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Amada montaña

Exposición / Cornión / La Merced, 45 / Gijón, Asturias, España
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Cuándo:
21 jun de 2013 - 20 jul de 2013

Inauguración:
21 jun de 2013

Organizada por:
Cornión

Artistas participantes:
Carlos Acuña
Etiquetas
Fotografía  Fotografía en Asturias 

       


Descripción de la Exposición

Carlos Acuña ama, desde siempre, la montaña: estos picos de Europa que separan y unen tantas cosas; sin ir más lejos, su infancia y este mismo instante.

 Carlos Acuña ama el Cornión, esa montaña con un idioma propio que él tan bien conoce, ama la niebla y las nubes que lo acarician, ama este paisaje inclinado, misterioso y salvaje, aún sin adulterar a pesar de la huella imprecisa del hombre, que descubrió cuando niño: las aguas del Dobra desmayándose por sus laderas, la crudeza de las formaciones rocosas de los Urrieles, la nieve reluciendo en Los Lagos que baja la cabeza humildemente ante el sol, los caminos con delirios de serpiente que comunican valles y majadas, el andar sin titubeos del pastor mudándose a los puertos altos de Onís.

 Porque no hay camino monótono cuando el destino no está en lo más alto de la montaña, cuando la propia montaña es el destino: sus valles, sus picos, sus majadas; las vegas verdes donde brillan las cabañas que humean la mezcla cuajada de las leches de vaca, cabra y oveja antes de llevarla a la cueva que hará de este queso un milagro.

No hay camino monótono cuando no cabe la monotonía en los ojos de quien lo transita, lo contempla y lo retrata, cuando uno sabe, y entiende, que un día, no muy lejano, nadie lo recorrerá salvo el crepúsculo.

 Carlos Acuña ama la montaña. Y por eso la recorre, suavemente, como si fuera el cuerpo desnudo de una mujer, ajustando bien la dosis de su veneno, y la asciende y la desciende con entusiasmo, y la fotografía para afianzarla en la memoria.

Esta memoria que nos duele y consuela al mismo tiempo, que corta y abriga, que es soledad pero también refugio.

Carlos Acuña fotografía la montaña con la mirada serena y despejada del amante que ama porque no puede evitarlo, que entrega su amor sin pedir nada a cambio. Y eso es lo que le hace capaz de capturar ese preciso instante en que la luz le arranca las ropas al paisaje. La luz en su momento, en su justa medida. Esa luz que, para todos los demás, es luz inesperada.

Carlos Acuña ama, desde siempre, la montaña. Y, ahora, sus fotografías nos desvelan que es un hombre con suerte: se trata de un amor correspondido.

Gijón, mayo de 2013

 

 

 

AMADA MONTAÑA, UNA MIRADA QUE HABLA

 

Cuando acepté, agradecido y honrado, la invitación de Carlos Acuña a escribir unas líneas sobre su última obra Amada Montaña, no me imaginé la dificultad de hacerlo bajo los efectos de una avalancha de sugerencias, resonancias, evocaciones, emociones?

 A medida que me internaba en su complejidad más entraba en un dialogo subjetivo con ella. Consentí en escribir estas letras a partir de ello aun a riesgo de distanciarme del lector. Si así sucediera me disculpo por adelantado.

Si la mayoría de las creaciones artísticas parten de la historia del arte, de las obras de otros creadores y organizan sus componentes de manera nueva y diferente, me parece que en este caso la originalidad, el origen, surge de una experiencia enigmática.

Se me representa el trabajo de elaboración de esa experiencia enigmática bajo la forma de un viaje, librado al encuentro y la aventura, por múltiples niveles espacio-temporales. Un recorrido en banda de Moebius que pone en continuidad y simultaneidad: la travesía solitaria de la montaña, la experiencia subjetiva, única y particular, de la propia vida, y la relación del hombre con su entorno durante los cien mil años de su existencia.

La rememoración de determinadas formas de intercambio entre hombre y naturaleza a lo largo de la historia cobra todo su relieve precisamente por encontrarse casi sepultadas en la actual sociedad: saturada, abrumada, desbordada y dependiente de todo tipo de cachivaches tecnológicos. Mediante dicha evocación la naturaleza parece ofrecer refugio a la inquietud y desamparo crecientes de los humanos en una sociedad de soledades.

Las formas de vida no extinguidas y menos violentadas por la civilización industrial y urbana se refugian en rincones cada día más reducidos. Hemos pasado en muy poco tiempo de protegernos y defendernos de las inclemencias y desastres naturales a crear las condiciones para causarlos. La huella ecológica de nuestra civilización supera los límites soportables por la Tierra. ¡Adiós, Cemba Vieya!

Si bien Covadonga ya ocupó un lugar destacado en el origen de la novela nacional española, desde que la Montaña de Covadonga fue declarada Parque Nacional, el primero de España en 1918, el imaginario colectivo no ha dejado de crecer, reforzado por millones de visitas y sus correspondientes fotografías de todo tipo.

Parecería difícil en las circunstancias mencionadas crear algo nuevo. Amada Montaña es lo nuevo inesperado, construido desde otro lugar y con otros elementos. Un poderoso deseo en la mirada caza y elabora imágenes inéditas e insólitas que logran apaciguar su voracidad.

