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Creador de distancias

Exposición / La Gallera / Aluders, 7 / Valencia, España
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Cuándo:
11 ene de 2007 - 04 feb de 2007

Organizada por:
La Gallera

Artistas participantes:
Amparo Tormo
Etiquetas
Instalacion  Instalacion en Valencia 

       


Descripción de la Exposición

Al otro lado
[Un intento de mirar lo que Amparo Tormo da a ver]
“Lo que vemos no vale –no vive- a nuestros ojos más que por lo que nos mira” [1].

Claude Lévi-Strauss señala que un carácter propio de la pintura no figurativa consiste en una exploración metodológica de la contingencia de ejecución, que se pretende convertir en el pretexto o en la ocasión externa del cuadro:

“La pintura no figurativa adopta “maneras” a guisa de “temas”, pretende dar una representación concreta de las condiciones formales de toda pintura. De esto resulta, paradójicamente, que la pintura no figurativa no crea, como lo cree, obra reales –si no más– como los objetos del mundo físico, sino imitaciones realistas de modelos inexistentes. Es una escuela de pintura académica, en la que cada artista se afana en representar la manera como ejecutaría sus cuadros si, por casualidad, los pintase” [2].

Es manifiesto que algunos prejuicios “estéticos” le impiden al antropólogo entender que la abstracción no se afana, necesariamente, en pos de una normatividad ni, evidentemente, descansa en la ausencia de una figura que, oblicuamente, reaparecería como “modelo”. Por otro lado, en el Tratado del signo visual, el Groupe M apunta, tomando en consideración los ejemplos de las obras de Kandinsky, Mondrian y Van der Leck, que el mensaje abstracto final deriva, en todos los casos, “de una obra figurativa por un proceso de estilización” [3]. No cabe duda de que esa consideración precedente es un tópico extremadamente erróneo, dado que no hay ninguna necesidad evolutiva, histórica o causal entre figuración y abstracción, como si ésta se legitimara, de algún modo, en aquella. Antes al contrario, lo abstracto tiene que ver con un determinado periplo mental (diferente a lo mimético). Sabemos que el arte del siglo xx ha evolucionado en una dirección tal que ya no es posible encontrar en sus creaciones las formas del consuelo y de reconciliación con la ruina que anteriormente nos prometía; una nueva intensidad aparece precisamente cuando las imágenes ingresan en un grado cero, en una vía ascética, en la que son ejemplares las composiciones musicales de Webern, basada en la unidad mínima de oposición entre sonido y silencio o el repliegue pictórico de Malevitch, la aspiración liminar de su “blanco sobre blanco” [4]. Dentro de esas estéticas de la retracción puede situarse la obra escultórica de Amparo Tormo, hondamente reflexiva y, sobre todo, obsesionada por la formalización, entroncando con lo que Menna calificara como opción analítica en el arte moderno. La idea de Malevitch de caminar en la dirección marcada por la supremacía de la sensibilidad pura es uno de los desafíos más importantes lanzados por las poéticas de vanguardia, un cauce en el cual el arte óptico explota la falibilidad del ojo, plantea interrogantes en el límite de la percepción. Aquel “culto al eclipse” no impulsa, inevitablemente, al nihilismo, de la misma forma que el placer de la materia no le compromete a Amparo Tormo, totalmente, con el minimalismo, analizado por Wollheim como un hacer la obra de arte dejando ser a los materiales, en el que elementos de decisión y desmontaje toman una nueva preeminencia, junto al sentimiento de esterilidad o retórica de la devastación[5]. Con todo, es evidente que algunos aspectos de la minimalización están asimilados, lúcidamente, por este artista que tiene conciencia de que las estructuras seriales supusieron un mazazo para la gestualidad abstracta dominante, así como un “colapso de la historia del arte”, el rasgo de la dislocación que ha hecho que tengamos que plantearnos en este fin de siglo, una y otra vez, la pregunta por el lugar de la obra de arte[6]. Rosalind E. Krauss considera el minimalismo, mas que una ruptura del decurso histórico, como el cumplimiento del desarrollo de la escultura moderna desde Rodin, que coincidiría con la cristalización de dos corrientes de pensamiento, la fenomenología y la lingüística estructural, en la que se entiende que el significado depende de la manera en que cualquier forma de ser contiene la experiencia latente de su opuesto, la simultaneidad que acarrea siempre una experiencia implícita de secuencia[7]. En los procesos de minimalización se produce una mise en abyme del imaginario (desarrollo máximo del manierismo como amor por las metamorfosis) y, simultáneamente, una cristalización de las formas, cuestiones decisivas en la estética de Amparo Tormo que ha considerado a la forma como el vínculo entre la materia y la conciencia.
Para Italo Calvino, la exactitud quiere decir sobre todo tres cosas: un diseño de la obra bien definido y calculado, la evocación de imágenes nítidas, incisivas y memorables y el lenguaje más preciso posible como léxico y en tanto que forma de expresión de los matices del pensamiento y la imaginación. Podemos pensar que la exactitud se relaciona, aunque parezca paradójico, con la indeterminación, pero también con esa convicción, mística, de que “el buen dios está en los detalles”. Comprender la exactitud acaso obligara a hablar del infinito y del cosmos, derivando hasta el delirio flaubertiano. Calvino indica que la exactitud es un juego de orden y desorden, una cristalización que puede estar determinada por lo que Piaget llama orden del ruido:

