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Autorretratos

Exposición / Galería Nómada / Capua, 25 B / Gijón, Asturias, España
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Cuándo:
18 nov de 2011 - 14 ene de 2012

Inauguración:
18 nov de 2011

Organizada por:
Galería Nómada

       


Descripción de la Exposición

Artistas: Chechu Álava, Melquiades Álvarez, Juan José Aquerreta, José Antonio Cabanella, Dis Berlin, Pedro Esteban, Juan Manuel Fernandez Pera, José Ferrero Villares, Miguel Galano, Emilio González Sainz, Elena Goñi, Fernando Martín Godoy, José Luis Mazarío, Ricardo Mojardín, Pelayo Ortega, Natalia Pastor, Chema Peralta, Sara Quintero y Cuco Suárez.

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Miguel Galano, uno de nuestros grandes solitarios, es también alguien que no rehuye lo colectivo, ni la articulación generacional. Juntos pero no revueltos, él y dos de sus paisanos, el fotógrafo José Ferrero y el poeta Pedro de Silva, conmigo en la distancia, tejieron, en 2005, la colectiva gijonesa Las horas grises, de título simbolista. Galano ha participado en varias muestras temáticas que han tenido por marco Utopia Parkway, la galería madrileña que desde siempre se ocupa de su obra. De un tiempo a esta parte, va dialogando con versos amigos en unas 'plaquettes' -más bien: carpetas- tan grises como las horas, y la última de las cuales, fuera de formato y fuera de cronología, ha sido un homenaje a Luis Carlos López, el poeta prosaísta y post-simbolista, el Andrés González Blanco, para entendernos (y por decirlo en clave ovetense), de Cartagena de Indias. Y ahora decide dar un paso adelante, erigiéndose en comisario de una colectiva gijonesa, de nuevo, integrada por diecinueve autorretratos, para la cual ha tenido en cuenta algún consejo de alguien que le ha precedido por ese camino de lo colectivo y de la articulación generacional, como es Dis Berlin.

 

Parecería que la costumbre de interrogar el propio semblante, no fuera con la modernidad, y sin embargo está claro que con lo que no va es con una visión estrecha de la misma. En el siglo XX nos encontramos con muchos buenísimos autorretratos, y para todos los gustos; autorretratos que aguantan la comparación con lo mejor del género, a lo largo de los siglos precedentes. Jean Clair, en su Bienal de Venecia, que fue la de 1995, confrontó muy pertinentemente, en un mismo cuartito, los de Pierre Bonnard, y los del compositor Arnold Schönberg en su faceta de pintor. Pensemos también en alguno de Picasso y especialmente en el de los ojos saltones, de 1907, que está en Praga. En tantos de Edvard Munch que en esto también fue uno de los precursores del expresionismo, movimiento para el cual un paseo por una ciudad podía ser un autorretrato. En los paródicos y bufonescos del Giorgio de Chirico de después de la metafísica. En los inquisitivos de Alberto Giacometti y en los crispados de Francis Bacon. En uno rarísimo del Rothko todavía italianizante y novecentista. En el tan cristalino de Luis Fernández. En el de un Manolo Millares todavía figurativo que junto al propio rostro alucinado escribe 'MAD'. En los del Zoran Music más venecianamente crepuscular. Pensemos además, más cerca de nosotros, en los del Ramón Gaya de la vejez, entre los cuales siempre encontré especialmente aquellos en que su rostro apergaminado y su mirada aguda se reflejan en la laca de un piano... O en alguna rareza absoluta, por ejemplo el autorretrato 'forties' del almeriense, indaliano y falangista Jesús de Perceval, embutido en un mono blanco, con gallina y soplete, que cuando se lo enseñé tanto entusiasmó a Carlos García-Alix, tan buen pintor, y tan degustador de buena pintura a trasmano...

