Descripción de la Exposición
La obra de Concha Martínez Barreto (Fuente Álamo, Murcia, 1978) destaca por su fidelidad a un núcleo de temas y obsesiones que, mediante técnicas muy diversas, se instalan ineludiblemente entre el pasado y lo vivencial. Lejos de tener un carácter meramente confesional, en su obra prevalece la ocultación y el misterio, mostrando la dificultad de acceso a los temas principales que entretejen su trabajo: temores, anhelos y tristezas.
"Cuando acaba el día" remite a un tiempo nocturno, entendido como ese lugar de soledad y despojamiento de lo superfluo donde la artista se reencuentra con el pasado, con lo escondido, con los miedos más primarios, tal vez no tan alejados de los de nuestra infancia. Todas las obras de la exposición convocan miedos y deseos, afectos y traumas: unas cartas que al borrarse se reescriben; unas pinturas que ocultan más que muestran; el nido inapreciablemente amalgamado con veneno; los días y sus vacíos; unos pájaros que aletean desesperados por no caer; las miradas de los durmientes profundamente excavadas en el tiempo o la cabaña que es a la vez refugio e intemperie… aluden, todas ellas, a la incertidumbre y a cómo el desamparo habita en el centro de la noche.
Este proyecto concebido para el MARCO es el más ambicioso en la trayectoria de Martínez Barreto, y está articulado, como es habitual en sus exposiciones, a través de trabajos pictóricos, fotográficos y escultóricos. En cuanto a la pintura –parte esencial de su obra–, se presentan obras de nueva producción que sirven como una especie de hilo conductor entre todas las piezas.
CUANDO ACABA EL DÍA
“En nuestros sueños de la noche, hay siempre una casa en la que uno vive solo”.
Gaston Bachelard, La tierra y las ensoñaciones del reposo
Durante toda mi vida no he dejado de traer el pasado a mi obra, como si siempre tuviera algo que reparar, exorcizar o amarrar. Hablar de mi trabajo me resulta muy complicado porque parece que este solo hablara del silencio, de lo indecible, o de lo que solo logro escuchar en la quietud de la noche. El día que acaba, del título de esta exposición, no remite pues a la idea de final, sino a la apertura de un tiempo –el nocturno, o el del silencio– en el que vuelven muchas cosas: el pasado, la infancia, el miedo, lo oculto. Como si existiera un momento en la quietud donde fuera posible romper una membrana tras la que afloraran los miedos y anhelos más primarios, tal vez no tan alejados de los de nuestra infancia.
“Dear Baby, I have been coming down every night”, es el mensaje que rescato de unas viejas cartas tras eliminar lo superfluo. De la misma manera, la noche, la soledad, es el lugar donde nos desprendemos de lo prescindible para adentrarnos en lo más hondo. Pascal Quignard señaló que a la discontinuidad de los días, se opone la continuidad de la noche. Que el soñador, al cerrar los ojos, al entregarse a la noche, alcanza lo que no tiene duración. Puede que fuera esta noche germinal la que hizo a nuestros antepasados buscar lo más profundo de las cuevas para plasmar las imágenes de sus deseos y miedos, porque tal vez solo en la oscuridad pueden convocarse el temor y la esperanza.
La imagen del nido es algo que siempre me acompaña. Sin duda tiene que ver la atracción que siento por esa oscuridad de las cuevas. Pero los nidos amalgamados que muestro en este proyecto se asemejan además a racimos de pechos, vaginas o sepulcros que parecen hablarme a la vez de vida y muerte. Si bien el simbolismo del nido suele relacionarse con la intimidad y la protección, la estructura que he realizado en estos nidos –al modo de los que construyen los aviones, un tipo de golondrina– me dirige a la idea de sepulcro-cuna a la que aludiera Gilbert Durand. “En toda gruta maravillosa subsiste algo de la caverna del terror”, argumenta. “Se necesita una voluntad romántica de inversión para llegar a considerar la gruta como un refugio, como el símbolo del paraíso inicial”. En un sentido más amplio, Gérard Wajcman señala en La casa, lo íntimo, lo secreto, que la morada nos ayuda a crear opacidad y que con esta nace para el hombre la posibilidad de la sombra y del secreto. Esta imagen es importantísima en mi trabajo. En un sentido figurado, en mis pinturas genero esa opacidad –y, por tanto, la sombra y el secreto– a partir de fotografías cuyo significado me queda velado: el uso de imágenes anónimas, de las que no sé nada, me sirve para dar cuenta de lo que no puedo comprender, de lo no asimilado, de lo indescifrable, lo temido o lo indecible. De alguna manera, en mis pinturas hay siempre una lucha entre contrarios, entre ocultar y mostrar, entre el equilibrio y el trauma.
