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Cine español. Una crónica visual

Exposición / Centro de Historias de Zaragoza / Plaza San Agustín, 2 / Zaragoza, España
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Cuándo:
04 jun de 2009 - 30 ago de 2009

Comisariada por:
Jesús García Dueñas

Organizada por:
Centro de Historias de Zaragoza

       


Descripción de la Exposición

Si alguna conclusión cabe deducir de las numerosas y expresivas imágenes que componen este libro, así como de los acertados comentarios de Jesús García de Dueñas, que las sirven en bandeja de plata para el lector, es que nuestra cinematografía ha invertido buena parte de su ya prolongada existencia en el afán de conseguir una identidad, un estilo propio, alguna razón de existir en definitiva, al margen de su condición de entretenimiento y negocio.

 

Largo y doloroso proceso que a quien esto escribe le dio por calificar, hace ya casi una década, como «la larga marcha del cine español hacia sí mismo»

 

Antes de meternos en harina, conviene aclarar que esta expresión no implica correr tras una respuesta uniforme, según la cual cuanto pudiera diferir de ella habría de quedar estigmatizado o considerarse hete­rodoxo a la fuerza. Las soluciones unánimes, aparte de imposibles de mantener, suelen encerrar un meollo inquisitorial y antidemocrático, indefendible a todas luces.

 

Con esas tres palabras, «hacia sí mismo», nos referíamos entonces a la autenticidad del producto, a un co­mún denominador particular que permita identificar como español un film con independencia de su género y de sus peripecias argumentales, por encima o por debajo de orígenes y peculiaridades individuales de quien haya podido realizarlo o producirlo. En otras palabras, un cine no imitativo, ajeno a fórmulas acatadas con servilismo, o propias, pero oriundas de campos a primera vista cercanos y, sin embargo, sustancialmente distintos, como puedan ser los literarios o las artes plásticas en general.

 

Y es que nuestro cine, uno de los más antiguos del continente y casi desde un principio con índices de producción bastante altos -habida cuenta de las dimensiones económicas, industriales e incluso físicas del país-, sólo empezó a ser considerado en serio en el mundo hará cosa de treinta y tantos años, aun cuando también haya quien fije la fecha de su despegue creativo con el estreno en el festival de Cannes de 1953 de ¡Bienvenido, Mr. Marshall!, el admirable y premonitorio film de Luis García Berlanga.

 

De una forma u otra, a partir de la transición política, sí ha venido recibiendo atención creciente, y con fre­cuencia admirativa, por parte de estudiosos e historiadores repartidos a lo largo y ancho de universidades, filmotecas o centros de cultura cinematográfica. En cambio, por cuanto se refiere al público que cabría de­nominar llano, el cine español sigue brillando por su ausencia en el mundo. Y ello pese a fogonazos intensos pero intermitentes de nombres como Saura, Bigas Luna, Amenábar o Coixet, y con la sola excepción del fenómeno Almodóvar, milagro poco menos que contra natura, digno de ser estudiado con mayor profundidad de la que ha sido objeto hasta ahora, pese a los muchos libros sobre el manchego aparecidos dentro y fuera del país.

 

Se repite así, en nuestro caso, una circunstancia común al conjunto de las cinematografías que no cuentan con el favor de una vida comercial normalizada, que bien pueden considerarse exóticas, aun cuando sus territorios de origen se hallen a la vuelta de la esquina, como quien dice. Sólo alcanzan a ser reconocidas por medio de sus principales creadores -los llamados autores- y a veces ni siquiera eso, limitándose la noticia global de su existencia al puñado de obras afortunadas que fueron capaces de ir sumando a lo largo del tiempo.

 

Con un par de diferencias esenciales. La primera, ya apuntada, que el caso español no es, al menos en tér­minos numéricos, el de una actividad esporádica e irregular, puesto que durante la segunda mitad del siglo pasado ni siquiera en momentos de aguda crisis bajó su producción mucho más allá del medio centenar de films, doblando esa cifra con frecuencia y triplicándola en nuestros días, lo cual la coloca en primera línea de la Unión Europea.