 

Precisamente debido a ese digamos 'decanato' disberlinés al cual he hecho alusión casi al comienzo de estas líneas, a esos muchos años de mili que nuestro común amigo lleva en lo de dar ciertas batallas, a la hora de organizar un poco los comentarios que me suscitan los diecinueve autorretratos ahora reunidos por Galano creo oportuno referirme en primer lugar al del pintor hoy retirado en Aranjuez. Muy dado a interrogar el propio rostro, y sobre todo la propia circunstancia, no ha reincidido en esa clave de autoficción que en este campo que nos ocupa hoy, dio frutos tan felices como El pintor de Leningrado (1985), y sobre todo como el políptico El viajero inmóvil (1987) que está en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid y que representa la culminación de su época azul, sino que ha optado por realizar un fotomontaje digital de gran teatralidad, y al cual encuentro un cierto aire Carlo Mollino, y soy consciente de que estoy mentando a un artista (arquitecto milanés, diseñador de mobiliario y a la vez fotógrafo, autor de sorprendentes polaroids eróticas) de su predilección, a uno de aquellos que reuní para él, en 1999, en aquella muestra de Bancaja, El museo imaginario de Dis Berlin, para la cual conseguí traer unas cuantas piezas afines a su sensibilidad, algunas de ellas nunca vistas antes en España, como un Albert Marquet argelino que vino de Toulouse, una marina exacta de Amédée Ozenfant que vino de París, y un Pierre Roy hawaiano que vino de Nantes, la ciudad natal de ese pintor...

 

Fue genial que en 2010 la misma Galería Nómada que ahora es escenario de esta colectiva, propusiera una muestra conjunta de Juan José Aquerreta, y de Galano, en cuyo catálogo negro, por cierto que magníficamente maquetado por Manuel Fernández -el mismo que ahora va a maquetar este-, van mis reflexiones respecto de esa conjunción de dos de las grandes voces de nuestra actual escena. El navarro Aquerreta, formado en San Fernando con Antonio López García en los ya lejanos sesenta de un siglo al cual a muchos nos cuesta adjetivar de pasado, fue, en 2001, uno de los premios nacionales más merecidos de las últimas décadas, un premio está claro que muy poco en línea con los que se han otorgado más recientemente. Aquerreta, cuyo estudio en el casco antiguo de su Pamplona natal es para mí un auténtico santuario, es el maestro de la media voz, de la nieve medieval y su paz, del alfoz de la capital navarra, de la pintura quieta, de la emoción contenida... Lo más sublime de su producción está a mi modo de ver en sus paisajes, pero es también un notabilísimo bodegonista, y un extraordinario retratista, que ha escrutado obsesivamente rostros amigos, y el suyo propio, en este último caso con resultados como este Autorretrato blanco, cabeza maciza, de mirada fija, fechada precisamente en 2001.

 

Emilio González Sainz, allá en su alto pueblo cántabro de Casar de Periedo, habita en plena naturaleza, pero como en una cueva: entre libros amados (por leídos), y pinturas y papeles de pintores amigos. Demasiado fugaz ha sido la única visita que le hecho por el momento, pero me he quedado con ganas de volver. EGZ, como minuciosamente firma sus cuadros, podría haberse autorretratado entre esos libros y esos cuadros, pero ha preferido hacerlo en la naturaleza, sentado en actitud contemplativa, rodeado de rocas y de árboles y de esos pájaros ya tan suyos, y al lado la mochila, el cuaderno de apuntes, el lápiz, las gafas... El resultado, como todo lo suyo de un tiempo a esta parte, me entusiasma, como me entusiasmó su reciente contribución a la muestra de Fernando Castillo Tintín, 25 miradas (Galería José Ramón Ortega, Madrid), a la cual también han contribuido por cierto, y en todos los casos con piezas asimismo magníficas, otros cuatro de los ahora reunidos: Dis Berlin, Fernando Martín Godoy, Pelayo Ortega, y Chema Peralta.