En Nidos ocurre algo parecido, confluyendo imágenes de vida y muerte, de protección y fatalidad. En su interior, mezclado con el barro, he dispuesto una pequeña cantidad de imidacloprid, letal para las aves, que actúa sobre su sistema nervioso y les produce –en cuestión de horas– una disminución considerable de peso, letargo y desorientación, pudiendo causar su muerte con tan solo unos días de exposición. Como indicó David Lynch, “la casa es el lugar donde todo puede ir mal”. El peligro no sólo está afuera, sino que puede surgir en el interior del hogar, y los muros aparentemente de refugio pueden dar paso a los de la opresión o tragedia.
Tanto la oscuridad de la casa como su potencial capacidad para aislarnos es un tema recurrente en algunas de mis obras. En un poema clásico del Romancero español, se cuenta que un prisionero no sabe cuándo era de día y cuándo de noche sino por un ave que cantaba al alba que mató un ballestero. A veces la casa, lo doméstico, me parece ese espacio que nos incomunica con el exterior, donde el tiempo parece transcurrir de una manera diferente al tiempo del afuera. En Los días, hay un intento por conectar con ese tiempo de la vida que fluye, en contraste con el tiempo de lo íntimo y doméstico, que pareciese no discurrir o hacerlo con una cadencia muy distinta. Durante años he sentido que los días no tenían un límite claro, que la textura del tiempo del hogar, con toda su densidad, no tenía que ver con la de la vida no detenida de fuera. No es esta obra en realidad un intento por querer contar los días, sino por querer encontrar un orden donde parecía no haberlo. Buscarlo a través de las historias no vividas, de las experiencias negadas, tiene algo de reparador. Con cada historia, algo acaba en un día concreto: un viaje, un naufragio –tema precisamente tan presente en mi trabajo–, una catástrofe… Tiempos, en definitiva, llenos de luchas y acontecimientos, que acaban. Esta idea de final refuerza mi intento por ordenar el tiempo íntimo, sin aparente estructura, en el que siempre puede ser de noche, o ésta puede sobrevenir en cualquier momento. Gilbert Durand señaló en Las estructuras antropológicas de lo imaginario que, en la tradición popular, lo nocturno se relaciona con los animales o monstruos diabólicos que se apoderan de nuestros cuerpos y almas, con tal poder que “las tinieblas nocturnas constituyen el primer símbolo del tiempo”, de manera que “en casi todos los primitivos, como entre los indoeuropeos o semitas, se cuenta el tiempo por noches y no por días”. Pero cuando la noche se sucede sin orden, el tiempo se vuelve difícil de contar.
En mi búsqueda de historias, hay días con vacíos, de los que no he podido encontrar nada, en los que no ha acabado nada. Estos huecos, están en realidad ocupados por unas palabras de Ramón Gómez de la Serna, que solo brillan en la oscuridad: “Era tan niño, que creía aún que el arco iris quería decir que se acabó la tormenta”, como si en el vacío, por el hecho de conectar con los temores más primarios, se sintiera la añoranza por una época –la niñez– en la que el pasado aún no tiene el mismo peso y los problemas no parecen sobrevivir a la travesía de la noche. Una época en la que, al amanecer, pareciera que cada día podía comenzar nuevamente desde cero.
