He tenido la fortuna de seguir de cerca la obra de Matilde, y siempre me ha parecido que sus cuadros surgen desde donde debe hacerlo el arte. De la intensidad de lo vivido, la voluntad por conocerlo, desvelarlo, y de la necesidad de expresarlo. Cada cuadro es único, contiene parte de una vida, hurga en lo profundo y se muestra desnudo; en la suma de todos se reconoce a la persona, el objeto de búsqueda en todos ellos, desgarrada en múltiples partos.

A esto se suma la capacidad de trasmitirlo, para narrar ha generado un lenguaje propio, trenzado íntimamente con la vida, con la experiencia personal. Un lenguaje que, alejado de lo disciplinar, de lo ortodoxo, explora en un mundo propio, el ... único válido. Se nutre de los recuerdos, los sentimientos, lo inconsciente, y los maneja de una forma natural, casi ingenua, a pesar de lo desolador en ocasiones de su contenido, consiguiendo siempre una transformación optimista, cálida, vital.

A veces imagino el fértil y mágico universo de Macondo, sumergido en su apocalíptico final en la condena a los cien años de soledad, emergiendo de repente, desde la fecunda soledad de Matilde; surgiendo de las telas de los abanicos donde primero asomó, para ir poco a poco expandiéndose, consolidándose rotundo, cercano a la materialidad de los objetos, la expresividad de los colores, a la música que trasmite, a la ternura, a la vida, todo con una enorme elocuencia.

La sinceridad con que cada experiencia se cuenta convierte a este lenguaje en algo universal, por eso nos llega directamente, por eso nos reconocemos en sus símbolos y nos toca en lo esencial, en aquello con lo que trabaja: la necesidad de conocerse, la piel que siente, los ojos que descubren, el corazón que late; los quereres.

Si los primeros cuadros me sorprendieron con una intensidad fulminante, y parecía difícil que con esa fuerza siguiera cada uno de ellos contándonos nuevas historias, ahora ya no imagino que callen.

Gracias por conmoverme con ellos, por el disfrute que supone. Gracias por todo, Matilde, amiga.