constituido por Al Brown y la cohorte de sus rivales en el ring: Émile «Milou Spider» Pladner, Eugène Criqui «Mandíbula Metálica», Gustave «Tiger» Humery, Eugène Huat «el Gato Montés», Víctor «Young» Pérez, todos luchadores solitarios encerrados entre las doce cuerdas del cuadrilátero donde sólo existe la victoria o la derrota. En Bantam, la obra de teatro que escribió en 1986, el pintor dramaturgo rinde homenaje a Eugène Huat (que disputó 350 combates y se convirtió en mánager), a Émile Pladner (que conoció la gloria de ser durante 45 días el campeón del mundo de los pesos mosca y quedó ciego después de 153 combates) y Eugène Criqui (mutilado de guerra, convertido en un golpeador temido, primer campeón mundial no anglosajón al obtener el título de peso pluma, murió mudo y miserable) en una atmósfera de tragedia clásica; pone en escena a esos púgiles que, después de haber sido campeones se hundieron en la miseria y acabaron combatiendo contra la desdicha. Eduardo Arroyo insiste en que el transcurso de la vida de Al Brown no es lo realmente singular: nació pobre en Colón en 1902, su éxito y su fama no se desmintieron en París (una de las ciudades faro del mundo pugilístico en aquella época) y fue entre 1929 y 1935 un extraordinario campeón negro que derrotaba a todos sus adversarios, hasta su encuentro con Baltasar Sangchili. Murió en 1951, enfermo, pobre y abandonado por todos, incluso por su amigo Cocteau. Según Eduardo Arroyo, la singularidad de Al Brown está en que además de ser el más hermoso peso gallo de la historia del pugilismo y la encarnación del exilio, el panameño fue «un artista, un bailarín, un poeta». Otro personaje clave de la galería de retratos de púgiles poetas de Arroyo es Fabian Avenarius Lloyd, que eligió el apodo de «Arthur Cravan» al llegar a París en 1909 donde se hizo poeta («el poeta de pelo más corto en el mundo»), y precursor del dadaísmo con sus provocaciones en lo literario y en lo artístico. Físicamente, estaba en el polo opuesto de Panamá Al Brown si nos fijamos en el retrato que hacía Gabrielle Buffet de él: «Medía más de dos metros. Su cuerpo de atleta, admirablemente proporcionado, sostenía una cabeza olímpica, pero sus ojos tenían a menudo una vaga y extraña expresión». Huyendo de la Primera Guerra Mundial, abandonó Francia y a finales del año 1915 se afincó en Barcelona donde se consideraba el boxeo un deporte elegante y se organizaban combates en sitios variados donde acudía mucha gente -en el Iris Park, 179 calle de Valencia, por ejemplo, donde Arthur Cravan que ejercía ya de boxeador, hizo de arbitro-. El 23 de abril de 1916 tuvo lugar el gran combate entre Jack Johnson, «campeón del mundo, negro de 110 kilos», y Arthur Cravan, «campeón de Europa, blanco de 105 kilos» según reza el cartel (uno de los numerosos de los primeros cuarenta años del siglo XX que obran en manos de Arroyo). Cravan fue derrotado en el primer asalto. Dicen que dos años más tarde Arthur Cravan desapareció en algún lugar del Golfo de México, durante una travesía por el Atlántico. Pero su cuerpo nunca fue encontrado, y, según escribe Arroyo en Minuta de un testamento, «los poetas [...] son mentirosos, sobre todo si como Arthur Cravan son poetas y boxeadores al mismo tiempo». Por eso el pintor, que no cree en esta tesis, había proyectado «[...] escribir un relato donde se demostrara que [...] el poeta, que siempre estuvo iluminando y dominando la escena, feneciera en el más cruel de los anonimatos, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, en Castelldefels, un pequeño pueblo de pescadores [...]». Así desaparecía el mentiroso poeta y boxeador. «Dejadme reír, reír, pero reír como Jack Johnson...». Arroyo todavía no ha escrito esta novela pero sí ha plasmado en diez dibujos, varios grabados y una escultura la