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Carlos Castillo Seas

Exposición / Palacio de Montemuzo / Santiago, 34 / Zaragoza, España
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Cuándo:
04 dic de 2008 - 11 ene de 2009

Inauguración:
04 dic de 2008

Organizada por:
Palacio de Montemuzo

Artistas participantes:
Carlos Castillo Seas
Etiquetas
Pintura  Pintura en Zaragoza 

       


Descripción de la Exposición

 

Si para cualquier artista plástico el devenir de la existencia, y los elementos materiales que a lo largo del tiempo actúan como referencias visuales y sensitivas de la misma, presentan siempre unos perfiles muy definidos que suelen responder a esa especial visión absorta en el espacio que propicia el dibujo esbozado o preciso (esté sobre un soporte tangible y permanente o vague transitorio por los planosmentales) de cuantos cuerpos viven subsumidos en el inabarcable dominio de la luz, para quienes han hecho de la fidelidad a la imagen realista un objetivo básico, vital en ocasiones, el dibujo concilia las virtudes axiales que sustentan y nutren su proyecto creativo, de modo que toda manifestación artística del mismo, sean cuales fueren su naturaleza e intenciones, hunde sus raíces en el fértil sustrato de tan primordial disciplina y proyecta su vuelo en cualquier dirección a través de los muchos recursos expresivos que atesora y expande con generosidad inusitada entre los elegidos por el fragor secreto, fúlgido y tenebroso, de la luz.

Uno de ellos ha sido y sigue siendo (desde sus primeros escarceos juveniles con los paisajes de su entorno natal, localizado en el somontano oscense) el pintor Carlos Castillo Seas, cuyo apasionado y fructífero periplo de ida y vuelta en torno a la figuración realista ?que se aproximó fugazmente a la hipertrofia de la exactitud hace ya casi tres décadas? y más concreta y extensamente al realismo paisajístico ha estado signado por un riguroso dominio de los valores esenciales del dibujo en cualquiera de sus aspectos, aunando siempre la exigente y sin embargo muy flexible solidez técnica con una inusual sensibilidad para la valoración de las gradaciones extremas e intermedias de la luz (el brusco claroscuro, la transición aérea de las intensidades contrastadas, la sutileza de los modelados casi escultóricos, la difuminación precisa o neblinosa, el vestigio espectral de las improntas sugeridas), favorable conjunción de pericia e inteligencia visual que, puestas al servicio de una sorprendente capacidad de observación retrospectiva y una no menos extraordinaria memoria sensorial (que tan pronto regresa a los orígenes vividos e imaginarios como se proyecta con morosa delectación hacia las imprecisas premoniciones del porvenir), vienen dotando a su obra de los últimos años de una singular personalidad distintiva que se caracteriza por anteponer, con absoluta decisión e irrefrenable convencimiento, las experiencias emocionales a las inclinaciones o preferencias plásticas, de tal manera que sus pinturas, y especialmente sus dibujos, son cada vez más el resultado consciente o intuitivo de la plasmación idealizada de las emociones vividas y los sentimientos presentidos en unos paisajes realistas y vitales que convocan y añoran los agridulces placeres de aquella sorprendida infancia irrecuperable que nunca sabremos cuándo o cómo terminó, fomentan la perplejidad y el desasosiego desde una madurez inesperada y muy difícilmente lúcida, y propalan el incipiente pero pertinaz anuncio de múltiples epidemias de melancólicos abandonos a la eviterna nostalgia del futuro.

Es en los abundantes paisajes dibujados a lo largo de la última década donde, efectivamente, mejor se ponen de manifiesto las inquietudes personales y expresivas de Castillo Seas, cuyo magistral dominio de las técnicas y procedimientos del dibujo, por lo general resuelto mediante soportes, materiales o vehículos tan tradicionales como el papel o la madera, el lápiz o el polvo de grafito ?medios en los que siempre han deslumbrado los grandes maestros? fluye con admirable precisión sobre vigorosas pero serenas imágenes cuya hermosa y contenida naturalidad, compleja cuanto próxima por su absoluta verosimilitud, se impone con la sorprendente sencillez reservada sólo para las obras y los sentimientos auténticos.