“El universo se deshace en una nube de calor, se precipita irremediablemente en un torbellino de entropía, pero en el interior de ese proceso irreversible pueden darse zonas de orden, porciones de lo existente que tienden hacia una forma, puntos privilegiados desde los cuales parece percibirse un plan, una perspectiva” [8].

En buena medida, la exactitud sitúa la profundidad en la superficie, hace visible la estructura, convierte la piel de la obra en un espejo enfrentado consigo mismo. Hay en la escultura de Amparo Tormo una preocupación constante por la matización y el misterio, por lo que Tarabukin llamara la factura como un elemento estético primordial de la pintura, esto es, por generar una sensación material. [9].
Todo lo que se puede trasmitir en el intercambio simbólico es siempre algo que es tanto ausencia como presencia. Sirve para tener esa especie de alternancia fundamental que hace que, tras aparecer en un punto, desaparezca para reaparecer en otro: circula dejando tras de sí el signo de la ausencia en el lugar de donde proviene. La obra de arte se entiende como función del velo, instaurada como captura imaginaria y lugar del deseo, la relación con un más allá, fundamental en toda articulación de la relación simbólica:

“Se trata del descenso al plano imaginario del ritmo ternario sujeto-objeto-más allá, fundamental en la relación simbólica. Dicho de otra manera, en la función del velo se trata de la proyección de la posición intermedia del objeto” [10].

Pero el cuadro o la escultura no son sólo un velo, también tienen cualidades especulares, allí la mirada determinada infinitos reflejos. La imagen especular parece ser el umbral del mundo visible, esa identificación o mejor transformación producida en el sujeto (función del yo) cuando asume una imagen que constituye la matriz simbólica, antes de que el lenguaje le restituya en lo universal y le introduzca en situaciones sociales elaboradas[11]. Apuleyo, acusado de magia por poseer un espejo, hizo de él un elogio eficaz. El espejo, por sus virtudes para capturar las imágenes supera a la arcilla que está falta de energía, al mármol que carece de color, al cuadro pintado que no tiene cuerpo ni volumen, y sabe capturar mejor cualquier otra cosa el movimiento de la imagen en sus breves confines:

“El espejo consigue, atrapando el movimiento de los objetos y personas que pasan delante suyo, plasmar en fragmentos el transcurrir de los años de la vida de un hombre y sus cambios” [12].