figura obsesiva de la derrota de Cravan, traduciendo al lenguaje pictórico el dolor y el agotamiento del cuerpo del coloso. Tenía trece años Eduardo Arroyo cuando nació su fascinación boxística, cuando descubrió «una realidad amarga: el boxeo sí era un deporte, pero también, y sobre todo, era un terreno de sufrimiento; en cuanto al cuadrilátero, metáfora de un cuadro virgen, pronto se convertiría en una superficie cubierta de agua, sangre, resina, polvo y sudor». En el Estadio Metropolitano de Madrid, junto con cincuenta mil espectadores, esperaba que el madrileño Luis de Santiago le robara a André Famechon el título de campeón de Europa de los pluma. Admiraba al púgil español «provisto de una inteligencia y de una calidad técnica envidiables. Era hermoso verlo con sus esquivas, buscar la apertura y meter por ella el puño derecho o el gancho de izquierda para alcanzar el rostro o el hígado de su adversario. Yo creía que él iba a ganar el combate y, como yo, el abarrotado estadio» (Knock-out, Bantam e altri scritti sulla nobile arte, p. 19). Pero con sus veintiséis años, sus brazos largos y potentes, el destacado Raymond Famechon destruyó al contrincante en menos de diez minutos. Pese a la victoria, la vida ejemplar de aquel luchador fue un fracaso y terminó en el olvido. A través de unas fotografías en blanco y negro, a medio camino entre la añoranza y el homenaje, aparece un abanico de recuerdos, aunque no vividos por el pintor, y en particular los que se refieren a «Kid» Tunero. Evelio Mustelier, el cubano que nunca tuvo un título a pesar de haber ganado a cuatro campeones mundiales, pronto se convirtió en un auténtico ídolo en Francia, donde contrajo matrimonio, si bien en Cuba seguía siendo un desconocido. En Barcelona donde vivió y murió Mustelier, Arroyo compró álbumes fotográficos que habían pertenecido a Kid Tunero y donde «quedaban retratadas las risas y la felicidad» (Minuta de un testamento). La exposición en el MuVIM nos proporciona unos clichés del púgil retratado con Ernest Hemingway en la Finca Vigía. El gladiador y el escritor se habían hecho amigos y este último decía que aquel Caballero del ring era «simple y puro como el pan y el oro». En 1967, Arroyo aprovechó la ocasión de un viaje a Nueva York para encontrarse con Nat Fleischer, autor y editor de la anual Biblia del pugilato en la redacción de The Ring 130 West 37th street. Allí le llamaron la atención los yesos blancos de puños cerrados descomunales: los de Dempsey y de Joe Louis. Amigo personal de boxeadores, Arroyo visitaba a menudo en París a Yanneck Walzack; el viejo gladiador retirado, amigo de Marcel Cerdan, se había comprado en los años cincuenta un bar (Café des sportifs) en el distrito 15, bastante cerca del estudio del pintor en La Ruche, que todavía existe tal como era, con sus paredes pintadas de un curioso color marrón. Arroyo le ha dedicado un tríptico al óleo donde aparece rodeado de dos símbolos de su vida, dos auténticos collages: la pera, uno de los aparatos más destacados en el entrenamiento, y el tenedor, posiblemente de La Chope du nègre, el café ubicado cerca del periódico L'Auto, y donde se reunían los boxeadores en los años treinta. Ha frecuentado a un joven boxeador cuando todavía estaba en activo, el campeón del mundo de semipesados Darius «Tiger» Michalczeswsky; solía ir a verlo boxear en Alemania con su amigo el pintor Bruno Bruni. El púgil de origen polaco ha escrito en el 2004 la historia de su vida Stärker als die Angst [Más fuerte que el miedo]. Lo han hecho también Ray «Sugar» Robinson, Tiberio Mitri, Max Schmeling, «Dum Dum» Pacheco, Jack Johnson... En estos libros cuentan la dieta y el entrenamiento, su lucha contra el tiempo, con el sonido de la campana que les avisa que ha llegado el momento de iniciar el asalto o de