Hay una obra, Arbolillo, en la que vuelvo a abordar el tema de la casa y lo doméstico con toda su ambivalencia. El nombre de esta obra proviene de una técnica actualmente prohibida, el arbolillo, usada tradicionalmente por los silvestristas para atrapar pájaros. El sistema de captura era simple pero tan eficaz como dramático: en un entorno de poca arboleda se instalaba un árbol artificial junto al cual, en una jaula, un pájaro cantando servía de reclamo para que otros se posaran en ese “arbolillo” cuyas ramas eran en realidad pesadas varetas metálicas impregnadas de pegamento, de manera que el pájaro que se posaba en busca de reposo quedaba adherido. Al intentar retomar el vuelo, el pájaro no podía elevarse por el peso de la falsa rama y caía a tierra. En esta obra muestro unas pesadas ramas de plomo, caídas en el suelo desde una vieja rama muerta. Donde parecieran haberse resquebrajado, unas pequeñas gotas de cristal tallado quieren dar muestra de la fragilidad de toda casa. Junto a esto, unos vídeos, dispuestos en forma de la estructura clásica de tríptico tantas veces usada en los retablos medievales, muestran a unos pájaros en su lucha por salir de la trampa. Editados a partir de un vasto material videográfico cedido por un grupo de silvestristas, suprimo todo el proceso de preparación de la trampa para resaltar los momentos de posado y caída. Si en otras obras, como en Nidos, he tratado el tema de la casa (casa-nido-árbol) como el lugar que parecía seguro y puede tornarse hostil, aquí voy más allá introduciendo el símbolo de la caída, con el que he trabajado en otras ocasiones. La dramática caída de los pájaros aparece como una especie de fatalidad, como una lucha contra el destino: el lugar donde se busca refugio y descanso y que se convierte en una trampa que impide el vuelo, que arrastra a la caída. En los vídeos se muestra a los pájaros en su lucha agitada por evitar caer. La caída, o más bien la posibilidad de ella, es, sin duda, una de las principales angustias humanas, y Bachelard la relaciona con los símbolos de las tinieblas y la agitación. Como señala Durand, atendiendo a estudios de Béjterev y María Montessori, desde nuestro nacimiento ya estamos sensibilizados por la caída: “El movimiento demasiado brusco que la comadrona imprime al recién nacido, las manipulaciones y desnivelaciones brutales que siguen al nacimiento, serían al mismo tiempo que la primera experiencia de la caída, la primera experiencia del miedo”. La caída parece quedar así fijada en el inconsciente humano, y no en vano despertamos ansiosos en la noche ante el sueño del precipicio o el abismo, del que despertamos, tal vez como los pájaros, con un aletear desesperado.
Junto a la caída, perderse es otra de las angustias primarias. La última de mis obras, Casa, se presenta en este sentido al final de la muestra como un refugio en medio de la soledad. Como señala Bachelard en La tierra y las ensoñaciones del reposo, “la casa es para nosotros un abrigo evidente (…) La casa iluminada es el faro de la tranquilidad soñada. Es el elemento central del cuento del niño perdido”, en el que la luz de una ventana a lo lejos puede interpretarse como la salvación. Sin embargo, vemos cómo en el cuento popular, a menudo lo que los niños perdidos asumen como refugio esconde en realidad la amenaza. De nuevo esta es, así, una obra llena de contrarios, donde se confrontan la inmensidad y la intimidad, lo bello y lo siniestro. La cabaña, que parece refugio, resulta en realidad que no puede contener nada –desbordada por el paisaje–, o tal vez pueda contenerlo todo.
El tiempo en la casa es algo que ha ocupado una parte central en mi vida, como en cierto modo reflejo en Los días, sintiendo que todo el mundo se concentrase allí dentro: “La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo”, escribió Borges. Al acercarnos a la ventana de la cabaña, descubrimos la misma casa en miniatura, sin saber si somos nosotros los que observamos o los observados. De niña tenía además una obsesión recurrente cuando tras el presentador del telediario aparecían, en una mise en abyme, innumerables televisiones, una dentro de otra, cada vez más pequeñas, hasta que pronto ese bucle era imperceptible pese a saberlo infinito. Sobre este concepto de la repetición, me resulta muy relevante la idea de Bachelard de que el hombre necesita de una casita dentro de la casa grande, “para que podamos encontrar las seguridades primeras de la vida sin problemas”, relacionándolo con la protección uterina. Para él, los refugios tienen que ver con el regreso a la madre (“todos los lugares de reposo son maternos”). Esta idea de la casa onírica de Bachelard puedo a su vez relacionarla con la cabaña Walden, modelo a partir del que realizo esta obra, por simbolizar el arquetipo de casa para retiro porque, como apunta Bachelard, “nuestra ensoñación quiere su casa de retiro, y la quiere pobre, tranquila, aislada”.