 

La segunda y más peculiar de tales diferencias, radica en que los correspondientes autores no aparecen aquí a la manera de frutos señeros de una actividad predefinida por triunfos comerciales previos, sazonados éstos con arreglo al gusto nacional, como sucediera en el cine americano de los buenos tiempos o con los santones aparecidos en el francés a principios del sonoro.

 

Entre nosotros, son precisamente los cineastas surgidos no se sabe muy bien cómo, a veces rozando el ab­surdo, quienes adoptaron la responsabilidad de definir el ámbito cinematográfico al que pertenecían, tratan­do de dotarlo poco a poco -quizá sin demasiada conciencia colectiva pero sí a costa de éxitos aislados- de contenidos, formas y maneras sustitutivas de las concepciones tradicionales. Ellos han llegado a construir, de hecho, algo así como un entramado definidor de lo hispano ante públicos ajenos e incluso ante el suyo propio, o ante la parte más exigente e incrédula del mismo.

 

Pretendemos decir con esto que en el medio siglo largo anterior al famoso film de Berlanga se consiguie­ron títulos aislados pero estimables, bastantes de los cuales, al ser revisados hoy, superan en méritos y en atractivo no sólo el recuerdo que guardábamos de ellos, sino incluso el de otros muchos que por el mismo tiempo pudieron venirnos de fuera, según ocurre con determinados títulos de Florián Rey, Benito Perojo, Edgar Neville, Sáenz de Heredia, Rafael Gil o Nieves Conde, por citar sólo unos cuantos nombres punteros de la primera etapa sonora.

 

La carencia endémica de recursos económicos, consecuencia directa de la falta de mercados que nunca fuimos capaces de ganar -ni siquiera en el espacioso ámbito del lenguaje común- así como el bajo nivel cultural y educativo de los públicos correspondientes, por no hablar ya del de quienes pretendían fascinarlos, explica que el cine español caminara por lo general a bandazos, desorientado y sin más horizonte que un beneficio económico inmediato. Ni por parte de unos ni de otros había fuelle para más.

 

Entre los condicionamientos de índole creativa, se ha de señalar el literario -sobre todo de origen teatral- que imponía criterios casi siempre de trasnochado valor, con arreglo a fórmulas que iban desde el dramón posromántico hasta la alta comedia benaventina, pasando por el sainete castizo, con sus correspondientes derivaciones zarzueleras y folclóricas. Todo, expresado a través de actuaciones altisonantes, o recitativas cuando menos, de las que tanto eran responsables los directores como sus cuadros de intérpretes.

 

Si a ello añadimos una concepción plástica igualmente finisecular -nos referimos al xix, claro-, basada en el pintoresquismo rural o capitalino, se comprenderá que el sufrido espectador hispano se sintiera con frecuen­cia ajeno, cuando no enemigo declarado, de un país sólo existente en la pantalla, cada vez más alejado, y aun contrapuesto a la realidad circundante.

 

Ni siquiera el advenimiento de la República, que comportó renovadas inquietudes sociales y estéticas en otros campos, pudo alterar de manera significativa tales planteamientos. Durante aquel quinquenio, el cine patrio siguió, con poquísimas excepciones, fiel a su aún corta pero ya arraigada tradición casticista y senti­mentaloide, como si entre tanto nada estuviera ocurriendo.

 

La Dictadura sobrevenida a continuación agravó aún más el estado de las cosas, pues amén de no desterrar los anteriores males, añadió otros de nuevo cuño que bien podrían calificarse de políticos, aun cuando en este aspecto resulte obligado matizar un tanto. Las autoridades franquistas, contra lo que pudiera pensarse en principio, pocas veces impusieron directamente temas relacionados con la guerra civil, sus anteceden­tes o consecuencias, al margen de encargos semioficiales como pudieran ser Sin novedad en el Alcázar, coproducción hispano/italiana cortada según el patrón de algunos films mussolinianos; Raza, diseñada por el propio Franco y puesta en marcha gracias a un incierto Consejo de la Hispanidad, o peripecias africanas, servidas por diversos entes colonialistas.

