Hay muchas maneras de entender el trabajo en la pintura en su relación con la realidad. La pintura siempre la he interpretado como un puente, entre la propia realidad exterior y el sujeto, entre la historia y el presente, un intermediario entre las diversas visiones del mundo, entre los grandes proyectos humanos y los pequeños detalles diarios. Algunos artistas construyen mundos imaginarios, otros, como en mi caso, reconstruyen momentos olvidados, presentándolos aquí y ahora, cargados de una tensión presencial, que en ocasiones no se quiere ver y en otras, se quiere olvidar. Una pintura de la memoria, a veces difícil de ver, dura, en blanco y negro, cinematográfica, como un gran storyboard retrospectivo, y a la vez introspectivo, cargado de un profundo humanismo a través de las arquitecturas, reflejo de grandes proyectos visionarios, rascacielos y fábricas, arquitecturas industriales de corazón caliente como la Battery Power Station en ... Londres con su sordo rumor adormeciendo la ciudad o las arterias ferroviarias suburbanas haciendo vibrar los cimientos neoyorquinos o ese viento helador de los inviernos en Chicago.

Un juego de ambivalencias que quiere provocar al espectador, que empuja a tomar una posición, entre la grandeza de las ciudades del siglo pasado y su capacidad autodestructiva, entre la ilusión de las grandes utopías y las posibilidades reales para silenciar al hombre bajo la capa de la indiferencia. Una memoria lejos de la nostalgia y cargada de provocación, donde vidas anónimas se esconden del frío, del ruido y de la soledad. Una pintura que habla de lo que hemos hecho, de lo que somos y de cómo podemos mejorar.