Hay en los cuadros de Carlos Morago la confirmación de la existencia de una mística de la pintura, o sea, de una práctica o actividad que provoca el contacto perfecto del alma individual con el principio sustancial de lo pictórico. Ese contacto viene a ser una suerte de iluminación incomparable e incomprensible para la razón, una luz radiante que inunda a un mismo tiempo la personalidad del pintor y la zona enigmática del tema o motivo que él tiene delante y trata de representar. Es, pues, un contacto que se traduce en una vía reveladora y unitiva, en el sentido de que introduce al hombre en esa especialísima esfera en la que, al cabo, no será posible distinguir entre lo que es y alienta "en mí" y lo que tengo situado "delante mío". La perfección y la potencia de esa esfera -o universo cerrado y ... trascedente- son tan extremas que producen un desinterés, un vacío, por todo lo demás que pueda quedar en el entorno, sea lo que fuere.

¿Qué tiene, en realidad, delante de sí Carlos Morago en esta serie de sus cuadros más recientes? ¿Cuál es el enigma que trata de resolver?

Sus motivos temáticos son aquí unos paramentos de superficie plana y desnuda, un imaginario de elementos arquitectónicos diversos, y la organización del espacio pictórico por medio de un receso o alejamiento de la perspectiva bastante acusado.

Por eso, como género, estos cuadros se constituyen en paisajes de interiores, de carácter fundamentalmente constructivo, aunque no falte alguna que otra cita de elementos de Naturaleza, sobre todo de orden vegetal.

Sin embargo, resulta evidente que estos garajes desolados, estos interiores vacíos y estos muros señalados por ventanales, por puertas adinteladas o por salientes o tacones constructivos… se transforman, se transfiguran en un mundo aparte, en un universo estético dominado por la escritura de un dibujo que transmite a las formas la sensibilidad por la razón geométrica y la sensualidad táctil del pulso de su autor.

Se trata, también, de un lugar nunca antes visto de esta manera, dominado por la entonación controlada de un color-luz que no atiende ya al cromatismo natural de las cosas (al color-materia), sino a una iluminación creadora de una atmósfera que envuelve de manera personal a lo representado, haciendo que respire el mismo aire en el que alienta la persona de su pintor. Es un colorido que se expresa en su propia interioridad, como vehículo comprometido con la luz y que, por eso, tiende al predominio del blanco, el color (o no-color) en que se concitan o suman todos los colores del espectro.

Se trata, en fin, de un sitio plástico dominado por un espacio fluyente, que, en su fuga hacia el fondo, vibra sobre las superficies de la materia que lo "limita", a través del sistema de pincelada corta y a través de la erosión física ejercida sobre los collages sutiles que a Carlos Morago tanto le gusta introducir. Ese espacio queda, a la vez, dominado por el vacío, por la ausencia de lo superfluo, por el desinterés que el pintor siente por lo anecdótico, por lo que pudiera apartar de la pintura… al cuadro.

Porque Carlos Morago ya no representa en sus obras "lo que se ve", sino lo que él piensa y lo que a él le interesa y lo que él siente de ese universo exterior, ahora que lo ha hecho suyo, comulgando con él. En definitiva, lo que él quiere pintar es… la pintura; es decir, representar lo que de pictórico tienen las realidades que visualmente y espiritualmente le importan y le son más próximas. Así, el tema, el sentimiento y la razón última de este arte es la pintura pura y desnuda. Un arte en el que lo enigmático e inexpresable termina por mostrarse y decirse a sí mismo.