concluirlo, contra el peso ya que el no entrar el boxeador en el rango de peso establecido significará no poder calificarse para el evento. Estas memorias hilvanan la retahila de los estragos corporales, de todos los golpes dados y recibidos: directo, uppercut, swing, bolo-punch. Hablan del ungüento cuya aplicación aceitosa sobre las cejas y el resto del rostro del boxeador es cosa usual porque hace que se deslicen los guantes del oponente en el momento del impacto. Pero luego durante el combate el ungüento se mezclará con el sudor y la sangre de las heridas y le hará la vista borrosa. Ellos fueron partícipes, testigos directos de la contienda, de la victoria y de la derrota; pero también escriben los observadores, los periodistas, los literatos: Cocteau, por supuesto, y Ramón Gómez de la Serna, Norman Mailer, Joyce Carol Oates, Ignacio Aldecoa, Jack London, Víctor Hugo (quien describe un combate estremecedor en L'homme qui rit). David Remnick, el director de The New Yorker evoca en Rey del mundo su visita a Muhammad Ali: «Me metí en el boxeo -comentó el púgil- porque me parecía el modo más rápido con el que un negro podía abrirse camino en Estados Unidos». Estos autores, y muchos más, están reunidos en la amplia biblioteca pugilística que Arroyo ha constituido a lo largo de su vida. Unos cuantos volúmenes de este auténtico tesoro forman parte de la exposición que se celebra en el MuVIM. Está claro, Eduardo Arroyo, pintor literario, no esconde su ansia de apasionado coleccionista, establece intercambios entre la pintura y el boxeo sin perder su honda pasión por la literatura, inserta guantes de boxeo en el rectángulo de sus ex libris porque sabe de pugilismo y de trofeos, esos objetos símbolos que hablan de angustia y de melancolía, que elogian la derrota. Al respecto, el dibujo del blasón de Panamá Al Brown en su tarjeta de visita es tan ejemplar como conmovedor: una corona domina un guante de boxeo abierto, una palangana, un gallo, un banco, otros tantos elementos del rito épico. Otro utensilio muy útil es el espejo; en él, el púgil puede controlar el baile de sus pies, puede observarse y estudiar su guardia, corrigiendo los huecos que forman al lanzar un golpe cualquiera. Acaso llegue a contemplar las amenazas del envejecimiento, esa tragedia que atenta contra el cuerpo, única riqueza del contendiente. El pintor también se observa en su cuadro-espejo, a veces ve incluso que el cuadro no se presenta a la cita y un impulso lo lleva a escapar de su oficio, a huir de su propio cuadrilátero. Entonces se sumerge una y otra vez en su pasión pugilística: luces y sombras, gloria y olvido. Suena la campana. El cuadro le espera.
La exposición está una articulada a partir de la colección de libros, impresos y fotografías sobre boxeo de la colección de Eduardo Arroyo, así como de obras realizadas por el artista (dibujos y pinturas), dedicadas a las figuras más significativas del cuadrilátero, presentará ese particular universo, hoy ya casi desaparecido, en el que un deporte de gran dureza, que exigía una gran preparación física, se conjugó con la literatura, el arte, el mundo de los negocios (en muchas ocasiones absolutamente turbios) y la auténtica realidad existencial. Eduardo Arroyo, apasionado del boxeo y, en consecuencia, gran conocedor de todos los vericuetos y actos de esa peligrosa tragedia estructurada en asaltos, ha realizado a lo largo de su carrera toda una galería de retratos pugilísticos en la que, como se ha escrito, reconoce, como artista y aficionado, la distancia justa, la geometría de lo que se dibuja en el cuadrilátero... . Y en esa galería, destacan personas que, históricamente, representaron mucho más que unos simples gladiadores que pelearon por la bolsa: Jack Johnson, Yanek Walzack, Arthur Cravan, Kid Chocolate o Panama Al