Descripción de la Exposición Aitor Saraiba confiesa esta vez, con Morrisey, que «no es malvado por naturaleza»; no podía ser de otro modo para un artista como él, cuyas obras son, cada una y en conjunto, el producto de unas particulares «temporadas en el infierno» como aquella que pasó Rimbaud separándose de la idea en la que se regodeaban los románticos de que el mal habita en nuestro interior en un supuesto fifty-fifty, mano a mano con el bien. No; si para algo sirve visitar el infierno, en sus distintas temporadas (unas más altas, otras más bajas, como los hoteles en la costa), es para darse cuenta de que el mal, tal y como lo entiende nuestra cultura occidental, no es algo que pueda separarse con facilidad del bien; lo dejaba claro Dostoievski, otro de los grandes «escindidos» del XIX, al hablar, en sus Demonios de que Dios no permite que el diablo se entrometa en ninguno de sus asunto. Saraiba, como siempre, parece engañarnos con la simplicidad y el encanto de sus dibujitos en estos eternos juegos entre el «yo» y el «otro» y la fragilidad de las fronteras que delimitan a ambos, esos dibujos en los que todos podemos reconocernos como delante de un espejo, para golpearnos después con su significado. Y es que, las Historias de amor, como los trazos infantiles que apelan a nuestra infancia, también son una narración compartida en nuestra cultura, y Aitor sabe como nadie sacarles todo el partido para traducir a lápiz y tinta los sentimientos profundos, a menudo escondidos, que creemos tan particulares como las cartas de amor y que, en el fondo, no son también sino el mismo texto escrito siempre por distintas manos; el más declarado de los secretos. Ese es, quizá, uno de los mayores logros de las obras de Aitor, de todas a las que nos va teniendo acostumbrados, desde sus «dibujos curativos» a su última novela gráfica sobre El hijo del legionario: la trampa implícita en todas y cada una de ellas en las que, pareciendo hablar del «otro», no acaba sino por hacerlo de sí mismo (y viceversa). Por eso, toda la producción de este artista toledano parece ser una suerte de autobiografía en la que el siempre perverso juego de las identificaciones le sale, o eso parece, de manera «natural»: cuando nos acercamos a sus obras, creyendo que vamos a asistir como privilegiados voyeurs a esa historia del «otro», acabamos por encontrarnos con la de nosotros mismos, ¿no son acaso esas calaveras en cerámica también el «retrato de cualquiera», con algo de ¿warholiano? No hace falta recordar, echando mano de la tradición barroca, que estas vanitas que Saraiba ha hecho contemporáneas son, en el fondo, el aviso de ese tempus fugit que también pasa irremediablemente para todos. Nada es tan sencillo como parece en la obra de Aitor, y los sobresaltos últimos a esa mirada que se quería pasear tranquila por encima del papel no han terminado aún: pues escribiendo su propia autobiografía, como haciendo que todos nos veamos en ella, en el fondo, lo que Aitor pone de manifiesto, como sucede cuando leemos los diarios, las biografías o autobiografías de cualquiera es, precisamente, la ausencia del sujeto: de ese «yo» que supuestamente habita o debió habitar tras las palabras; de ese «yo» que, en el momento mismo de escribir, ante la página en blanco, se tuvo que convertir en «otro»; en otros muchos, incluso. Quedémonos de momento en dos: el que escribe en el presente acerca del que vivió en el pasado; de alguien con quien no ha convivido ni en el tiempo ni en el espacio, y al que debe someter a la reglas (de la escritura, del dibujo, de la autobiografía o el autorretrato) para hacerlo «fidedigno» como representación. Pienso entonces que el verdadero autorretrato imposible (del autor y de nosotros mismos, que recordamos por medio de su obra como si leyéramos la propia vida), se encuentra ahí, a la vista, como los ladrones profesionales saben que está siempre lo más valioso: ese vacío que él mismo le pide al «otro» que llene para convertirlo -convertirse, convertirnos- en un «yo» que se escapará irremediablemente; ese para el que hacemos, como en la canción de Morrisey, las cosas pensando que así nos «traducimos» para él; para ese otro yo que, a su vez, anda buscándose a sí mismo en el espejo. Miro esa imagen y pienso en unos versos que citaba al artista hace poco, extraídos del Bolero de Cortázar, y que -me parece- podrían resumir su obra a la perfección: «Siempre fuiste mi espejo, quiero decir, para verme tenía que mirarte».
Exposición. 17 dic de 2024 - 16 mar de 2025 / Museo Picasso Málaga / Málaga, España
Formación. 01 oct de 2024 - 04 abr de 2025 / PHotoEspaña / Madrid, España