Descripción de la Exposición Nunca espectadores de una situación en la que uno no se halla, nunca superados por experimentaciones cuyo fin reside en sí mismas. Con Paolo Grassino hundimos nuestras raíces en una noche de corazón negro, con relámpagos de filo cortante, donde la belleza es una tensión buscada, la fuerza del trabajo un proceso innato.
Entramos, por tanto, en esta noche oscura sabiendo que nos espera algo, nos atrae un peregrinar inquieto. Las rugosas esculturas de Grassino están ahí, esperan, tienen tiempo. Venidas de una profundidad muda, sacan el vacío lleno de su imagen, de su doble que es también el nuestro. Vigilando detrás de nosotros, van por delante de nuestra mirada. Cercados, nos resistimos para que no nos engulla el fondo hueco que las sostiene, como en las figuras humanas horadadas por tubos de aluminio que forman un grupo de obras suspendidas entre la estabilidad del ser y el movimiento del devenir. Las paredes infranqueables formadas por las barras están clavadas en los cuerpos, sustentan, aunque también están atravesadas por formas de cemento del artista. Es un pasar a través que se resuelve bloqueando el movimiento en elementos portantes. Pero no es sólo eso. Hay un plano de lectura diferente que encontraremos en todas las obras de este último período, aunque resulte menos evidente. Me refiero a la atención que presta Grassino a los elementos primarios que componen la forma: el punto, la línea, la superficie. Aquí, lo que interesa es el punto, el origen de la dimensión y la línea como su configuración secuencial atirantada. El punto es la nada, aquello de lo que nace la propia posibilidad de ser. Un agujero, un orificio, negro que engloba, atrayéndola hacia sí, a la materia, pero que, al mismo tiempo, en su expansión hacia el infinito, nos restituye la condición trascendental de la luz. Nos damos cuenta de que los cuerpos “agujereados” por tubos, vistos de frente, están atravesados por orificios luminosos. Si miramos dentro, nos ciega un resplandor. Nos lleva dentro y, al mismo tiempo, nos lleva fuera, hacia el origen de las cosas.
Hemos desfondado la superficie, esta vez entramos en el cuerpo y nos recibe un trozo de sistema venoso, parece un enorme animal acuático inerme que yace en el suelo, pero que podría despertarse y envolvernos con sus tentáculos, engullir la linfa vital. Es sangre dura, coagulada, grumosa, del aparente frío del metal que nos envuelve en las turbinas que separan el alma del cuerpo, aunque sólo estemos dentro del cuerpo descubrimos su inviolabilidad, su perversa fascinación. Una vez dentro, traspasado el umbral, sabemos que desaparece cualquier dicotomía, el interior se pliega hacia el exterior, la naturaleza se transforma en cultura, el dominio del cuerpo en ingeniería genética y biocomputing. La superficie se convierte en articulación del caos, la línea alcanza la complejidad de lo irrepresentable, el punto se convierte en el cero digital inorgánico.
En este punto nos sentimos atrapados. Grassino nos guía, en régimen de semilibertad, que corta, divide en dos, secciona los pensamientos, los cuerpos, los sueños, los deseos. Una prisión, un neón azul nos la señala. No podemos superar el límite impuesto por las barras metálicas. Los tubos cortan el espacio como un campo eléctrico, tensan el aire. Visibles, señalan el territorio invisible de los poderes divisores, aunque no sepamos quién está dentro y quién fuera; quién es la víctima, quién el verdugo. Separan los cuerpos, pero no las miradas. Se ven y las manos pueden tender desde la “otra parte”, casi a querer subrayar el vínculo, el lazo que nos une, pero también el compromiso al que debemos someternos para ser socialmente libres. Pero nos esperan más cosas.
Dos mutantes, uno de pie con los brazos cruzados, el otro sentado, o más bien, desplomado, en el esqueleto vacío de una silla anhelando inútilmente comunicarse con un centenar de embudos que despuntan luminosos aquí y allá como poros dilatados. Clavados en el asfalto negro de su piel, son orificios para escuchar, bocas metálicas para respirar, donde no siempre el paso es obligado, ya que no existe ninguna regla que impida el intercambio. La lógica que los gobierna es una lógica del exceso, de lo híbrido, dominada por el juego paroxístico del dispendio, mientras se nos acelera la respiración, nos aumenta el pulso y la escucha se dilata hasta el silencio.
Tenemos que volver atrás, empujados por el viento de nuestros miedos, mientras Grassino nos recibe con otras experiencias. Esta vez son carcasas casi contundentes, de las arquitecturas orgánicas, de lo que está dentro de los cuerpos: sólo que aquí no hay cuerpo, porque no hay vaciado. Ya no hay nada que pueda recoger el aliento embriagador de la vida, lo profano del universo. El deseo está suspendido, congelado, aunque sólo por un instante. Ahora hay que arriesgarse y jugar con el destino y la materia. El desafío consiste en eliminar la matriz y formar con el aluminio un bloque único, irrepetible. El original y la copia coinciden aquí en una forma pura de cera perdida, una cristalización sin más que transforma la escultura en proceso. Fusión lenta de un vacío sin fondo, la obra se consuma al aparecer con un brillo opaco en el manto de una noche que nos envuelve, para resistir.