 

En la misma Cantabria, José Luis Mazarío, que en cambio tiene el estudio (abarrotado, mucho más en desorden) en la periferia de Santander, es otro pintor apasionado por su oficio, y que ha asimilado la lección tanto de Matisse -por el lado 'joie de vivre'- como de los metafísicos italianos y los realistas mágicos alemanes. En esta ocasión se ha autorretratado completamente desnudo, con el pincel en la mano derecha, y mirando de frente al espectador, como sorprendido de su intrusión en la escena de su intimidad. Es mucho menos bronco, en su actitud ante la realidad, y en su manera de aproximarse a la figura humana, que Lucian Freud -pintor por cierto este último que le interesa a Galano, que sí tiene un lado bronco, y pintor que a mi me deja más frío, aunque hace poco descubrí con fascinación el retrato que en 1948 le hizo a Christian Bérard-, y sin embargo es curioso que el del austro-británico haya sido el primer nombre que se me haya pasado por la mente, ante esta imagen.

 

Cuando vimos, en 2004, en una colectiva de retratos celebrada en Utopia Parkway, su cabeza de Enrique Andrés Ruiz -poeta que cuatro años después publicaría un importante libro-conversación con ella, editado por el Gobierno de Navarra-, supimos que en Elena Goñi, otra pamplonesa, con estudio muy cerca de la Catedral, teníamos a una grande del retratismo de nuestro tiempo. Prodigiosamente parca y contenida en su expresión, esta pintora que como otros de sus coetáneos tanto ha aprendido de su maestro Aquerreta, es excelente en estas visiones familiares, cotidianas, infantiles, maternales -ver este Autorretrato con niño-, milagrosamente trasladadas a un plano intemporal y clasicista que casi sin que nos demos cuenta nos lleva hacia Italia y sus maestros de antaño.

 

Tanto Galano, como Enrique Andrés Ruiz, como el firmante de estas líneas, compartimos desde hace años la amistad del pintor palentino Juan Manuel Fernández Pera. Estoy encantado de volver a encontrarme aquí, en esta selección gijonesa, con su luminoso autorretrato, que tuve ocasión de admirar hace poco, en compañía del soriano, en el inverosímil, desordenadísimo estudio en penumbra del pintor, cabe la glorieta de Cuatro Caminos. Un autorretrato muy de verdad, y que tiene la virtud de ser también, por un lado Julián Gállego, un cuadro con cuadro dentro, me refiero a que en él está representado otro cuadro de la autoría de Fernández Pera, y no cualquier cuadro, sino su retrato de su paisano y tocayo suyo y mío Juan Manuel Díaz-Caneja, otra admiración por él compartida con Galano y con Enrique Andrés Ruiz y por supuesto conmigo. De raíz canejiana -noventayochista obsesión paisajística castellana, presencia del bodegón (aquí mismo, el de primer plano es cita directa de uno del senior), canto del amarillo, práctica en paralelo de la escritura poética-, es efectivamente el trabajo de este pintor.

 

Por seguir en Castilla, el más enigmático de estos autorretratos reunidos ahora por Galano me parece el de Chema Peralta, pintor de paisajes esenciales y silentes con a menudo, ellos también, un punto canejiano, y pintor de bodegones, y pintor que pertenece como Galano a la escudería de Utopia Parkway, a la cual también perteneció en su día Fernández Pera. Mundo sin figuras el de este madrileño que consecuentemente, para decirse aquí a sí mismo, elige... un bodegón con, sobre la mesa, un infantil y frágil avión de papel -un tema muy suyo- y -segunda aparición de este asunto, en esta colectiva- un cuadro dentro del cuadro, en este caso, como no podía ser de otro modo, un paisaje propio. Bodegón y paisaje, como autorretratos. Entiende bastante bien esta actitud, quien, si le pidieran un autorretrato literario, lo más probable es que eligiera la fórmula de la lista, a la cual por cierto recurrió Eugenio d'Ors en ese trance, al ser solicitado por el semanario Blanco y Negro.