Pero en realidad el espejo no retiene nada, su fondo de azogue rechaza toda memoria, lo único que permanece es el anhelo de quien se contempla reflejado en él. Amparo Tormo está fascinada por el poder del color negro, el reverso del reflejo, aunque su forma de “especularidad” sea fría como el metal, ajena al autoerotismo narcisista.
Amparo Tormo alegoriza o, mejor, sintetiza lo arquitectónico en una poética del vaciamiento [13], dialogando con la concepción de la abstracción como grado cero o visión del fin [14]; el cero sería como una clavija sintáctica, un marcador del cruzarse de la designación y la significación o, en otros términos, un lugar en el que plenitud y ausencia están mezclados, como la soledad melancólica y la experiencia de la intensidad contemplativa. Ese vacío, cercado plástica y meditativamente por el escultor, es una potencialidad o, mejor, la posibilidad de la presencia. Heidegger señaló en El arte y el espacio que el vacío no es nada, ni siquiera una falta, al contrario, es aquel juego en el que se fundan los lugares: “el espacio aporta lo libre, lo abierto para establecerse y un morar del hombre” [15]. Hay una liberación de los lugares, una puesta en obra de la verdad que es, propiamente, un espaciamiento. En distintos artistas abstractos aparece la idea de que es preciso llegar a la energía primera de la que surgen las formas, la ausencia como una clase de narración [16], recordando el sentimiento místico del vacío (tan importante en el pensamiento y las religiones orientales), en el que se hace positiva la experiencia de la soledad: momentos en los que se puede percibir el eco, la emergencia de la energía y las imágenes. El destino hermético de la estética contemporánea está unido, necesariamente, a la encrucijada del nihilismo; Jünger señaló que la dificultad de definir el nihilismo estriba en que es imposible que el espíritu pueda alcanzar una representación de la Nada, aunque sabemos de él que supone una reducción absoluta, el movimiento hacia el punto cero: “el cruce de la línea, el paso al punto cero divide el espectáculo; indica el medio, pero no el final”[17]. Lo que se revela (particularmente, en la obra de arte), lo que hace que la visión se encienda, es la belleza (una palabra que parece, en la actualidad, anatematizada): “la belleza es vida y visión, la vida de la visión”[18]. Paradójicamente, es la misma belleza la que crea el vacío, pero bien entendido que ese vacío es plenitud, apertura de lo que la escritora llama un espacio sacro intangible.
La experiencia moderna ha sido particularmente sensible a la inminencia del silencio (Hoffmansthal, Webern o Cage), la potencia del vacío (Beckett o Sartre) o la mística del vacío (Smithson o Ryman). En sus consideraciones sobre la memoria perdida de las cosas, Trías señala que en este mundo en que ha gustado la naturaleza de ocultarse a nuestros ojos y silenciarse a nuestros oídos, la reflexión filosófica sólo puede apoyarse, como experiencia primaria, en la experiencia de una ausencia de experiencia, en la experiencia del vacío dejado por las cosas huidas o desaparecidas:

“Sólo desde cierta lejanía respecto al mundo real es posible abrirse a una comprensión lúcida del mismo; sólo desprendiéndose de un mundo que se origina del derrumbamiento del mundo mismo en el que habitan cosas y abriéndose a la revelación del vacío y a la consciencia de la ausencia que sustenta ese mundo en el cual vivimos. Pero esa lejanía debe estar contrarrestada con una consciencia viva y comprometida con ese mundo sin cosas, toda vez que es sólo en él donde pueden brillar indicios y vestigios de lo que huyó o de lo que está acaso por venir. La experiencia filosófica de hoy tiene, pues, en la falta de las cosas, y en la memoria y esperanza que esa falta, sentida dolorosamente, desencadena, su apoyatura mundana”[19].