Que derivan sin duda de la permanente fidelidad del artista al lenguaje y los recursos plásticos elegidos en su primera juventud (apenas soslayados fugazmente en un breve periodo de incertidumbre), y todavía más si cabe a la localización geográfica y emotiva de unos paisajes que siempre pertenecen al territorio más cercano a sus orígenes vivenciales y artísticos, lo que explica y refuerza desde luego la notoria empatía de Castillo Seas con ese delicioso y vesperal Camino de sombras en Radiquero ?donde tantos amores permanentes tuvieron su acomodo?, cuya tranquila profundidad, las alargadas sombras anunciando la tarde, el carácter adusto y digno y resiliente de la vegetación, la atmosfera templada todavía, el minucioso acento descriptivo de formas y detalles (los justos y precisos, vividos o soñados pero siempre inexactos, igual que los recuerdos ciertos o imaginarios) anticipan la extensa sucesión de árboles poderosos pero también humildes en laderas, caminos, paredes imponentes de rocas fracturadas, campos que tiempo atrás se roturaban, algunos centenarios sujetando la tierra que les mantiene vivos (El árbol que baila) o agarrados al filo torvo de la extinción (Viejo olivo) o luchando sin tregua por la supervivencia y tal vez esperando otro milagro de la primavera (Olmo de Otín), y otros menos provectos soportando gallardos la soledad que el tiempo no remedia (Árbol solitario) o esperando pacientes al viajero improbable (Árbol en el camino y Senda de árboles) o gozando sin prisas el eterno retorno al borde del abismo (Árboles en otoño) o compartiendo el frágil sustento que la tierra pueda seguir prestando hasta el fin de los tiempos (Carrascas y olivos al atardecer), mientras la tarde busca imperturbable el horizonte próximo que no se alcanza nunca, ni siquiera siguiendo ese claro Camino de carrascas y sombras por el que felizmente nos podríamos perder.

En estos territorios de multitudinaria soledad y silencio sonoro que Carlos rememora o imagina cuando ninguno estemos para verlo (ahora también se oculta o desapareció por abandono la presencia del hombre ?y bien nos lo recuerda el sosiego beatífico de Treviño de Adahuesca, la melancólica procesión de cipreses en el Paisaje con ruinas de una casa y el postrero y caduco homenaje floral de Ventana en una ruina?, salvo cuando esa máquina circulando a motor se aventura indecisa por el crepuscular camino pedregoso de Árbol y coche, aunque pueda pensarse que alguna vez los vecinos regresan, acaso en romería, a los viejos lugares de temor ancestral y esperanza sin límites varados en el tiempo intransitivo de San Gregorio y San Antón de Alquézar) no sólo las carrascas, los álamos, los pinos, los olmos, los olivos viven bajo la férula de la naturaleza, sino que ésta reafirma sus poderes modelando imponentes formaciones rocosas fracturadas sin tregua por tremendas diaclasas que conforman el rostro, ciclópeo y suturado de inmensas cicatrices surgidas al empuje del hielo milenario, de bloques montañosos cuya magnificencia (Pared natural) y soberbia apostura (Luces y sombras en Mascún) sobrecogen y asombran, u horada infatigable a través de los siglos los volúmenes pétreos de formas tan extrañas y acaso caprichosas que rozan lo esotérico (Mascún) y abrigan a su sombra desmedida el bravo sotobosque pugnando por la vida, esa misma que medra y prevalece con obstinado afán en El camino de Otín y conquista las grietas abismales del Barranco de Mascún y vindica la primogenitura de su espacio cuando sin previo aviso irrumpen Dos estelas inquietantes y ajenas como el más proceloso de los presagios.

Esas visiones amplias de la naturaleza silente y montaraz, recreadas con mimo y habilidad que fluye inadvertidamente bajo la luz dorada de todos los crepúsculos (Sobre las rocas al atardecer), tienen su contrapunto en miradas más próximas, donde la intimidad del placer cotidiano se concentra en instantes de inefable belleza (Árbol) y en detalles humildes pero llenos de gozo que celebran los ciclos perennes de la vida (Mil hojas y Membrillo) y en el develamiento del agridulcefruto conseguido al final de cualquier existencia (Tres membrillos), cuyo eterno sabor inolvidable nos conduce de nuevo, con la emoción del niño que descubre otra vez los secretos guardados en el largo desván de la memoria, en busca de los viejos y gratos y esenciales caminos de la tarde.


Imágenes de la Exposición
Carlos Castillo Seas, Mascún, 2008

Entrada actualizada el el 25 jul de 2022

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