Brown. Como ha afirmado el propio Eduardo Arroyo: El ring es un hombre solo. El boxeador es un hombre solo. El ring es un cuadrado blanco, marcado por la sangre, el sudor, el agua y la resina donde se representa el drama. Sangre, sudor, lágrimas. Éxitos raros y fracasos frecuentes. Una toalla vuela como una paloma derribada por un disparo . La exposición incluye alrededor de cien obras entre las cuales varios dibujos a lápiz ( Panama, Arthur Cravan après son combat contre Jack Johnson, Jack Johnson, Emile Di Christo, Juan Albornoz Sombrita boxeador, Pierre Montané champion d Europe...) y litografías (Saverio Turiello, la Pantera de Milán, Jocs d Olímpia, Direct Panama...), unas pinturas al óleo (Cerdan, Raymond Famechon...), numerosas fotografías del archivo personal del pintor (Panama Al Brown haciendo guantes con uno de sus sparrings en París, Al Brown y Young Pérez antes de su combate en París, Campeonato del mundo Al Brown-Sangchili, Valencia, 1935, Al Brown se entrena en Valencia, Al Brown y Jean Cocteau, Al Brown y Maurice Chevalier en 1938, Jack Johnson contra Arthur Cravan en la Monumental de Barcelona, 1916...) así como varios artículos de Jean Cocteau y primeras ediciones de libros de Hemingway. En su colección de libros boxísticos destaca Antonio Ruiz, que Ramón Gómez de la Serna dedicó, en 1926, al boxeador de Vallecas que llegó a ser campeón de Europa de los pesos pluma. Obran en su poder las autobiografías de Sugar Ray Robinson, Tiberio Mitri, Dariusz Michalczeswki, Dum Dum Pacheco, páginas manuscritas de Jean Cocteau dedicadas a Panamá Al Brown. Y, asimismo, carteles de los primeros años del siglo XX y retratos fotográficos de Ernest Hemingway con Kid Tunero. Esta exposición celebra un deporte que como competición y espectáculo es, no sólo una de las actividades más antiguas del mundo, sino un elemento de la cultura popular moderna. Arroyo nos invita a emprender el recorrido por esa pasión tan suya y jamás desmentida Eduardo Arroyo nació en Madrid el 26 de febrero de 1937. Cursó estudios primarios y secundarios en el Liceo Francés y en el Instituto de Nuestra Señora de la Almudena de Madrid. Posteriormente ingresó en la Escuela de Periodismo. Con la idea de poder abandonar cuanto antes la atmósfera irrespirable de la España franquista, adelantó su ingreso en el ejército para cumplir el servicio militar obligatorio. En 1958 se trasladó a París con la intención de dedicarse al periodismo. Sin embargo, no tardó en interesarse por el poder de la imagen y su inteligibilidad inmediata. Así, en 1960 participó en el Salón de la Jeune Peinture. Rechazando tanto los dogmas artísticos como la arbitrariedad política, se convirtió en uno de los principales inspiradores del movimiento denominado Figuration Narrative. Su obra pictórica, que ofrece periodos violentamente críticos y otros más humorísticos, se basa siempre en la alquimia del collage: «Es precisamente ese aspecto serial, fragmentario, dividido, esas diferencias estilísticas, esas mezclas... toda esa incoherencia es la que constituye, finalmente, la coherencia de mi obra», afirma el pintor. Un eclecticismo deliberado lo ha llevado a trabajar también con otros materiales y es así cómo las técnicas de la estampa, la cerámica o la escultura hacen que vuelva al óleo y al lienzo con más fuerza aún. Su pintura es literaria y autobiográfica. Sin embargo, no renuncia a la escritura: es autor de la biografía Panamá Al Brown; de la obra de teatro Bantam; de la colección de reflexiones titulada Sardinas en aceite; de la obra El Trío Calaveras, Goya, Benjamín, Byron-Boxeur, de Un día sí y otro también, un diario pintado-escrito.
Exposición. 13 dic de 2024 - 04 may de 2025 / CAAC - Centro Andaluz de Arte Contemporáneo / Sevilla, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España