Tras esa visión de la ausencia, el pensamiento parecería que no tuviera, a la manera de Hoffmansthal en La carta de Lord Chandos, otro destino que el silencio que es, junto a la luz y la música, una de los tropos limitativos del lenguaje, pero también una señal de su trascendencia, esto es, la designación de ese cerco en el que comienza la simbolización. En la modernidad se produce una aproximación al grado cero de la que hablara al comienzo del texto, ejemplificada por el vacío de la página en Mallarmé[20]. Ese silencio es parte de esa nada creadora que en nuestra época parece establecer un predominio sobre el ser[21].
“El alma humana ha perdido su música –la música, es decir, el quedar grabada en el alma la inmutable impracticabilidad del origen–”[22]. Sin duda, la obra de Amparo Tormo puede entenderse como una variación de formas en la que interviene tanto la música cuanto el sentimiento (espacial) del vacío. Desde el pensamiento pitagórico, en los albores de la especulación filosófica, surge una pasión por la proporción y la armonía, una tradición que se funda sobre la idea del ritmo. Amparo Tormo es capaz de unir, en su extraordinaria poética escultórica, gravedad y levedad, el peso de la materia con la evocación, por ejemplo en Mar metálico, del agua. Lo rígido es curvado para introducir lo que, en términos de Bachelard, podríamos calificar como potencia de la ensoñación. Hay en las obras de Amparo Tormo, con toda su abstracción reduccionisma, un cierto barroquismo que puede comprenderse desde la tematización que hace Deleuze del pliegue, esas series divergentes que trazan senderos siempre bifurcantes: mundo de capturas más que de clausuras. El modelo musical es el que mejor permite comprender el auge de la armonía en el barroco y luego la disipación de la tonalidad en el Neobarroco: “de la clausura armónica a la abertura de una politonalidad” [23]. Ciertamente, Amparo Tormo realiza singulares variaciones escultóricas, mostrando como con un número reducido de elementos se puede construir un universo fascinante, como hizo al volver tridimensional a Piet Mondrian.
Hay en toda la obra de esta creadora un juego de contrarios, una sutil relación de lo diverso, vale decir una dialéctica que nos obliga a situarnos en el entre, esto es, en el espacio hermeneútico:

“Las configuraciones compactas –señala Vicente Jarque– y las estructuras acumulativas, el espacio cerrado y el espacio abierto, lo lleno y lo vacío, lo rígido y lo flexible, lo uno y lo plural” [24].

Nuestro representar busca por doquier un fundamento, pero las imágenes han sido, casi siempre, promesas de lo otro: salto en lo insondable, en ese lugar que no tiene suelo. Heidegger propuso un cambio de tonalidad en la proposición del fundamento a partir de la siguiente pregunta: ¿se deja determinar en medida adecuada a la cosa la esencia del juego a partir del ser como fundamento, o tendremos que pensar ser y fundamento, ser como fondo-y-abismo, a partir de la esencia del juego y, además, del juego al que somos llevados nosotros, los mortales que solamente somos y existimos en la medida en que habitamos en la cercanía de la muerte? El juego pertenece, esencialmente, al fundamento[25]Sabemos que el deseo puede abrirse a partir de la indeterminación, de la indecibilidad o incluso de la destinerrancia. Escribe Derrida: y acaso sea lo que une comienzo (infancia) y destino (finitud).

“Por consiguiente, creo que, lo mismo que la muerte, la indecibilidad, lo que denomino también la “destinerrancia”, la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino, es la condición del movimiento del deseo que, de otro modo, moriría de antemano” [26].

Derrida sostiene que sólo porque no hay presencia plena es posible la experiencia, entre otras cosas, de la obra de arte[27]. En la obra escultórica de Amparo Tormo, con esa radical interrogación sobre lo antinómico y, en muchos sentidos, la finitud (ese límite que no deja de interpelarnos), puede concretarse el proceso de demeurer, algo que enlaza con la reclamación de una singular intensidad de la vida[28]. Derrida afirma que sin la posibilidad de la diferencia (en el caso de Amparo Tormo esa diferencia que, obstinadamente, se construye), el deseo de la presencia como tal, no encontraría, de ningún modo, su espacio para respirar, lo que implica que aquél arrastra a la insatisfacción como destino: la diferencia, en última instancia, proporciona lo que prohíbe, haciendo posible, valga la paradoja, la misma cosa que hace imposible.
Vicente Jarque señaló que las obras de mediados de los años noventa tenían algo de puertas infranqueables[29]El proyecto que Amparo Tormo ha planteado para La Gallera, titulado “Creador de distancias” es, tal y como la propia escultura ha señalado, una reflexión plástica sobre el lenguaje en su tensión limítrofe: .

