Descripción de la Exposición Una fotografía, como una tumba, es una historia que pide ser contada. Caronte en el Río de la Plata es una colección de relatos que transcurren en un cementerio, concretamente en el cementerio de La Recoleta de Buenos Aires. En los relatos rioplatenses de Andrés Ferrer no aparecen Santa Evita ni Bioy Casares ni Domingo Faustino Sarmiento ni Oliverio Girondo ni Victoria Ocampo ni Raúl Alfonsín, tantos huesos ilustres allí enterrados. La cámara de Andrés Ferrer no repara en los epitafios para la posteridad ni en las fechas de la Historia grabadas a sangre y fuego. Tampoco en las coronas de flores. Persigue otra cosa. Un hálito. Un parpadeo. Quizá sean los cementerios los lugares donde mejor se perciben las vibraciones de la vida. No hay espacio en el que uno sienta con mayor intensidad el tic tac de su corazón. Pero no era el tiempo que le queda lo que Andrés Ferrer fue a buscar entre aquellas sepulturas. En Caronte en el Río de la Plata la geometría de la vida se confunde con la geometría de la muerte. Las cúpulas de los mausoleos saltan por encima de la tapia para proyectarse, fantasmagóricamente, sobre los muros de los edificios cercanos, en los que las ventanas abiertas, las antenas de televisión y los aparatos de aire acondicionado constituyen los únicos signos visibles de vida humana. La necrópolis se ha integrado en el seno de la ciudad de los vivos. Es como un gueto formado por un grupo de vecinos insociables, una urbanización exclusiva dentro del barrio más exclusivo de la ciudad. Los protagonistas de estos relatos de Andrés Ferrer no son fríos esqueletos ni son ánimas en pena. Son seres de carne y mármol, estatuas que no necesitan mover los labios para hacerse oír. Andrés Ferrer ensombrece sus gestos y los alumbra, revelando a medias sus sueños no cumplidos, sus vidas no vividas. Las estatuas no tuercen la cara ni estiran la sonrisa ni pestañean ante el flash. Lo cual no las convierte en modelos ideales. Es mucho más difícil robarle el alma a una estatua que a un hombre. Para robarles el alma a las estatuas hay que otorgarles la condición humana. Y eso sólo se consigue de una forma: literaturizándolas. El mausoleo en el que una mujer y su marido se dan la espalda es como una habitación con camas separadas en un cuento de Raymond Carver. Esa mujer con el rostro velado, casi silenciado, por una telaraña es Ofelia y Ana Karenina, es Desdémona y Madame Bovary. Las muchachas tristes con los ojos hundidos en el suelo o con las miradas perdidas en el cielo son personajes de Katherine Mansfield, mujeres que esperan algo sin esperar nada. La repisa en la que duermen tres jarras de cristal, un candelabro y una planta fea de plástico es un interior de Chéjov: habrá un día en que alguien encenderá las velas y romperá una jarra y la fotografía arderá y el cuento se hará añicos. ¿Y los ángeles? Los ángeles son unos pobres diablos con alas de latón. No es desconsuelo lo que sus rostros reflejan. Les pasa que están aburridos, cansados de sus alas inútiles, hartos de posar para la eternidad en un escenario sin aplausos. Para ellos compuso Astor Piazzolla la Serie del Ángel y la Serie del Diablo. Y aunque algunas noches el viento suene en el cementerio como un bandoneón en un cafetín, no es capaz de deshelarlos. Las fotografías de Andrés Ferrer han sido confeccionadas para ser leídas. Y leyéndolas, se advierte enseguida que su mirada no es una mirada necrófila y que su cámara no es una cámara necrófaga. El fotógrafo no es en este caso un asaltatumbas. Andrés Ferrer rastrea las sombras en busca de un revuelo de luz. De una luz movediza que, dado el contexto, puede parecer epifánica pero que es la misma luz que se colaba en los cuadros de Vermeer. La luz que nos traspasa los ojos, la que ondula el mármol, la que espanta las tinieblas. La luz que resplandece en las fotografías de Andrés Ferrer es la piel del mundo, que se rasga, se arruga y se quema como la seda. En Caronte en el Río de la Plata el silencio resulta tan decisivo y elocuente como la reverberación de la luz entre las sombras. Andrés Ferrer es también un fotógrafo del silencio, y en estas fotografías ni siquiera se oyen los graznidos de las urracas. Pero una fotografía nunca es totalmente silenciosa. Si aguzamos el oído percibimos la respiración del autor y sus pasos resonando en los corredores. Y cómo contiene el aliento antes de apretar el disparador. Caronte en el Río de la Plata es un libro de relatos articulados en torno a una misma historia: la historia de una maldición. Las estatuas han sido condenadas a una eterna vida de mierda. No pueden aspirar a la resurrección ni a la reencarnación. Para resucitar y escapar de sí mismas tendrían que morir primero. Y las estatuas no mueren jamás porque están hechas de carne y de mármol.