Estas imágenes captando las sutiles relaciones entre la tierra, el agua, el aire, el fuego solar en forma de luz y las huellas de la acción humana fabrican un imaginario tan potente que no sólo se hace mirar sino también oír.

Por ello el autor se ve empujado a poner palabras. Lo hace con un decir doble: por un lado un decir que ordena, describe, nombra los rasgos diferenciales con nombres comunes: peñas, porros, jous?muchos de ellos del habla local; las singularidades con nombres propios: Peña Santa, Collau Jermosa?Antonio. Por otro lado un decir poético, palabras inspiradas, para decir lo indecible, lo real que afecta y hasta estremece cuerpo y alma.

Entre este doble decir y el prevalente imaginario, los goces del autor (como veneno cuyo efecto beneficioso depende de la dosis) trenzan la relación que da consistencia a la Obra.

Introduzcámonos en la Exposición, acompañemos al explorador, cazador- recolector en su viaje por la montaña. Justo de equipaje y armado con su cámara, desde la lejanía y al primer disparo cobra una magnifica pieza, un delicioso paisaje. Caben en la profundidad espacial de esta imagen multitud de elementos que parecen estar posando pacientemente a la espera de que Carlos nos regale con su contemplación.

Adoramos la figura humana, especialmente la propia, no dejamos de mirar para ella, para gusto o disgusto, para satisfacción o tormento, aprobación o reprobación, esperamos que nos diga hasta lo imposible de cualquiera y aun a sabiendas de lo abusivo de la pretensión no dejamos de emitir un juicio aunque sea íntimo.

¿Por qué el paisaje atrae irresistiblemente a los humanos? Además de conjurar las amenazas de la naturaleza y reconciliarnos con ella, quizás una de las razones principales radique en su heterogeneidad. Disfrutar de la diversidad y la diferencia no resulta fácil y sencillo, enseguida algo de los otros o de nosotros mismos nos contraría, molesta, no encaja en nuestros goces o ideales y el mal humor, pequeño o grande, aparece. Cuando en el paisaje los diversos elementos encajan proporcionadamente, sugieren en nosotros una posible conciliación de nuestra propia división y logra la siempre anhelada paz de espíritu.

Nos acercamos a la montaña, en un rincón de aguas en calma, el grabador de luz nos desvela algunos de sus secretos. Descubre a la luz, a la vegetación y al agua en calma jugando a reflejarse y dispersarse entre sí, entra al juego mediante la adicción y sustracción de colores para entregarnos una explosión de exquisitos y matizados verdes que ocupan el centro del espectro visible de nuestros embelesados ojos.

Ya en la soledad de las cumbres, los seductores juegos de la luz y el agua transmutada en nieve y nubes visten de blanco a la amada haciéndola visible desde lejanas distancias para quienes la buscan con la mirada. Pero tras la belleza desvelada se muestran las duras aristas, lo abrupto, lo inhóspito, el frio y la soledad del invierno en las cumbres. Audaz metáfora de un deseo congelado.

El deshielo primaveral reinicia el ciclo de la vida en la montaña. Evoca a su vez el deshielo de un deseo de juventud del autor, realizar una película sobre esta montaña amada desde la infancia.

La montaña se hace acogedora y habitable. En un recodo del camino, al pie de un frondoso árbol, el destino aparece entre interrogantes ¿Qué he hecho de mi vida, que dejaré en el mundo, como me recordarán? La respuesta se produce en el acto de creación de la obra. La obra, cobrando vida propia, generará a su vez nuevos amores, deseos y satisfacciones. Así, en acto, se define y labra un destino.

El camino continúa entre majadas cada vez más habitadas y escarpados picos. Los fecundos momentos de despertar engendran paisajes oníricos en los que se escucha el canto de los pájaros entremezclado con murmullos lejanos. El viajero, atento, no descuida los delicados detalles. El grabador de la luz, rozando los límites de los rayos infrarrojos y ultravioleta, muestra cielos, luces y colores invisibles para el habitante de la ciudad.

El paisaje se transforma en pura poesía bucólica. Entre luces y sombras, tras los arboles dorados por el otoño, durante un instante que atraviesa seis siglos, creemos vislumbrar la imagen indeleble creada por el poeta: Moza tan fermosa non vi en la frontera como una vaquera... Después en la niebla privados de estímulos nos percatamos de que el exceso de los mismos nos extravía tanto como su ausencia.

Al final del camino y de la obra nuestro viajero se reencuentra con el pastor que modela estas montañas. Ambos se reconocen en el amor por esta montaña y en sus respectivas obras construidas con todo el ser. Al despedirse Antonio regala a Carlos su palo de pastor.

Quizás en ese momento Carlos recordó el mástil troceado, signo y símbolo de su anterior obra Naufragio y que figura en la presente exposición. Quizás en el instante en el que -durante la travesía- se le ocurrió una canción, se dio cuenta de que ya no canturreaba, desde hacía tiempo, la canción de un náufrago. Quizás no haya sucedido así, poco importa cómo ha sido.

En un nuevo amanecer talmente parece que nuestro caminante sigue haciendo camino adentrándose en la mar.

Muchas gracias, Carlos, por tu obra y amistad.

Gijón, mayo de 2013

Eduardo Fernández Sánchez

 


Imágenes de la Exposición
Carlos Acuña, Amada montaña

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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