 

Otro de Utopia Parkway: Fernando Martín Godoy, pintor zaragozano afincado en Madrid. Su pintura, concentrada y de tintas planas, es mitad paisajes urbanos casi abstractos de tan extremadamente sintéticos, y mitad un retratismo austero que por algún lado conecta con el de Aquerreta, y por otro casi con el de Julian Opie. Sensacional este su autorretrato con corbata, al cual tal vez por tener reciente la contemplación de su contribución a la citada colectiva tintinesca madrileña, y por la sugerida conexión Opie, le veo un punto hergeiano y 'línea clara', llegando por momentos a parecérseme en él el pintor, al Doctor Müller, uno de los malos malísimos (y ubicuos) del genial ciclo de aventuras.

 

Utopista también en su momento, y recientemente recuperada por la galería de Lola Crespo por el tiempo de una colectiva -¿signo de una reincorporación definitiva al que sin duda es su lugar natural?, el tiempo lo dirá-, le toca ahora el turno a Sara Quintero, otra nacida en la capital. Denso universo siempre el suyo, pintura sombría e inquietante, pintura del desasosiego, y me acuerdo en especial de aquellos en verdad memo­rables cuadros de chabolas madrileñas que casi podrían ser de favelas cariocas, cuadros suburbiales, arrabalescos de arrabal universal, entre la metafísica y el realismo social... Como no podía ser de otro modo, el suyo, titulado Con la pintura al cuello, es otro autorretrato atípico, raro, desaso­segante: una piscina de la cual sobresalen seis cabezas femeninas, y uno se imagina a Fernando Pessoa autorretratándose así, la cabeza de Álvaro de Campos, y la cabeza de Alberto Caeiro, y la cabeza de Ricardo Reis, y así sucesivamente... El ser, como teatrillo.

 

Pedro Esteban, leonés del Bierzo (como Amable Arias, que tanto nos gusta a Enrique Andrés Ruiz y a mi), se formó en la Facultad de Bellas Artes de Valencia, donde ahora es profesor, y en cuya colección de libros publicó el año pasado uno sobre Velázquez, titulado La pintura es lo que aparece. En los últimos años ha tendido a hacer más y más explícita la dimensión espiritual y religiosa que fundamenta su trabajo. Como el de tantos, descubrí su trabajo vía Dis Berlin. Entonces -hace ya mucho tiempo: el líder de los hijos pródigos todavía residía en Madrid, no se si todavía detrás de la Gran Vía, o más bien en aquel suntuoso espacio de la calle Mayor donde lo retrató la gran Inge Morath- Pedro Esteban pin­taba, como nadie, una cierta Valencia suburbial, de la periferia. En 1996 celebró una individual en una singular galería, ya desaparecida, de la ca­lle Pelayo, la de Flora Herranz. Lo frecuenté algo en mi época del IVAM. Perdí luego el contacto con él. Periódicamente recibo, eso sí, alguna de sus publicaciones, e información de sus rumbos, siempre vía Dis Berlin, tan fiel a aquellos de sus colegas a los cuales considera -como este es el caso- a la altura de las circunstancias. Sombrío, inquisitivo este autorretrato dibujado.

 

Pelayo Ortega fue el primer pintor asturiano que gravitó, precisamente, en la galaxia disberlinesa, en la época primero de Décaro, y luego de Buades y de El Caballo de Troya, otras tres galerías capitalinas desaparecidas las tres. Sensacional este autorretrato al pastel de 1996, con una atmósfera -ese Tabacaria paradójicamente rotulado sobre el fondo rojigualda de nuestros estancos- claramente pessoana, y hay que recordar que el poeta de Mensagem, con el cual aquí se identifica hasta el punto casi de confundirse con él, es, desde hace mucho, santo de la devoción pelayesca. Escena por lo demás muy reveladora de la intensidad de la mirada del de Mieres, sobre una provincia que vio primero negra -acordándose de los cuarteles civiles y del óxido de su villa natal-, y luego blanca y gijonesa y un poco entre Hergé y Jacques Tati y Érik Satie, y que en cualquier caso es, por decirlo con Ramón López Velarde, su suave patria, desde la cual dice su pequeña canción, siempre repetida, y que siempre nos emociona.