 

De hecho, puede afirmarse que, en términos comparativos, no fueron demasiado abundantes los films ins­pirados en el mayor conflicto íntimo de nuestra azarosa Historia, aun cuando los hubiera y, por supuesto, gozaran del apoyo oficial, siempre que no tergiversaran, a juicio de los grandes poderes fácticos -el Ejército, la Falange o la Iglesia-, los sacrosantos postulados de cada cual. En tal caso, eran barridos de las cartele­ras sin contemplación alguna por mucho que acabaran de superar el escollo de la censura establecida. Los ejemplos citados por García de Dueñas en estas mismas páginas -El crucero Baleares, Rojo y negro o La Fe- constituyen prueba fehaciente de ello.

 

La intensidad y despotismo con que actuó tan funesta institución, sobre todo conforme el régimen se alarga­ba y las nuevas generaciones se atrevían a ponerlo en solfa -más no cabía hacer-, eliminó poco menos que cualquier connotación realista en los argumentos elegidos, aparte de favorecer, entre quienes pretendían sortearla, un estilo críptico, repleto de alusiones veladas que tampoco garantizaban una buena acogida de los films en aquellos sectores del público que no estuvieran al cabo de la calle de tales guiños, por muy dis­tantes que se sintieran del régimen.

 

Una total dependencia económica del sistema de subvenciones empujaba a los productores a elegir histo­rias no sólo inermes, o narradas desde un ángulo inocuo, sino que resultaran del agrado de los sucesivos gobiernos del régimen, puesto que tampoco éstos pintaban igual y los hubo más inclinados al heroísmo militar de ayer mismo o a recordar los fastos imperiales del pasado, a una religiosidad preconciliar, al antico­munismo reverdecido o, iniciado ya el despegue económico, al provechoso cebo turístico.

 

Por si todo ello fuera poco, los modelos foráneos, elegidos con descaro por ciertos realizadores de supuesta ambición estética, resultaban -como era obligado, habida cuenta del aislamiento en que vivía el país- falsos y convencionales. Tanto daba que se tratara de locas comedias a lo Hollywood, como de recreaciones plás­ticas a la mexicana o de, en un principio, escuetas descripciones neorrealistas. Todo dejaba, en el mejor de los casos, la impresión de lo déjà vu, mejor hecho y con mayor autenticidad.

 

En menos palabras, vencida la mitad del siglo xx, el cine español continuaba sin encontrar su camino, dejan­do aparte las excepciones ya comentadas, cuyo éxito pudo ser grande en su momento pero la repercusión, en lo tocante a marcar rumbos de validez general, escasa, por no decir nula.

 

El fin de una dictadura puede favorecer el replanteamiento imprescindible de una cinematografía, como ocu­rriera en Italia tras la desaparición de Mussolini. Pero en España, contra las previsiones que auguraban para nuestro país derroteros similares, no sucedió otro tanto. En primer lugar porque el neorrealismo ya estaba inventado desde hacía más de cuarenta años y, en segundo, porque nuestros cineastas parecieron darse por contentos con la desaparición de la censura. Podían expresarse con libertad, y no sintieron la necesi­dad de replantearse la expresión cinematográfica como tal, ni siquiera de afrontarla desde otro ángulo, por muy modesto que fuera. Un fenómeno de indiferencia o incapacidad registrado ya, según queda dicho, en los albores republicanos. Se siguieron contando las mismas cosas y de la misma forma, eso sí, con mayor comodidad, desaparecido el asfixiante dogal.

