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El arte de Guillermo Bermudo es una suerte de miscelánea que toma elementos de fuentes diversas, incluso antagónicas, para crear un estilo propio. De Jean Dubuffet le interesan las resoluciones formales, pero en cuanto a los conceptos, sus preocupaciones intelectuales lo alejan del primitivismo preconizado por el Art Brut. Al contrario de lo que ocurre con las piezas de estos artistas desentendidos de la tradición cultural, su bagaje de conocimiento es tan amplio que lo habilita para controlar el desarrollo del cuadro y su composición, un dominio que le lleva a mezclar elementos tan dispares como enmarañados trazos coloristas con ortogonales fondos geométricos inspirados en la cerámica arcaica griega (Paisaje de Alcalá, 2007).

La crudeza afinada de James Ensor y sus mascaradas, el pulso vivo y misterioso de Oskar Kokoschka, el tono satírico de George Grosz, el desgarro del último Philip Guston o la tensión magnética de Antonio Saura, son algunos de los latidos que pueden atisbarse en sus telas, maneras que también pueden trasladarse a sus estampaciones, grabados introspectivos basados en estados de ánimo o de conciencia donde enlaza lo anecdótico con lo trascendente recurriendo a la ironía. Sus dibujos, que desarrolla con impulsividad, poseen la perspicacia de la desinhibición, una naturalidad que le permite retratar situaciones cotidianas con humor refinado y desprejuiciado.

Bermudo utiliza un lenguaje sarcástico repleto de guiños personales para deconstruir la realidad e ir más allá del tradicional estatismo del cuadro-ventana, un análisis que puede resultar simple en su ejecución pero que encierra en sus planteamientos grandes dosis de complejidad. En sus obras no existe un punto de vista unidireccional ni narraciones moralistas de corte aleccionador, se interesa sobre todo por confrontar supuestas verdades establecidas para poner en tela de juicio arquetipos sociales y prejuicios.