Descripción de la Exposición
Hace ya tiempo que la pintura abandonó los museos de arte contemporáneo, que la escultura dejó su lugar al ready made y a la performance, que el arte anti-estético declaró la guerra a la mercancía decorativa y se decantó por el concepto. Hace tiempo que ya nadie es artista por el mero hecho de pintar, esculpir, dibujar o escribir, sino que lo es en la medida en que haga algo con ese significante moderno al que por comodidad seguimos llamando arte. Y sin embargo, si aún en el contexto de esta desestetización hay quien todavía toma el pincel, dibuja, engancha y cose, trabaja con la materialidad y el color, busca cuerpos para cabezas, compone imágenes inverosímiles, bucea en su mente tanto como en internet para hallar una imagen de infancia que lo diga todo, que lo vuelva todo necesario, si aún cuando el arte ya ha perdido su aura de creación original u originaria alguien retoma la labor paciente ante el lienzo como lo hace Mónica Subidé, hay que preguntarse porqué y de dónde proviene esta insistencia. Quien así procede ha tomado un camino oblicuo. Ha abandonado la batalla cara a cara con el mundo porque intuye que lo decisivo está en otra parte o quizás simplemente porque sabe bien que antes de enzarzarse en la contienda la guerra había empezado ya.
Es de esta guerra consigo misma de la que habla esta pintura. ¿Con qué se pinta? ¿Con qué se escribe? Esa extraña escritura hecha de pintura y collage, de fotografía, dibujo y barro, lucha contra los tópicos del mundo que acechan a cada instante. No hay lienzo en blanco en el que inscribir el retrato original, sino un espacio lleno de tópicos, de bodegones y marinas, seguro, pero también de consignas, de mercado, de órdenes sobre lo que es lícito o no hacer cuando se es contemporáneo. Para sobreponerse a ese lienzo abarrotado de imágenes manidas no basta con recordar, crear un mundo interior, coger de aquí y allá para inventar un universo propio. Hay que hundirse en la soledad, como decía Marguerite Duras a propósito de la escritura. Hay que saber estar solo para pintar lo inasible, y hay que alcanzar un método para deshacer el tópico y poner en su lugar algo con dimensión de verdad. El método que aquí se acomete tiene visos de dejà-vu. No se pinta con la novela familiar, de la que se ausentó ya en su génesis gracias justamente a la pintura que le permitía no tener que hablar; ni se pinta con el sucio secretito que lo resolvería todo y daría lugar a la pacificación y al no tener que seguir pintando. Pero sí hay algo del orden de la memoria y del recuerdo que trabaja, algo de lo que Walter Benjamin llamó dejà-vu, y que no es la sensación de haber vivido ya antes sino justo lo contrario, el presentimiento, cuando se está viviendo en el presente de que algo ha quedado inconcluso y se repetirá. Las gemelas lo saben, miran la escena con ojos de cámara como si lo inconsciente del espacio familiar enredado en zarzas y huellas animales tuviese que quedar registrado aún si el sentido huye y la verdad se escapa. La obra de Mónica Subidé parece buscar ese momento de detención, esa escena del pasado en la que algo quedó detenido y de la que el presente no es sino un mero eco. Hay que luchar contra el bullicio y la cotidianidad atareada para trabajar en la interrupción, hay que generarse un silencio hueco para emprender la búsqueda de esta imagen paralizada. “La actividad mata el espíritu” escribía el poeta Vinyoli, y es en la persecución de este espíritu de la detención que se inscribe esta pintura de la que la verdad se ausenta obstinada.
Llevaría toda una vida de pintar, leer, escribir, esculpir, modelar, fotografiar, de ir a la caza de los interruptores adecuados, de aprender a orientarse en la jungla de esos registros de infancia, para extraer de ahí justo una imagen. Hay mucha valentía en esta vía oblicua y en este espíritu de interrupción. Nunca, seguro, se planteó la posibilidad de otro camino. Nunca se temió la soledad.
Laura Llevadot
Filósofa
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