“Quiero hacer una reflexión sobre el propio lenguaje, sobre la necesidad de hablar y la dificultad o imposibilidad de hacerlo. Siempre, al deseo de comunicación y acercamiento, va unido a un profundo deseo de crear distancias, de mantener un territorio privado”.

Con una tonalidad que nos recuerda el nihilismo beckettiano, esta creadora enuncia lo paradójico: el deseo de continuar a pesar de todo. En realidad no estamos en un proceso de verbalización ni hay aquí una propuesta lingüística, antes al contrario, Amparo Tormo sitúa al espectador antes del encuentro con el otro que, propiamente, no se producirá. Lo que ella construye, con enorme intensidad, son distancias[30]. Una estructura de muro divide en dos el espacio circular de La Gallera, un duro límite pintado de negro y cubierto de espejos de acero, monumental y hermético; con todo, allí se encuentra la figura de la puerta entreabierta aunque impracticable. Si Duchamp en Revolving doors nombraba esa situación de abrir y, simultáneamente cerrar, esto es, la necesidad de tomar una decisión, Amparo Tormo recurre, a su manera, a lo laberíntico como un espacio que ya no es el refugio de la melancolía sino la cruda sensación de que no podemos pasar por donde desearíamos. Nos vemos obligados a recorrer el espacio por medio de un rodeo o bien a permanecer hechizados con el reflejo, con esa ilusión que crea un espacio aparentemente abierto.
Unas magníficas esculturas de Amparo Tormo tienen el título de La palabra perdida (2005), paneles de madera oscurecidos con el grafito, superficies que van, sutilmente, inclinándose, como si fuéramos hacia el desvarío, esa dignidad de la locura que nombra también en otra contundente pieza. He recordado, pensando en esas obras, el elogio de lo negro de Reinhard, la noche y la memoria convertida en espacio cúbico en Die de Tony Smith o la búsqueda de la albedo alquímica a través de la oscuridad más bella en Palazuelo. Pero, por supuesto, ha vuelto a imponerse en mi imaginación el cuadrado negro de Malevitch, ese espacio plástico desertizado al que algunos han considerado como una mezcla de pantalla y ventana[31]. No resulta tan fácil crear el efecto de sentido de la ausencia[32]. Porque en el fondo, tal y como Lacan apuntara, “el deseo es el deseo del otro”, esto es, no existimos si no existe ese otro que nos mira. Pero Amparo Tormo ha colocado, frente a nosotros, un muro que no podemos atravesar y el reflejo que nos ofrece es desvaído, acaso lo que desea es que cerremos los ojos[33]. Tendríamos, para no caer, que agarrar algo, tal vez, esa barandilla que atraviesa los espacios de La Gallera aunque también se trata de otro dispositivo que impide, como apunta está lúcida creadora, el acercamiento al tapar los posibles accesos. Lo que nos mira no es tan sólo el vacío, son, en este caso límite, las puertas condenadas. Si queremos acceder a lo otro tenemos que aprender a recorrer un laberinto diferente, buscar otro tipo de palabras, sortear el desvarío, asumir, desde el principio, la finitud. La obra de Amparo Tormo, contraria radicalmente a la grandilocuencia, generada con gran disciplina y austeridad, formula una meditación extraordinaria sobre lo que ella denomina “una actitud de distanciamiento y rechazo a la mirada”. La sensación puede ser la estar, más que frente a unas puertas, la de encontrarse frente a un acantilado y, sin embargo, tenemos que superar esa dificultad [34]. La repetición, la insistencia[35], la obsesión de la escultora que ha creado el muro-laberinto de las distancias es, tal y como la veo, un intento ejemplar de mirar lo que nos inquieta, a la espera de ese otro que no soy, aunque el espejo me lo diga, yo mismo.

