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Apartamento 30G

Exposición / Llamazares Galería / Instituto, 23 / Gijón, Asturias, España
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Cuándo:
12 dic de 2013 - 31 ene de 2014

Inauguración:
12 dic de 2013

Organizada por:
Llamazares Galería

Artistas participantes:
Gonzalo Sicre

       


Descripción de la Exposición

En un pasaje de sus diarios, John Cheever registra la emoción vivida un atardecer de invierno mientras patina en un estanque 'cuyo hielo es puro' y cuya pequeñez le obliga a deslizarse en círculos. 'El cielo', escribe, 'es una mezcla, pero tiene algo de azul, y evidentemente el movimiento de patinar, la cristalinidad y el frío del aire contienen belleza, una belleza moral. Quiero decir que corrige la medida y la naturaleza de mi pensamiento'. Y precisa: 'Tal vez me refiera al espacio, pero existe la belleza moral de la luz, la velocidad y el ambiente'. El caso es que, retenido por el hechizo de esa belleza, el patinador, que pensaba irse pronto, sigue patinando hasta que anochece. He recordado este apunte ante los cuadros recientes de Gonzalo Sicre. Su pintura es como el estanque de Cheever. Sus cuadros también contienen belleza; el tipo de belleza cristalina, helada, sumergida en un clima de quietud en el que predomina ese 'algo de azul' que no es tanto un color como un estado atmosférico. Para embalsarla, Sicre escoge una porción de realidad de lo más cotidiano y la confina en el interior del lienzo; la reduce a sus elementos mínimos (desvelando de paso cómo en cualquier lugar, sobre todo si hay una arquitectura de por medio, puede haber una rigurosa composición que descubrir); lo depura todo ello de ruido -sobre todo, del ruido de la anécdota- y consigue pintar escenas que poseen la engañosa nitidez de ciertos sueños: ésos que consisten apenas en la réplica soñada y perfectamente verosímil de un lugar o una situación que ni siquiera recordábamos y que se dejan describir pero nunca narrar, puesto que son imágenes aisladas e inmóviles, destensadas por la ausencia de cualquier compromiso con el tiempo. Del mismo modo, en estos cuadros cualquier fragmento de la realidad se muestra desgajado de la secuencia de los acontecimientos, preservado en un fluido estable, más denso que el aire común, cuyo espesor confiere a los contornos una vibración que los hace más nítidos que nuestras percepciones reales, pero al tiempo los aleja irremediablemente de esta realidad. Por supuesto, ese fluido que a la vez fija y enajena la realidad y el resultado final de todo este proceso tienen un mismo nombre: pintura. No es hielo, pero su capacidad para conservar e inmovilizar es análoga a la del hielo. Y lo que Sicre congela en ella son reproducciones del banal, pero también misterioso y cada vez único acontecimiento de una belleza que por sí misma, sin énfasis ni violencia, impone una rectificación a nuestro confuso trato con el mundo y con nosotros mismos. Supongo que eso es lo que quiere decir Cheever cuando habla de una 'belleza moral' que 'corrige la naturaleza y la medida' del pensamiento. Aunque haya en ello una redundancia. La belleza es belleza porque, mucho más allá del disfrute casi animal de unas formas armónicas, impone siempre, mediante una persuasión a la que no sabemos oponer resistencia, esa corrección de la que habla el texto; porque manifiesta con su mera comparecencia ante nuestros sentidos el orden secreto de las cosas, su sencillo pero indescifrable misterio, y consigue así 'corregir' -al menos mientras estamos ante ella, o en ella-, nuestra percepción del mundo, siempre desatenta, errática, confusa y sobresaturada. No se trata, desde luego, de que Sicre se haya propuesto nada de esto. Casi ningún artista es tan pretencioso, e incluso rehuirá un término como 'moralidad' al pensar en su trabajo. Lo suyo, como lo de cualquier pintor, es pintar. Pintar sin más, con pasión, convicción y la depuración conceptual y técnica que se ha intentado describir más arriba. Pero el caso es que lo