Descripción de la Exposición Cuando era pequeña me encantaba la tienda de Celestino Pizarro. Me parecía una especie de cueva de Alí Babá donde se amontonaban expuestos para su venta los más variados tesoros. Se trataba de una pequeña nave estrecha con una sola entrada frontal, seguida de un almacén posterior. Sus paredes se hallaban cubiertas de pesadas estanterías de madera de color marrón y algunas baldas aparecían combadas por el peso de las mercancías expuestas. Recuerdo con precisión las garrafas amarillas de lejía y las latas de aceitunas rectangulares decoradas con lunares y el retrato de una flamenca. Antes de que los grandes almacenes inventaran el lema de 'Ya es primavera...', en el colmado de mis recuerdos se adivinaba el paso de las estaciones por los géneros expuestos en el pequeño escaparate. En invierno se mostraban los necesarios para la matanza: tripas secas, ajos, guindillas, cuerdas y pimentón. A continuación se exhibían las velas de las procesiones, los bacalaos en salazón y los dulces caseros. En verano, los tomates y las frutas de la huerta daban paso a los frutos del otoño. Aquellos maravillosos higos secos que dejaban un rastro dulzón en la boca y olían a secano y meriendas en el campo. El tercero de los cuatro hijos de Cele, Jesús, un poco más mayor que yo, aparentaba realizar la tarea diaria del colegio en la mesa adyacente al mostrador. La camilla, vestida con una descolorida falda roja que conoció tiempos mejores y un plástico, que protegía la tapa de los roces y las manchas, constituía una atalaya privilegiada desde donde otear la superficie completa del establecimiento y poder espiar, casi sin ser visto, a su variada clientela. Si arreciaba el frío, el brasero de picón aliviaba en cierta medida la tiritera, pero al mismo tiempo producía un molesto escozor en los sabañones de las manos y de las orejas. Si apretaba el calor, bastaba abrir la ventana lateral para que la corriente de aire refrescara un poco la atmósfera. El chaval se empeñaba en estudiar en el colmado pese a la oposición de sus padres, que no querían que tardara cuatro horas en hacer las tareas y que no dudaban en propinarle algún coscorrón que otro para que espabilara. En realidad, se entretenía dibujando sobre el papel de estraza, que le servía de improvisado escritorio, toda clase de apuntes apresurados sobre los clientes y los variados personajes que habitaban su rico mundo interior. Yo entraba de la mano de mi madre y me dirigía al mostrador. A continuación se hallaba situada una pequeña vitrina que albergaba los productos frescos, y delante de la misma, pequeños costales blancos, alineados en formación como los soldados, contenían las legumbres. En cuanto ella se descuidaba pendiente de la báscula, que ya sabemos que tira para el negocio, yo me entretenía metiendo la mano en los sacos de los garbanzos y de las judías blancas. Me gustaba derramarlos lentamente de nuevo en el saco, escuchando el susurro de las legumbres al caer y aspirando su olor. Aún puedo recordar con nitidez el tufillo que lo inundaba todo. Una mezcla de cera, tripas secas para la matanza y jabón lagarto. Eran olores cotidianos, como el de la colonia Heno de Pravia que utilizaba mi abuela. Aroma a limpio, sábanas oreadas al sol y besos apresurados antes de ir al colegio. O la frescura emanada del bote redondo de los detergentes. En casa los reutilizábamos como contenedores de juguetes, con lo cual mis muñecas y los geyperman de mi hermano siempre olían a gloria. En ocasiones, mi madre y la Señora Nati, que así se llamaba la dueña de la tienda, se enfrascaban en una larga conversación sobre la difícil tarea de criar a los hijos en aquellos tiempos y en el encarecimiento progresivo del precio de los productos de primera necesidad. Yo me asomaba entonces por el lateral de la vitrina y espiaba a ese niño delgaducho y feo que me producía tanta curiosidad. Sus manos largas nunca paraban quietas. Siempre estaban trabajando con un lápiz o un bolígrafo diseños de trazos nerviosos, esbozos certeros de la realidad que le circundaba. Intentaba alargar el cuello todo lo que podía para atisbar aquello que le entretenía tanto. Logré ver un dibujo. Resultaba ser más bien la parodia de un hombre que parecía haberse tragado el cepillo de dientes y a su lado figuraba un tarro de Colgate con la crema bicolor derramada. Di un paso más, pero entonces pareció despertar de su ensimismamiento y con un rápido aspaviento, cubrió la caricatura con el libro y me sacó la lengua con descaro. Bastó ese gesto de provocación para que yo me interesara cada vez más por lo que dibujaba. En una ocasión, nos tocó presenciar la discusión de Cele con una clienta que intentaba engañarle con la cuenta de las botellas de gaseosa. Pretendía haber entregado más cascos que botellas tenía apuntadas, para así cobrar la pequeña cantidad que te devolvían al canjearlas. La conversación subió un poco de tono y yo me refugié al lado de mi 'enemigo'. Eché una rápida ojeada a su libreta y me mostró una caricatura de la señora con la boca desmesuradamente abierta. De ella salían toda clase de bichos (sapos, culebras, serpientes...) y signos ortográficos. Se me escapó una carcajada, que fue rápidamente correspondida con una severa mirada por parte de mi progenitora. Me fui corriendo hasta donde estaba ella y entonces el niño pintor no me sacó la lengua, sino que me sonrió. Y a mí se me subieron los colores. Ya éramos amigos. Desde entonces sigo con cariño y admiración su trayectoria artística. Muchos se sorprenden de la profusión de marcas comerciales que aparecen en sus cuadros y de la utilización por parte de Jesús de colores rotundos que recuerdan al mundo de la publicidad. Sin embargo a mí me reconfortan y emocionan porque responden a un lenguaje común, el de mi generación, que se crió arropada por esos estímulos visuales, y el de mi infancia, cuyo eco sigue presente en cada uno de sus lienzos.
Exposición. 17 dic de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Picasso Málaga / Málaga, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España