Descripción de la Exposición
La exposición de Alfredo Alcain (Madrid, 1936) en el MARCO reúne más de ochenta obras desde 1965 hasta 2021, entre pinturas, dibujos, y esculturas. Más que una retrospectiva, se plantea como un intento de valorar a un artista con un camino muy personal, un recorrido incuestionable dentro de la historia del arte en España, y un gran reconocimiento por parte de la crítica y artistas de diferentes generaciones –incluso las más jóvenes–, frente a una presencia institucional menor de la que debiera.
A partir de una selección de obras que van señalando distintas etapas de su trabajo, desde los años sesenta hasta la actualidad, el montaje se articula como un itinerario circular por las salas frontales de la primera planta, sacando partido de la estructura y amplitud de los espacios.
Tras un guiño inicial en los arcos de acceso a salas –El chuletón (1978), flanqueado por una pieza de Teresa Moro que reproduce la mirilla de la puerta de la casa-estudio del artista, a modo de hilo conductor entre las dos muestras– la visita arranca con tres cuadros en los que se quieren señalar algunas constantes de Alcain, como su personal sentido del humor –ingenuo, sarcástico, ácido– y su recurrencia a una iconografía popular y a sistemas de composición a modo de imágenes muy dispares integradas en el cuadro: una especie de escaparate (el interior de una mercería, o de una ferretería), con un muestrario de objetos que en el caso de Alcain tienen una fuerte ligazón emocional.
Al público le recibe Autorretrato en el curso del tiempo, una pieza con múltiples citas autobiográficas, incluida la placa funeraria de su muerte el día de su nacimiento. A ambos lados, Autorretrato del 44, que presenta en aire pop la imagen colegial de los estudiantes de la posguerra y el primer franquismo; y Lugar para descansar, en el que reproduce la lápida de una persona fallecida el mismo día de su nacimiento.
Así, junto a la idea del paso del tiempo, y a la presencia constante del humor –en cierto modo cercano al de su amigo José Luis Cuerda–, la exposición se inicia con esa declaración de intenciones y ese juego tan contemporáneo del yo y el otro, que él formula ya en los años sesenta. Alcain, magnífico conversador, y autor de textos prácticamente inéditos sobre otros artistas, es también un lector voraz y está muy al tanto de la actualidad artística y cinematográfica.
En las grandes salas frontales se plantean dos espacios diferenciados: por una parte, las variaciones sobre los bodegones –cezanianos, pop, morandianos, pintados, construidos, en tres dimensiones– y el despliegue en piezas de los papeles de Vasar. La intención es mostrar el modo de trabajar de Alcain en el tiempo; su modo de ser recurrente en temas, incorporando siempre la sintonía del momento, y su empeño en ser “uno y colectivo”, integrando pequeñas obras de artistas amigos. En la otra gran sala, sus cuadros de los últimos veinte años, junto a esculturas de pequeño formato en bronce y madera (bodegones y arquitecturas), ponen de relieve esa faceta casi manual de la obra de Alcain, que suma y añade pincelada a pincelada, objeto a objeto, y su afecto por ver crecer la obra.
En los corredores y salas intermedias, otros ejemplos de su pintura y obra en papel –como los dibujos de teléfono, situados junto a las vitrinas con material documental que acompaña la muestra– dialogan con el lenguaje pop de los años sesenta, principalmente la serie de modelos icónicos de barrios castizos de Madrid (escaparates y fachadas, lugares y objetos de uso popular en vías de extinción), estableciendo relaciones, transmitiendo su intención y el amor por la pintura, visible en las numerosas citas y referencias.
“Para entender la verdadera singularidad de Alfredo Alcain (Madrid 1936) hay que recordar que, como pintor, arranca del entorno figurativo madrileño, aunque muy pronto introduce como elemento diferenciador un humor fino, sutil, exigente, autocrítico, incluso corrosivo con los principios que le parecen más estables. Sabe mantenerse como nadie en ese espacio difícil que es el límite entre la tradición y la modernidad, porque Alcain, fiel como pocos a la pintura, es de esos artistas que siempre se asoman, se detienen y analizan una novedad o un cambio de rumbo en los discursos expositivos, aunque en ocasiones le guíe cierto –y lógico– escepticismo. Consciente de su condición de pintor-pintor, es irreductible: en su vida, en su actividad, no busca excusas ni propone pasos intermedios, y hace que todo gire en torno a la pintura.
Alcain trabaja como un ilusionista (¿qué es, al fin, un artista?): pinta con pausa, ante nuestros ojos repite modo e intención, sin guardar cartas ni trucos; todo lo desvela, lo despliega, empezando por sus intereses y devociones. Y lo hace de un modo natural: abre caminos pero justifica cada paso plástico dado.
Artista de taller, solitario en sus búsquedas, fino y sagaz en sus hallazgos, parece ocupar con gusto un espacio lateral, que le permite trabajar a su ritmo, insistente y tenaz, en una obra sobre la que con frecuencia se pasa de puntillas, temiendo no entender sus claves. Sin duda, porque están ante nuestros ojos, pero requieren acercarse sin complejos visuales, y tal vez sea este un ejercicio menos común de lo deseado.”
Miguel Fernández-Cid, comisario de la exposición
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SOBRE EL ARTISTA
Alfredo Alcain (Madrid, 1936) realizó estudios de Pintura en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, Madrid (1953-58); estudios de Grabado y Litografía en la Escuela Nacional de Artes Gráficas, Madrid (1957-63) y estudios de Decoración Cinematográfica en la Escuela Nacional de Cinematografia, Madrid (1961-64).
En 2003 obtuvo el Premio Nacional de Artes Plásticas, que concede el Ministerio de Educación y Cultura, en reconocimiento de una trayectoria “que comenzó hace mucho tiempo, cuando tenía 16 años”, tal como afirmó el artista. El reconocimiento del jurado se debió a “su actividad como pintor que ha sabido conciliar geometría y lirismo, desde principios de los años ochenta hasta la actualidad, y que le ha confirmado como una de las voces más sólidas y singulares de la pintura abstracta internacional”.
Durante los años 60 y 70, su obra fue la radiografía de una época, reflejando a la perfección la situación social. Hijo del Pop Art, posee una honda cultura y tradición española, y en su trayectoria ha pasado del retrato crítico de la España de pandereta al cubismo contemporáneo, con un conjunto de obra impresionante. Vinculado en un primer momento al mundo del cine y del teatro, su pintura osciló entre el pop y el realismo crítico, buscando no tanto el reflejo de la sociedad de consumo (característico del Pop Art) como el reflejo de la realidad urbana madrileña.
“A lo largo de cincuenta años que he cumplido como pintor, se producen muchos cambios, que nunca han sido cambios bruscos, pero, lógicamente, la forma de pintar va cambiando y hay muchas fases a lo largo de esa trayectoria”, afirma. Ese continuo caminar le ha llevado también a la creación escultórica, a los collages, a las composiciones con objetos enfrentados, y al grabado, disciplina en la que trabaja mucho en la actualidad.
Desde el inicio de su trayectoria, su obra ha sido protagonista de incontables exposiciones individuales y colectivas, y está presente en museos y colecciones como Círculo de Bellas Artes, Madrid; Museo de Arte Contemporáneo, Sevilla; Museo del Grabado, Buenos Aires; Museo Internacional Salvador Allende, Santiago de Chile; Museo Municipal de Madrid; Biblioteca Nacional, Madrid; Museo de Bellas Artes, Bilbao; Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS), Madrid, entre otros.
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