Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- La primera y hasta ésta única exposición de José Loureiro (Mangualde, Portugal, 1961) en la galería Distrito 4 tuvo lugar el otoño de 2008 y se titulaba Minibar. Mi primer contacto con su obra y su persona se produjo unos meses antes, motivado por mi participación en el libro-catálogo editado por el Centro Cultural Vila-Flor con el apoyo de sus galeristas lisboeta (Cristina Guerra), vienesa (Grita Insam) y madrileña (Distrito 4). Aquella muestra descubrió en nuestra escena a un artista que afirmaba que la suya era 'una pintura sobre la pintura', y que estaba convencido que 'las pinturas provocan otras pinturas', un doble aserto que le aproximaba a territorios bien conocidos tanto por algunos pintores españoles, como por otros, como él foráneos, pero cómplices en una invasión pacífica de la abstracción.Caracterizaba su trabajo entonces la relevancia casi absoluta que daba a la estructura del cuadro y el que todo acontecimiento significativo ocurriese en la superficie misma de la tela. También, la importancia sin orden jerárquico, pero sí funcional, de la pincelada -'donde está la esencia de la pintura', decía- y algunos modos constantes en su empleo, como la superposición, la repetición y el ritmo. Se apreciaba, inmediatamente, una reducción estricta de los dispositivos visuales, de los que se limitaba a la partición y fragmentación mediante la parcelación y partición de la superficie, exploraba así las múltiples vertientes de la forma del cuadro en el interior del cuadro, y en sus propuestas más complejas abolía la ortodoxia de la ortogonalidad. Dos años más tarde, en febrero de 2010, comisarié en el Centro Galego de Arte Contemporánea (CGAC) la exposición Abstracción racional, que reunía a pintores internacionales -Robert Aldrich, Loureiro, Nico Munuera y Juan Uslé-, que coinciden en sustentar la práctica de la pintura en una base racional, servirse de una estructura primaria que compete a la geometría y una factura inequívocamente abstracta que no hace exclusión de lo figurativo y que desde la libre consciencia de esa dualidad, construyen a la vez que analizan el lenguaje de la pintura y sus diferentes dicciones. Sus argumentos implican, al tiempo que las ensanchan, maneras específicas de la pintura y su discurso contemporáneo. Permanentemente son infieles a un credo al que, sin embargo, reconocen autoridad suficiente para ceñirse a él. La confrontación de Loureiro con sus iguales y de éstos con él y entre sí, con piezas realizadas en lo que iba de siglo, deparó una exposición que, si se me permite decirlo sin parecer pretencioso, certificaba la persistencia del sentido de la belleza en la pintura actual, a la vez que delineaba las muchas vías por las que esa belleza emerge. La obra más reciente de Loureiro era Sin título, 2010, un conjunto conformado por tres pinturas que entre bastidor y vano sumaban un alto de noventa centímetros por casi tres metros de ancho, una propuesta formal cuya huella podía rastrearse tanto en algunas de las pinturas de la exposición inaugural -especialmente en Arrabalde, 2008-, como en varios dibujos Sin título, de ese mismo años. Ocurría ahora que las longíneas formas rectangulares de ínfimo ancho comparado con su anchura (10 cm. x 271 cm.), abandonaban la superficie del papel o de la tela y se disponían independizadas sobre la pared, mostrando tanto su fortaleza compositiva como su muda agresividad espacial. Sus primeros resultados compactos se vieron ya en la exposición en Cristina Guerra de la primavera de 2010 -en la que abundaban obras dispuestas diagonalmente sobre la pared- y, con la misma rotundidad, pero nuevas perspectivas en la que hizo, en el mes de julio del año siguiente, en Porta 33, en Funchal (Isla de Madeira). Los conjuntos de pinturas ordenados vertical o horizontalmente, agrupados unos sobre otros hasta un número de tres y, sobre todo, componiendo 'figuras' geométricas, ya fuese en ángulos, en peldaños, superpuestas, etc.; las diferenciaciones y escalas de los elementos de cada pieza, muy largos los soportes, pequeños e incluso mínimos los acentos; y los juegos establecidos por el color, aplicado en una sola pincelada monocroma continua, hacían espacio, un nuevo espacio en el espacio propio de la sala, un lugar de pinturas. De algún modo cabe decir que Loureiro había dado con un sistema modular ordenado de disponer pinturas realizadas como módulos independientes de medidas y colores variables. Son pinturas que ocupan y se expanden por los muros hasta invadir la percepción espacial del espectador. Dos meses después, esa propuesta