 

Por otra parte, aunque en los veinte años anteriores nuevos directores provenientes en gran parte de la Es­cuela Oficial de Cinematografía de Madrid, o de movimientos como la denominada Escuela de Barcelona, hubieran iniciado ya cierta labor de zapa, el público, globalmente considerado, seguía reaccionando con in­diferencia frente a tales esfuerzos y aceptaba, en cambio, la oferta de viejas fórmulas reteñidas de novedad, como la tan aireada tercera vía o el famoso destape erótico-festivo atribuido en principio al ministro Fraga, el de la braga.

 

Se precisaba un vuelco generacional de acuerdo con la aparición de audiencias más cultivadas, junto a la progresiva desaparición de las antiguas, ya entregadas ciega y definitivamente a la televisión. Y, sobre todo, urgía el derrumbe de los susodichos condicionamientos espurios, para que los autores, aun con la genero­sidad que estemos dispuestos a conceder a tal concepto, acabaran de imponer su nueva ley.

 

Un puñado de jóvenes directores, en buena parte estimulados por los éxitos de la avanzadilla anterior, faci­litó el cambio. Aunque la mayoría de ellos no hubieran tenido oportunidad de realizar prácticas en escuela oficial alguna -por la sencilla razón de que no existían desde el cierre de la antigua EOC-, cumplieron su aprendizaje como Dios les dio a entender, formando parte de equipos profesionales, acudiendo a dudosos centros privados o realizando por su cuenta y riesgo los cortometrajes de rigor.

 

Todos, de curioso acuerdo en universo tan individualista y variopinto como el hispano, pretendían la obser­vancia a rajatabla del primer mandato de aquella nueva ley no impresa: dirigirse a un país real, sin circunlo­quios ni solemnidad alguna, hablándole de tú a tú, y cayera quien cayera, con el firme propósito de resultar modernos -en el verdadero sentido del término, no en el de apegados a una moda de última hora-, por encima incluso del afán personalista que suele caracterizar a cualquier autor.

 

Consecuencia inmediata de semejante postura fue que el público reconociera al punto el nuevo paisanaje que se le ofrecía desde la pantalla, y que se sintiera más o menos identificado con los seres que la poblaban, cuyas formas de hablar, moverse y vestir eran, a fin de cuentas, las suyas propias. Los jóvenes, sobre todo, supieron responder ante tamaña novedad, dispuestos de buen grado a perdonar cualquier otra deficiencia, rendidos al atractivo de un extenso plantel de actores tan sinceros como los directores, y tan bisoños como la nueva audiencia, si cabe. Novedad poco menos que revolucionaria, conocido el atávico despego, si no enemistad declarada, con que esas mismas capas juveniles, o sus equivalentes del momento, solieron aco­ger siempre el producto nacional.

 

Tal llaneza en el trato de unos con otros, público y cineastas, ha contribuido a extender la noción -no siem­pre contrastada con un riguroso conocimiento del pasado- de que el cine español atraviesa hoy su mejor momento, al menos desde un punto de vista creativo. Opinión compartida con parecida alegría de juicio por buena parte de la prensa a la hora de presentar sus resúmenes anuales, o en los comentarios que suscita cada entrega de los premios Goya. Todo ello, claro está, dejando a un lado la impenitente y un tanto cerril postura de quienes siguen negando a su cinematografía el pan y la sal.

 

Es posible que, a la hora de una identificación foránea del cine español, nos haya faltado asimismo el movi­miento que alineara o englobara, al menos por un cierto período, la corriente principal de nuestra producción. Y no hablamos de conmociones trascendentales, como fueran en su momento el neorrealismo italiano o la nouvelle vague francesa, que trastocaron valores hasta entonces considerados incuestionables, sino de otras manifestaciones menos relumbrantes quizá, pero de indudable utilidad a la hora de definir alguna idio­sincrasia fílmica, según pudieron constituir en su momento el free cinema británico, el novo cinema brasileño de los años sesenta o, sin remontarnos tanto, el dogma danés de la última década.