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[1] Didi-Hubeman, Georges, Lo que vemos, lo que nos mira, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1997, p. 13.
[2] Lévi-Strauss, Claude, El pensamiento salvaje, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1984, p. 54.
[3] Groupe M, Tratado del signo visual, Ed. Cátedra, Madrid, 1993, p. 21.
[4] Cfr. Trías, Eugenio, Lógica del límite, Ed. Destino, Barcelona, 1991, p. 244.
[5] Cfr. Wollheim, Richard, “Minimal Art” en Minimal Art, Salas Koldo Mitxelena, San Sebastián, 1996, p. 31.
[6] Ese es el eje problemático de la importante conversación entre Catherine David y Paul Virilio, cfr. Colisiones, Arteleku, San Sebastián, 1995, ps. 51-53.
[7] Cfr. Krauss, Rosalind E., Passages in Modern Sculpture, The MIT Press, Cambridge, 1977, ps. 4-5. sobre la relación del minimalismo con la fenomenología, vid. Marchán Fiz, Simón. La historia del cubo, Ed. Rekalde, Bilbao, 1994. Uno de los ensayos críticos esenciales sobre el sustrato teórico del minimalismo es el de Foster, Hal, “Lo esencial del minimalismo” en Minimal Art, Salas Koldo Mitxelena, San Sebastián, 1996, ps. 99-121.
[8] Calvino, Italo, Seis propuestas para el próximo milenio, Ed. Siruela, Madrid, 1989, p. 84.
[9] “En lo que respecta al color hemos visto que el pintor moderno se distingue por la especial reverencia que profesa a sus materiales, hasta el punto de que cuando está trabajando con colores procura producir con ellos una sensación material al mismo tiempo que la propia sensación cromática” (Tarabukin, El último cuadro, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 1977, p. 133).
[10] Lacan, Jacques, “La función del velo” en El Seminario 4. La Relación de Objeto, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 159.
[11] Cfr. Lacan, Jacques, “El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos I, Ed. Siglo XXI, México, 1971, p. 88.
[12] Brusatin, Manlio, “Imágenes que aparecen y desaparecen” en Historia de las imágenes, Ed. Julio Ollero, Madrid, 1992, p. 45.
[13] Vicente Jarque señala que, desde los trabajos de 1987, Amparo Tormo realiza alusiones arquitectónicas que “resultaban del vaciamiento de las formas geométricas más básicas y puras” (Jarque, Vicente, “Problemas del espacio” en Amparo Tormo, Luis Fernández y Evarist Navarro. Tres propuestas, Galería Luis Adelantado, Valencia, 1994, p. 7).
[14] “Toda la empresa del modernismo, especialmente de la pintura abstracta, que puede tomarse como su emblema, no podría haber funcionado sin un mito apocalíptico. [...] El puro comienzo, la liberación de la tradición, el “grado cero” que fue buscado desde la primera generación de pintores abstractos sólo podría funcionar como una profecía del fin” (Boid, Yves-Alain, “Painting the Task of Mourning” en Endgame. Reference and Simulation in Recent Painting and Sculpture, The Institut of Contemporary Art, Boston, 1996).
[15] Heidegger, Martin, “El arte y el espacio” incluido en Husserl, Heidegger y Chillida, Universidad del País Vasco, 1992, p. 55.
[16] “La doctrina de lo puramente óptico de Greenberg había dado de algún modo cabida a conceptos como el “rojo tensado” de Newman, en el que “lo que se ve” sería nada menos que lo sublime. Lo “puramente óptico” pasa a ser entonces un vehículo para toda clase de contenidos metafísicos aportados por el espectador, quien seguramente, sin embargo, sabría por suplementos verbales qué fue lo que el artista se propuso mediante un campo abstracto en particular. En ese contexto, decir “La pintura es exactamente lo que se ve” es meramente apuntar a un vacío que es preciso llenar. Pero lo que esta declaración comunica con fuerza es la renuncia del artista a llenarlo él mismo. De hecho, en y por sí mismo, la obra puede sugerir muchas cosas, poniendo en marcha una cadena de asociaciones que van mucho más allá de la mera percepción” (McEvilley, Thomas, “Absence made visible: Robert Ryman” en Artforum, verano de 1992, p. 95).