 

Próximo en la adolescencia a Pelayo Ortega, Melquiades Álvarez, que en tiempos exponía en la misma galería gijonesa (Cornión) que aquél, y que sigue exponiendo en la misma ovetense (Vértice) que Galano, y del cual recuerdo, en 1991, una muy buena muestra en otra sala madrileña (Albatros) que ya es sólo recuerdo, es un empedernido romántico septentrional línea Robert Rosenblum (de Friedrich a Rothko), que en este 'tondo' se autorretrata a contraluz, en una luz verdosa, sentado bajo un árbol, En la sombra, en la umbría, y la imagen trae a mi memoria el recuerdo de que su colega y amigo Galano tiene en su producción de 1999 un cuadro en su homenaje, de atmósfera bastante corotiana, en más leve, y que se titula Bosque de Melquiades.

 

Ricardo Mojardín, el catálogo de cuya individual de 2006 en la Galería Fruela de Madrid, también desaparecida -menuda elegía de salas de exposiciones capitalinas- prologué con un texto en cuyo título lo calificaba de ironista, comparece con un Autorretrato con sombra, técnica mixta de 1999 en que se combinan xilografía -técnica en la cual es un consumado maestro- y collage, y este último de fragmentos -casi podríamos decir: de añicos- del inmortal bodegón zurbaranesco con cacharros que es una de las joyas de la colección del Prado, que es bien sabido que el pintor y grabador asturiano siempre ha tenido obsesión por el Museo. Autorretrato, más citas de un bodegón: curioso que esta sea la tercera obra aquí presente, en la cual de una manera u otra, confluyen ambos géneros.

 

Chechu Álava, uno de los últimos fichajes utopistas, y que llegó a esa galería precisamente de la mano de Galano, reside hoy en París, lo cual a uno ni que decir tiene que le provoca insana envidia. Sus lienzos y papeles -hay también videos- son turbadores, por lo general de alta densidad erótica, y por ese lado algo balthusianos. En algunos casos sus figuras deambulan sobre desenfocado fondo paisajístico de la capital francesa -por ejemplo, parques, o los muelles del Sena a la altura del Pont Neuf-, pero en este caso estamos, también con ese desenfoque o temblor que es 'especialidad de la casa' y que sugiere una cierta contaminación fotográfica, ante un cuadro de interior, ante el teatro de la propia intimidad de la pintora, pintora ante Le miroir, exhibida en ropa interior a la contemplación de un espectador al cual convierte un poco en 'voyeur', como en otras ocasiones lo convierte en hojeador de la intimidad conservada en viejos álbumes, por ejemplo el de Frida Kahlo, o el de la familia imperial rusa...

 