 

Pero un cambio de postura no se genera así como así. No hay quien, de la noche a la mañana, saque de la manga una teoría y un estilo capaces de replantear el ya viejo oficio de fabricar imágenes vivas, por mucho que convenga hacerlo. Es preciso poner en tela de juicio verdades aparentes con las que, no hace mucho, pudimos comulgar a ciegas, y hurgar aunque no acabe de convencernos, rechazando fórmulas inservibles y, tras meditar las consecuencias, actuar con inmisericorde radicalidad.

 

Necesitaremos, asimismo, de una buena cuota de espíritu de aventura, sin la cual no rebasaremos el simple tartamudeo y, por fin, debemos contar con una plataforma en la que se nos vea y escuche desde cualquier ángulo. La mise en valeur de la que hablan nuestros vecinos, magos en ese aspecto de airear lo suyo. Tam­poco se trata de ponerse de acuerdo todos -propósito poco menos que impensable entre nosotros- sino de

 

una similitud de actitudes nacidas de la misma convicción.

 

Quizá más que en cualquier otra parcela del ámbito creativo, un nuevo movimiento cinematográfico implica la coincidencia de factores muy diversos, por no decir heterogéneos -políticos, sociales, técnicos, cultura­les, económicos, profesionales-, tantos a fin de cuentas como conlleva la naturaleza poliédrica del invento. Factores que, además, no suelen presentarse simultáneamente, ni llegan a interactuar por tanto.

 

No cabe confiar en que la impronta o la influencia de un solo personaje consiga el milagro de romper una si­tuación de atonía generalizada. Sólo Griffith en el umbral de la ascensión ecuménica yanqui, Eisenstein en la primera década de la revolución rusa, el crítico André Bazin, adelantado de la nouvelle vague, o fenómenos aislados como el de Lars von Triers -éste con muchas reservas-, consiguieron trastocar en cierta medida el cine de su tiempo. El caso de Almodóvar, aun habiendo marcado de una forma u otra a toda su generación, y pese al éxito obtenido por el ancho mundo, tampoco implicaría un replanteamiento de validez general.

 

Pese a lo dicho hasta aquí, y sobre todo visto desde fuera, quizá el cine español actual presente ciertas singularidades, ese denominador más o menos común que puede emparentar sus películas, por muy débil que resulte el vínculo. Así, la violencia moral, más que física, en que suelen debatirse los personajes; el des­caro con que se manifiestan éstos, sin pudor ni apenas retranca; el lastre familiar acusado por la mayoría de ellos; cierto despego hacia la vida en general; la ironía un tanto ácida del narrador de turno; el escaso relieve concedido a la felicidad personal o al amor perdurable; la variedad de los planteamientos estilísticos aunque por lo general prime un prurito realista... Y pare usted de contar.

 

A decir verdad, el balance tampoco sería escaso si tales consideraciones implicaran criterios sólidos a la hora de establecer constantes e identificar nuestras películas por su origen. Pero no nos engañemos, seme­jantes características son, en buena parte, consecuencia del instinto o de la tradición emocional, por no decir del capricho singular; nunca de ese replanteamiento expresivo, de la concordancia voluntaria de posturas estéticas y morales que exige cualquier nuevo planteamiento narrativo o visual.

 

No cabe afirmar, en consecuencia, que tan larga marcha haya tocado puerto, ni que se haya alcanzado aún el meollo de nuestra peculiaridad cinematográfica. Eso, suponiendo que alberguemos alguno, claro está. Porque, igualmente, bien cabría que alentemos una insignificancia sin remedio.

 

Contentémonos con hacer buenas películas de cuando en cuando, lo cual no es poco en los tiempos que corren, aun cuando cada una salga a su padre, a su madre o a ninguno de los dos. Tampoco nuestra com­penetración nacional da mucho más de sí, puestos a reconocer la verdad.

 

Sólo ha de cuidarse que la tal marcha no se convierta en un empeño inalcanzable, en algo parecido a una santa compaña per ardua ad astra, dedicada a vagar sin oficio ni beneficio o, lo que es aún peor, ante el inevitable susto de la concurrencia que está hoy para muy pocos trotes.

 


Imágenes de la Exposición
Cine español. Una crónica visual

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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