que pinta Sicre parece renovar en cada uno de sus cuadros aquel mismo deslumbramiento que De Chirico dijo haber tenido una desabrida tarde de otoño ante la piazza Santa Croce de Florencia: el de 'estar viendo las cosas por primera vez'. Y no se trata tanto de insistir en la reiterada filiación neometafísica de esta pintura, sino de hacer ver queeso es precisamente lo que hace Sicre: pintar las cosas como si las hubiese visto 'por primera vez' y transmitirnos ese mismo 'como si' a nuestros sentidos, tan resabiados y escépticos. Y de ahí se sigue casi inevitablemente la 'moralidad' de esta belleza: en el hecho de que, en esa experiencia de lo originario e incontaminado, encontramos un criterio; una enseñanza (de una forma de mirar hacia las cosas, de pensarlas y de pintarlas); una regla para purificar los excesos (en nuestra percepción del mundo) y una cierta proporción (una 'medida', dice Cheever). Una experiencia intensa del misterioso orden del mundo. Pero lo importante es que todo esto lo percibimos mientras estamos patinando, deslizando los ojos por la reducida superficie del cuadro. A menudo se ha sugerido que los cuadros de Sicre son contenedores para un tiempo congelado o detenido. A mí me da la impresión que en realidad lo congelado, como en el estanque de Cheever, es el espacio y las cosas que hay dentro él. El tiempo ni siquiera existe en ellos (ese me parece en realidad el sentido último de la intemporalidad que suele atribuirse a esta obra). Y no existe porque, o bien también está atrapado en la pintura, o bien -esto más probablemente- se ha coagulado él mismo en pintura. Se ha convertido en puro espacio, 'luz y ambiente' inmóviles; la 'velocidad', el tercer factor de la belleza en el texto de Cheever, es la del movimiento de nuestra mirada. La obra que Sicre trae a su primera individual en Gijón parece reforzar esa conjetura. En esta serie ha trabajado sobre pares de imágenes en las que un mismo escenario presenta algún cambio: una presencia o ausencia, una modificación del ángulo de visión, un desplazamiento de algún objeto, una variación de la luz, o una combinación de estas variables. La tentación de organizar un exiguo relato y de intentar prolongar hacia delante y hacia atrás la secuencia es grande. Pero no son dos tiempos, sino dos espacios confinados cada uno en su propia estanqueidad. El título escogido por Sicre para la colección es revelador: un Ni principio ni fin; que refuerza el De ningún lugar a ninguna parte con el que tituló una muestra anterior, invitándonos a quedarnos justo donde estamos y en el momento en el que estamos porque seguramente un momento antes o unos metros más allá tampoco hubiera sucedido nada importante. Y porque, sin ningún género de dudas, Sicre está convencido de que hubiéramos podido encontrar igualmente la belleza. Esta pintura hace lo contrario de lo que parece: desmitifica las epifanías.

 

No tiene sentido hablar de ellas cuando se sabe cómo provocarlas de continuo y en todas partes. Sicre parece basarse en la hipótesis, muy plausible, de que la cantidad de belleza y misterio permanecen constantes en cada punto del espacio y del tiempo; sólo hay que saber hacer altos, abrir los ojos, trasvasar disciplinadamente -en este caso, al interior del cuadro- lo que se ha encontrado. En realidad, esa 'belleza moral' que el siempre desasosegado Cheever encontró en su estanque helado fue, a la vez, un lugar y un tiempo en el mundo y un lugar y un tiempo fuera del mundo. Sin más: un pequeño recinto de discontinuidad en el que quedarse un rato absorto, patinando, dando vueltas una y otra vez, entregándose a la simplicidad de un orden sencillo y evidente y a la profundidad del misterio que siempre se oculta bajo la superficie del hielo. No otra cosa es lo que hay en estos estanques helados de Gonzalo Sicre.

 

J. C. Gea Gijón, marzo de 2010

 


Imágenes de la Exposición
Gonzalo Sicre, Interior con Marina, 2013

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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