Abriendo la muestra a otros horizontes, dos raros galanescos: Cuco Suárez, y José Antonio Cabanella. El primero, instalador y provocador, e impulsor desde 2006 de la Fundación Arte Ladines, es uno de los mejores amigos del pintor-comisario, del cual ni que decir tiene que estéticamente está en las antípodas, pero que le ha hecho dos soberbios retratos, y del cual ha sido acompañante en algún periplo europeo. A Cuco Suárez lo he tratado algo, con ocasión de sucesivas visitas a Oviedo, y me parece un artista de entidad dentro de lo suyo, y todo un personaje. Recuerdo por ejemplo una monumental y magnífica xilografía suya, rojinegra, de 2004, perteneciente a la serie Ferramienta, y que premiamos al año siguiente en el Certamen de Artes Plásticas de la vecina Cantabria. Su autorretrato, una cabeza realizada con una mezcla de cemento y óxido de hierro, es figurativo, de un deliberado primitivismo, y como tal eficaz. La cabeza se me antoja goyesca. A Cabanella, otro de los grandes amigos de nuestro pintor, que lo ha convertido en uno de los principales destinatarios de sus postales autodibujadas viajeras, lo conocí en su refugio aldeano en la localidad de la cual ha tomado su nombre, dentro de una tradición, en ese sentido, completamente galanesca. Visita acaecida en 2008, y que resultó memorable tanto por el personaje y su universo de artista-anticuario, como por algún libro raro gallego -dos de los primeros de Rafael Dieste, y uno póstumo de Aquilino Iglesia Alvariño- que acabé comprándole. Escultor 'brut', aquí Cabanella se autorretrata, enigmáticamente -es la pieza más desconcertante del conjunto reunido en Nómada-, como una bola cerámica acribillada de orificios, y con grifo de barril, evocando 'un mundo lleno de agujeros, por donde se escapan la libertad, el amor... todo lo valioso'. Poeta -ver De Veiga a Taramundi- de la ronda galanesca, adjunta a la pieza estos versos en 'fala': 'Nunca chegan / al noso grifo / enfrescadoras verdades / que nos enxuaguen el alma'.

 

Un único fotógrafo-fotógrafo, el avilesino José Ferrero, ya citado a propósito de Las horas grises, y también llegado a Utopia Parkway de la mano de Galano, está presente con una imagen playera y feliz aunque a la postre un tanto inquietante, por un lado un poco Edward Hopper: las vacaciones como autorretrato de El analista por los acantilados, escrutando el mar en calma. Ferrero es fotógrafo de instantes poéticos, en ocasiones -como esta- compatibles con ideas de signo conceptual. En blanco y negro, fija meticulosamente esos instantes: sombras que se desplazan sobre paredes blancas, siluetas fugaces, piedras, aguas, brillos de metal, anuncios, estancias de museos...

 

Natalia Pastor, reciente expositora en Oviedo, en ese espacio siempre pródigo en sorpresas y sugerencias que es la galería de Guillermina Caicoya, trabaja entre la fotografía -entre otros temas, ha recopilado con su cámara neones de prostíbulos de carretera- y el dibujo. En una instalación de 2007 se aproximó a un pretexto tan literario como las ciudades invisibles de Italo Calvino. En esta pieza más o menos de la misma época -'2005-2009', indica su ficha-, perteneciente a una serie que lleva el significativo título Vestigios, infográficamente se dibuja a sí misma un poco como un fantasma, de espaldas y con un vestido rojo, sobre fondo fotográfico de un asilo siquiátrico en desuso, y la obra posee una devastadora tristeza.

 

He dejado para el último lugar al propio Galano, que presenta su propia cabeza cortada, como la del Bautista, a propósito de la cual hay que recordar que precisamente a Cabanella le acaba de hacer un retrato hermano de este. Desde hace alrededor de treinta años, es decir, desde su prehistoria como creador, el de Tapia se ha enfrentado a menudo -aunque ciertamente no tantas ni tan obsesivamente como Aquerreta- al propio rostro y a la propia silueta. A sus retratos y autorretratos -especialmente memorable aquel de 1999, azul entre bambalinas, pincel en ristre, y con sonrisa mefistofélica- dedico un capítulo de la monografía que preparo sobre él, capítulo que se cierra con este, estremecedor, de ahora. Ante esa zona de su trabajo se entiende su interés temprano por Francis Bacon o por el citado Lucian Freud, así como su identificación con pintores más 'de la familia', por decirlo con su terminología casera pero tan expresiva, como pueden ser Alberto Giacometti o Zoran Music.

 


Imágenes de la Exposición
Chechu Álava, Le miroir, 2011

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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