conocía un momento especialmente feliz con la instalación de Bosão de L, uma pintura en el Museu da Electricidade, de Lisboa. Ciento sesenta y dos (162) telas, de 20 x 271 centímetros cada una, pintadas con una pincelada continua que recorre los bordes del rectángulo, quedando cada cuadro de un color diferente, directamente aplicado y sin mezlas, tal cual salían de los botes-, hasta cubrir 162 posibilidades distintas del catálogo de una marca determinada- y colocados sobre el muro del museo en una fila de 27 cuadros en alto por 6 cuadros en ancho, de 540 por 1.626 centímetros, que componen una única vista que parece aleatoriamente ordenada, que provoca fulgurantes sensaciones de fuga y velocidad visual inéditas, hasta entonces, en su labor. De las experiencias reseñadas, especialmente de las extraídas de la muestra de Madeira y del Museo da Electricidade procede la idea y la disposición de las obras en Luz máxima, la exposición con la que galería, artista y comisario participamos en Jugada a 3 bandas. La derivada principal que ha propiciado el trabajo modular último de Loureiro ha sido la importancia progresiva y determinante de la luz, un ingrediente básico de su pintura desde siempre, pero que en las obras de la exposición adquiere carta de identidad, tanto en las formulaciones más simples, solo barras modulares y juegos cromáticos, como en las más complejas y múltiples, como Espinosa y Luz máxima, ambas de 2012. Una doble variante mínima con respecto a los módulos anteriores los dota de nuevas posibilidades. Por un lado, la longitud de la pieza mayor se subdivide en fragmentos de los que solo una parte aparece tabulada por un rectángulo negro, lo que las dota de dimensiones aparentemente mudables. Por otro, sobre o bajo el rectángulo subrayado se dispone una segunda pieza, de color cambiante -con preferencia por los encarnados y los verdosos- en las que a una mayor densidad pictórica se suma una luminiscencia interior. La obra mayor de esta serie, Espinosa, invierte la disposición y pone el acento en el rectángulo negro, mientras que el rojo encendido y tamizado diríase que se expande desde el centro incandescente hacia los bordes, ocupando el blanco de fondo casi por completo, pero delineando su elegante forma y sus límites. Espinosa conjuga la definición formal del rectángulo trazado en negro con la expansión luminosa de la pincelada ancha de toque intermitente del rojo carmesí. La pieza principal de la exposición y que le da título es Luz máxima, una versión más doméstica del Bosão de L. que, ahora, con una superficie ocupada de 200 x 542 centímetros, adquiere connotaciones más de cuadro que de mural y pierde en velocidad lo que añade en intensidad y concentración. Curiosamente, en este caso los colores utilizados son sólo 19, pues la pieza negra se repite en las dos columnas. Su diálogo con la pieza compañera, Sin título, 2012, compuesta por un solo módulo longitudinal al que se añaden superpuestos otros cinco menores, permite calibrar las diferentes y diferenciadas sugerencias visuales que cada uno proyecta. De algún modo, ambas se suspenden en el espacio que generan. Un antecedente remoto de la composición de Luz máxima podría ser la instalación Sin título que Loureiro realizó en 1998, un mural de más de tres metros de alto por diecisiete de ancho, para el Montepío Geral de Setubal. Allí, barras cerámicas de la misma longitud, separadas por distancias iguales en vertical y horizontal, marcadas por tambores excavados, constituían una pantalla de luces y sombras ante la pared del edificio. Un científico, el físico João Seixas, aprecia, convincentemente, que el color blanco actúa en Bosão de L, y lo hace también en Luz máxima -aunque a una escala menor- como el vacío que, a escala elemental y cósmica, constituye el universo. Ambas obras cumplen un juego dicotómico entre existencia y presencia, ancladas en la pincelada y el color, y el albo vacío de la nada, que más que fondo es campo de energía. Dicotomía o controversia de iguales diferenciados que resulta apreciable desde sus dibujos de mediados de los años noventa -como pudimos comprobar en la exposición As piores flores en el centro Culturgest, de Lisboa-, aunque en estos la figuración directa extraída de imágenes dobles, desempeña un papel sentimental más literario que sus actuales abstracciones, radicales sí, pero tocadas, siempre, de un halo referencial.
Distrito 4 presenta la exposición Luz Máxima de José Loureiro, muestra que participa en el proyecto expositivo Jugar a Tres Bandas, comisariado por Mariano Navarro.
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