Descripción de la Exposición El reloj de pared de su pequeño taller, un espacio sin pretensiones, humilde pero confortable, dejó de dar la hora fastidiado por la indiferencia. Sus agujas se rindieron al sigiloso quehacer del polvo, porque en este austero ring artístico se libra una lucha contra otra dimensión de tiempo: el tiempo de los recuerdos. La última hora que marcó el dichoso reloj fueron las 7.42, y ahí se quedó, intuyo que en el instante deprimente del crepúsculo que en la obra de Gabriel Schmitz se manifiesta en una luz fría, delicada y suave que no se extingue nunca. Una luz que habita dentro y fuera de sus figuras, unos personajes sobrecogedores de un magnetismo irresistible para los que quieren contar historias u oírlas contar. Como en un juego de locos, a Gabriel Schmitz le persiguen un sueño y una pesadilla. Sabe, como sabía muy bien Giacometti, que la pintura calma las heridas y al mismo tiempo las exterioriza con toda su crudeza. Paradójico combate onírico para poder comprender y captar lo esencial del ser humano. Hay algo muy etéreo en su obra -casi todo en su obra es sutil y frágil- que lidia con uno de los grandes enigmas del arte contemporáneo: la supervivencia de la pintura en un mundo de tanta sofisticación aunque le ayudará, le ayudará a pintar y a repintar, a repintar fracasos y frustraciones, porque nada es, ni será, definitivo. Acepta el desafío, balsámico y angustioso por igual. Sus figuras emergen de la nebulosa memoria y se dirigen a la nada. Lo único palpable en sus óleos son los sentimientos humanos. Lo único que importa es la expresión humana. Los personajes, desubicados, jamás miran al espectador, no se proyectan en nada ni en nadie. No simulan ser lo que no son. Muchas veces incomodan porque están de espaldas, de perfil o en posturas un tanto confusas y perturbadoras. Nadie les pidió permiso para posar en una pintura. Y ellos no posan. Cuando miran de frente, aunque muchas veces cabizbajos y abatidos, sus ojos están perdidos en un horizonte lejano. Son figuras casi espectrales. Y tan terriblemente humanas... No buscan comprensión. Nadie ruega comprensión cuando camina por la calle. Al menos no en voz alta. No sabemos si estos personajes van o vienen. No sabemos si los conocemos -éste de aquí... ¿no será Beckett?; ¡mira por donde, pero si por ahí va Basquiat!-. No sabemos si alzan el brazo para pedir ayuda o si es un simple gesto espontáneo. No sabemos si bailan o si están retorciéndose de dolor. Puede que estén afligidos por algo puntual, o quizás hace tiempo que llevan demasiado peso en su maleta existencial. ¿Lloran por dentro? ¿Soportan la melancolía? ¿Duermen o agonizan? ¿Viven? Ah, estas texturas demacradas de sus pieles, estos cuerpos consumidos... Por no saber, no sabemos ni si están vivos. No sabemos nada de ellos, pero nos sentimos muy próximos a sus inquietudes y a sus preocupaciones, sentimos empatía con sus pequeñas o grandes tragedias y banalidades. Nos habíamos olvidado de hasta qué punto el arte puede exaltar la dignidad humana. Gabriel Schmitz no es un pintor que se caracterice por marear su pintura con cambios bruscos. Difícilmente lo hará jamás. tecnológica, de tanta imagen fusilada y de gustos estéticos tan artificiosos. Pintar hoy no es ni una rareza ni un privilegio -qué más quisieran algunos-, pero su sentido, su razón de ser, se ha acotado radicalmente: hoy ya sólo pertenece al territorio de lo humano. Y ahí es donde pisa fuerte Gabriel Schmitz, en esa reserva en la que el alma humana exige algo más auténtico y conmovedor que una pintura que la represente con edulcorantes y sensiblerías. Representar, qué ilusión más bárbara en nuestros enloquecidos tiempos en los que la realidad ya no es singular, es múltiple y a menudo virtual. No hay nada que representar cuando de lo que se trata es de implorar un modo de sentir y de hallar la verdad de las cosas. El viaje, como una aventura de conocimiento y una búsqueda de profundas sensaciones anímicas, nutre su pintura. Gabriel Schmitz viaja, física y mentalmente, a mundos conocidos y extraños sin poder aislarse de su propio mundo interior. Camina por la calle, deambula mucho, captura y se apropia de imágenes de personas anónimas, recorta fotografías de cuerpos humanos con delirios de anatomista hipocondríaco, se concentra casi obsesivamente en el rostro y en los gestos de la gente, de las gentes, de ahí y de allí, él y el otro son lo mismo. Bucea en sus almas y, sin darse cuenta, empiezan a surgir y a entrelazarse en su cerebro los relatos más íntimos y estremecedores de sus figuras. Entra en su taller, desordenado mas para nada caótico, sin rastro de olor a pintura pero impregnado de materia pictórica, y activa el proceso de creación. Las paredes son pizarras gigantes donde expulsa y anota los pensamientos ('duelo por la vida', 'fuera de lugar, sin lugar, en su lugar') y donde experimenta con su contenida paleta de colores, cada vez menos puros y más sucios, en unas mezclas que casi nunca consigue memorizar. Invoca a los grandes maestros (Velázquez, Caravaggio, Vermeer, Manet, Bacon), pero él está solo, absolutamente solo, y la tela le reclama con insistencia, y no es precisamente fácil saciarla, Su trayectoria se rige por una continuidad y una coherencia estética y conceptual porque responde a un compromiso, a una necesidad que no es caprichosa. Y ello sin caer en la tentación de autoplagiarse, el camino más traidor para pervertir el oficio del pintor y para dar la razón a todos aquellos que dan por muerta la pintura. Gabriel Schmitz no puede dejar a un lado su actitud frente al mundo, su manera de ver y entender el mundo, y por lo tanto a sí mismo, y en el otro su pintura. Como si fuera posible separar vida y arte. Él y su obra fluyen en sincronía. Los cambios que incorporan sus piezas siempre remiten a un proceso lento de experimentación, a un diálogo muy sufrido, un pacto muy sosegado con la propia tela. Ya casi no tiene ningún temor a innovar con los formatos, ahí le tenemos explorando nuevas perspectivas y percepciones con lo descaradamente vertical, y últimamente ha llevado su empeño por la materia mínima hacia unos límites fascinantes, otorgando al lino libre de pintura voz propia en la obra final. Y no le llamen a esto rendir culto al vacío, porque es todo lo contrario. Simplemente anhela atrapar lo invisible.
Exposición. 17 dic de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Picasso Málaga / Málaga, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España