Pero de manera contradictoria con el concepto de la casa como el espacio de la protección, la imagen de la casa que se repite dentro de otra –tal vez hasta el infinito–, me resulta asimismo, en la línea de lo que apunta Freud, siniestra. Tras la ventana de este refugio no está lo que esperábamos –la cama, la lámpara, el fuego– sino la vastedad del mundo, la soledad del bosque y, en el centro, la misma cabaña y el misterio opaco de qué hay tras esa otra ventana en la que se vislumbra una sombra. En esta obra aparecen por tanto todos los contrarios que suelen conformar mi trabajo, pero puede que, en última instancia, pueda entrever un paisaje más sereno, que tal vez quiera hablar de una búsqueda, si no de paz, sí de perdón, luz o sosiego.
Si bien Francis Bacon dijo que los niños tienen miedo a la noche y los mayores a la muerte, el primero no desaparece nunca en nosotros, sino que, como señaló Freud, “nada tenemos que decir de la soledad, del silencio y de la oscuridad, salvo que estos son realmente los factores con los cuales se vincula la angustia infantil, jamás extinguida totalmente en la mayoría de los seres”. La noche, entendida como ese lugar de descenso y silencio, es el lugar –sin duda tan parecido al arte– en el que relacionarnos con lo que ha sido evitado. Es la puerta para conocer nuestras angustias, tristezas, anhelos, miedos o delirios y puede, paradójicamente, que nada arroje más luz sobre nosotros que esto.
Concha Martínez Barreto
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SOBRE LA ARTISTA
La obra de Concha Martínez Barreto (Fuente Álamo, Murcia, 1978) aborda temas relacionados con la memoria, la muerte y el vínculo. A través de técnicas y medios muy diversos, indaga en el pasado dejando constancia de la dificultad de toda rememoración y, a la vez, de la importancia de mostrar los fragmentos, las huellas que deja el tiempo.
Con un marcado carácter autobiográfico, su trabajo constituye un ejercicio de desnudez, en el que lo extraño y enigmático hablan de cuánto hay de incomprensible o inefable en la vida. Usando una poética con la que da cuenta de cómo el pasado configura nuestras vidas, la artista opera como una arqueóloga que revelase capas que permanecían ocultas, mostrando la profundidad del tiempo, las heridas, el amor y, en definitiva, las raíces en las que se ancla la identidad. Toda su obra se vuelve así una mirada hacia el interior, una indagación en el deseo, los temores y conflictos, conformando en cierta manera un imaginario de todo aquello que somos y que nos resulta difícil revelar ante nosotros mismos.
Entre sus exposiciones más recientes, se cuentan Letters I didn’t write (Charlie Smith London, Londres, 2020); y un buen número de muestras colectivas, como Art on Paper (Galería Víctor Lope, Amsterdam, 2023); VOLTA Basel (Galería Víctor Lope, Basilea, 2023); Here, Now (Galería Víctor Lope, Barcelona, 2022); Lucha de gigantes (Fundación Casa de México, Madrid, 2022); Luxembourg Art Week (Galería Víctor Lope, Luxemburgo, 2022); Taking Flight (Berkshire Botanical Garden, Massachusetts, 2021); Reencuentros (LAB-ART Studio, Barcelona, 2021); Estampa XXVIII (Galería Víctor Lope, Madrid, 2021); VOLTA Basel (Charlie Smith London, Basilea, 2021); Mapa-Territorio-Región (Palacio de San Esteban, Murcia, 2021); Estampa XXIX (Galería Víctor Lope, Madrid, 2021).
Exposición. 31 oct de 2024 - 09 feb de 2025 / Artium - Centro Museo Vasco de Arte Contemporáneo / Vitoria-Gasteiz, Álava, España