[17] Jünger, Ernst, “Sobre la línea” en Jünger. Ernst, Heidegger, Martin, Acerca del nihilismo, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, p. 45.
[18] Zambrano, María, Claros del bosque, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1986, p. 51.
[19] Trías, Eugenio, La memoria perdida de las cosas, Ed. Mondadori, Madrid, 1988, p. 81.
[20] A propósito de las palabras enrarecidas de Mallarmé (la zona de vacío que se extiende en la página) señala Roland Barthes que se abre un momento frágil en la Historia de la Literatura, se ingresa en el silencio: “el silencio es en él como un tiempo poético homogéneo que se injerta entre dos capas y hace estallar la palabras menos como jirón de un criptograma que como luz, vacío, destrucción, libertad” (Barthes, Roland, El grado cero de la escritura, Ed. Siglo XXI, México, 1973, p. 77).
[21] Cfr. Trías, Eugenio, La memoria perdida de las cosas, Ed. Mondadori, Madrid, 1988, p. 77.
[22] Agamben, Giorgio, Idea de la prosa, Ed. Península, Barcelona, 1989, p. 74.
[23] Deleuze, Gilles, El pliegue. Leibniz y el barroco, Ed. Paidós, Barcelona, 1989, p. 108.
[24] Jarque, Vicente, “Problemas de espacio” en Amparo Tormo, Luis Fernández, Evarist Navarro. Tres propuestas, Galería Luis Adelantado, Valencia, 1994, p. 8.
[25] “Nada es sin fundamento. Ser y fundamento: lo mismo. Ser en cuanto fundante no tiene fundamento alguno, juego como el fondo-y-abismo de aquel juego que como si nos pasa, en el juego, ser y fundamento. La pregunta queda: si nosotros, al oír las proposiciones de este juego, entramos en el juego y nos ajustamos a él. Y la pregunta queda: ¿cómo hacerlo?” (Heidegger, Martin, La proposición del fundamento, Ed. Serbal, Barcelona, 1991, p. 179).
[26] Derrida, Jacques, ¡Palabra! Instantáneas filosóficas, Ed. Trotta, Madrid, 2001, p. 42.
[27] “La presencia significaría la muerte. Si la presencia fuera posible, en el sentido pleno de un ser que es ahí dónde está, que se aparece pleno ahí donde está, si esto fuera posible no existiría ni Van Gogh ni la obra de Van Gogh, ni la experiencia que nosotros tenemos de esa obra” (Jacques Derrida entrevistado por Brunette, Peter y Wallis, David, “Las artes espaciales” en Acción Paralela, n° 1, Madrid, Mayo, 1995, p. 19).
[28] “Demeure es un verbo francés de una multiplicidad extrema. Originariamente, demeurer significa “posponer para más adelante”, designa lo diferido, la demora determinada, también en términos de derecho. La cuestión del retraso siempre me ha tenido ocupado y no opondré el sobrevivir a la muerte. He llegado incluso a definir el sobrevivir como una posibilidad diferente o ajena tanto a la muerte como a la vida, como un concepto original. [...] Jamás pude pensar el pensamiento de la muerte o la atención a la muerte, incluso a la espera o la angustia de la muerte como algo distinto de la afirmación de la vida. Se trata de dos movimientos que, para mí, son inseparables: una atención en todo momento a la inminencia de la muerte no es necesariamente triste, negativa o mortífera, sino por el contrario, para mí, la vida misma, la mayor intensidad de vida” (Derrida, Jacques, ¡Palabra! Instantáneas filosóficas, Ed. Trotta, Madrid, 2001, p. 41).
[29] “Aquellas ilusorias ventanas de los sueños (Espejos velados) se han convertido ahora en puertas contundentes e infranqueables: sobrias planchas negras montadas sobre ladrillos de hierro que, cerrándonos el paso, no pueden sino devolvernos al espacio de donde venimos, que ya no es el ámbito privado de la interioridad, sino más bien un universo abstractamente público” (Jarque, Vicente, “Problemas de espacio” en Amparo Tormo, Luis Fernández, Evarist Navarro. Tres propuestas, Galería Luis Adelantado, Valencia, 1994, p. 9).
[30] “Con este trabajo –señala Amparo Tormo– intento establecer distintas actitudes de distanciamiento hacia el espectador, creando espacios y objetos que sean a la vez accesibles e inaccesibles, que provoquen atracción y rechazo, situaciones de aislamiento y vacío”.
[31] “He dicho que el Cuadrado de 1915 no presentaba más que el cuadrado como tal, que era una pantalla, opaca; que ocultaba, pero que ocultaba el cuadro mismo, que ocultaba la pintura como ilusión de dar a ver el mundo. Inferí entonces que el cuadrado negro era un bajador de telón sobre la ilusión; por lo tanto, que ese telón caído era una manera de mostrar la ilusión en cuanto tal, es decir que el telón caído constituía un acto de señalar, de hacer ver la verdad. Persisto. Ahora bien, de aquí no resultaba exactamente que se pueda considerar el cuadro como una ventana, no ya ilusoria, sino real, abierta realmente sobre el mundo real. Sin embargo lo es” (Wajcman, Gérard, El objeto del siglo, Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 2001, p. 136). El mismo Malevitch, analizando el Cuadrado negro, pretendía que “al examinar la tela, vemos en ella ante todo una ventana a través de la cual descubrimos la vida”.
[32] Cfr. Lacan, Jacques, “La dirección de la cura y los principios de su poder” en Escritos II, Ed. Siglo XXI, Buenos Aires, 1991, ps. 565-626; Fédida, Pierre, L?absence, Ed. Gallimard, París, 1978, p. 192.
[33] “Es preciso que nos acostumbremos”, escribe Merleau-Ponty, “a pensar que todo visible está tallado en lo tangible, todo ser táctil prometido en cierto modo a la visibilidad, y que hay, no sólo entre lo tocado y lo tocante, sino también entre lo tangible y lo visible que está incrustado en én encaje, encabalgamiento”. Como si el acto de ver finalizara siempre por la experimentación táctil de una pared levantada frente a nosotros, obstáculo tal vez calado, trabajado de vacíos. “Si uno puede meter sus cinco dedos a través, es una reja, si no una puerta”... Pero este texto admirable propone otra enseñanza: debemos cerrar los ojos para ver cuando el acto de ver nos remite, nos abre a un vacío que nos mira, nos concierne y, en un sentido, nos constituye” (Didi-Huberman, Georges, Lo que vemos, lo que nos mira, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1997, p. 15).
[34] “La escritura me ha llevado al silencio. [...] Sin embargo tengo que continuar... Estoy frente a un acantilado y tengo que seguir adelante. Es imposible, verdad. Sin embargo, se puede avanzar. Ganar unos cuantos miserables milímetros...” (Samuel Beckett en Juliet, Charles, Encuentros con Samuel Beckett, Ed. Siruela, Madrid, 2006, p. 26).
[35] “La repetición en obra ya no significa exactamente el dominio serial, sino la inquietud heurística –o la heurística inquieta– en torno a una pérdida” (Didi-Huberman, Georges, Lo que vemos, lo que nos mira, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1997, p. 79).


Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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