Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- Observando las escenas que se nos muestran en estas pinturas, lo que podemos apreciar, en un primer golpe de vista, es un inmenso espacio de vacío y silencio; gente anónima que, en solitario o agrupada en un número que nunca ha de formar masa humana, observa, transitando o tras un alto en su camino, algo que nosotros no podemos percibir. La presencia de estos personajes, que no muestran una identidad a través de su rostro, en un espacio donde nos faltan referencias para situarnos, nos lleva a un interrogante que surge de inmediato a partir de nuestra mirada: ¿Qué ocurre en estos espacios habitados por seres anónimos sin una identidad precisa? En el límite de este interrogante aparecen aquellos otros que nos podemos hacer sobre nuestra propia identidad y nos damos cuenta, en este proceso de observación y contemplación de estos lienzos, que es la identidad abierta e indefinida, precisamente, lo que nos inquieta y produce desasosiego. Lejos de aquella intencionalidad sublime del personaje vuelto de espaldas de la pintura romántica de Gaspar Friedrich, las figuras de Ana Seoane (A Coruña 1981) se encuentran habitando, junto con su sombra, el espacio de la nada. Son gente corriente, yo, tu, él, o, en ocasiones, un nosotros. Observadores todos ellos del vacío que ocupan, habitantes de la nada. La sombra que los acompaña es, sin duda alguna, un dato relevante en esta pintura de la austeridad. La presencia de los sujetos lleva implícita una sombra que como diría Miguel Á. Hernández-Navarro, es más bien un interludio entre la sombra y la sobra, so(m)bra.[1] Y es así donde, a través de estos pequeños detalles que las diferentes sombras nos aportan, como podemos adentrarnos en el espacio de lo psicológico, donde se nos indica que los humanos hemos de asumir nuestra condición de tales sujetos desde la posición de pérdida. Somos sujetos en la medida que reconocemos que lo que mantiene nuestra verticalidad es precisamente esa situación de seres que caminamos erguidos pero con cierta precariedad; es el equilibrio tenso el que puede dar, en cualquier momento, con nuestros huesos en el suelo. Nos mantenemos en la verticalidad desde nuestra propia posición de seres inestables. Lo más fácil sería permanecer horizontales, pero ello no nos dejaría ver el espacio, nuestro propio paisaje que hemos de habitar y recorrer, conquistar y disfrutar. En una posición de horizontalidad decimos de nuestros cuerpos que están yacientes, que no es otra cosa que estar dejados y completamente pegados a la superficie que nos sostiene. Pero nuestra condición de sujetos nos hace vivir continuamente con un lado sombrío que es el de la pérdida, el de una conquista continua y permanente del territorio que no es sino condición para nuestra existencia más vital. La sombra de los personajes anónimos está en relación con la inmensidad de los espacios vacíos que habitan. Esta sombra nos indica la dificultad, o más bien la imposibilidad de llenar todo el espacio, enfrentándonos a una desnudez, a un desasistimiento que nos coloca frente a los deseos de estos personajes, un deseo que permanece todo él a la espera, algo así como en el punto culminante previo a su manifestación. Pero se trata de un deseo que nos habla también de su manifestación congelada consiguiendo inquietarnos, desbordarnos por no tener respuestas claras a esos interrogantes. Y aquí radica la diferencia de estas imágenes con las imágenes espectáculo a las que estamos acostumbrados en nuestra cultura mediática. Se trata, ahora, de imágenes con otro tiempo, con el tiempo de la contemplación que nos ha de mostrar nuestra condición de seres sin sujeción. Pero esta contemplación está lejos de aquellas otras realizadas para el sosiego y la obtención de un temple. Más bien esconden algo que nos inquieta, y es que en su no mostrar la mirada, están rompiendo con la base de nuestra cultura de lo visual, anuncian una antivisión de los personajes que habitan las pinturas, que es un preludio de la nuestra como espectadores. El espacio lo cubre una luz que todo lo desborda, que es cegadora y que en el fondo, ante la falta de aquello a lo que alumbrar, dejan a la intemperie a los propios habitantes de las pinturas. No sabemos si estos personajes gozan de visión. Su presencia muestra un lado siniestro en el sentido de no dar cabida a un deseo de satisfacer nuestra curiosidad; nos privan de conocer lo que están mirando, y a cambio nos sitúan frente a una inquietante extrañeza. Habitamos entonces aquella fractura, aquel espacio que transita entre la espera de lo que pretendemos ver y la negación a mostrarlo. Se nos oculta aquello que tendría que estar ahí. Y se nos priva de ello desde dos recursos sin duda alguna eficaces y repetidos a lo largo de la historia del arte del último siglo, el ocultamiento y la ceguera, vinculados, en este caso, a un exceso de luz. Ver, parecen decirnos estas figuras, es perder. Y ver, o haber visto, significa poner en juego la maquinaria del deseo, un deseo que se mueve constantemente por la pérdida. Los personajes que habitan estas pinturas se hallan en definitiva en un espacio de desidentificación. No pertenecen a aquella parte del intervalo donde asirse a un rango de poder legitimador, dado que cualquier suerte de representación simbólica sobre su posible significado ha sido eliminada; ni tampoco al otro lado de lo marginal, de la alteridad, de aquello que no encuentra sitio dentro de nuestro significado si no es para incomodar, aquello que no queremos ver pero empuja porque forma parte de nuestro lado más oscuro. No cumpliendo ambas premisas dentro del juego de las identidades a las que nuestra cultura nos acostumbra, se mantienen en un lugar de la imprecisión, de la tensión que genera lo que no es, lo que no se puede representar, lo que se resiste a formar parte de lo simbólico, lo que no ha sido capaz de representar aún aquello que aúne lo más visible con lo más sombrío propio. Hay una actitud de espera en todos estos personajes que habitan las pinturas, que lejos de hacerlos protagonistas de cualquier acción, alcanzan una tensión que los sitúa como espectadores frente al instante previo del comienzo de la acción. Esto nos lleva a pensar en la expectación, en el permanecer a la espera expectantes de algo que ha de suceder y también en el especular, en actuar desde nuestra condición de sujetos que no somos sino espejo para aquellos que sustentan nuestra misma condición; es decir, somos entonces pantalla para aquellos que comparten nuestros interrogantes. ¿Qué miran estos personajes en silencio? ¿Qué supondrá la artista que los ha pintado que estarán viendo? La escena parece tener un tensa espera, un retardo que parece anunciarnos que algo va a suceder. Hay ensimismamiento de unos sujetos que parecen permanecer en un estado de asombro. Una parada en mitad de un tránsito a ninguna parte, como si estuvieran haciendo balance de lo que en palabras de P. Handke podría ser lo que suponemos un día logrado. Cualquier atisbo de seducción parece haber sido borrada de estas figuras anónimas que, por otra parte, acaban prendando nuestra mirada por aquello que no muestran, por el interrogante que su propia aura transmite. Lo aurático se extiende al espacio del cuadro hasta perderse en un espacio abierto que precisamente absorbe ese aura que cada figura desprende. La agrupación, la atracción o repulsión entre los propios personajes de las escenas, tampoco parece mostrarnos ningún atisbo de que algo pueda estar pasando. La sociología nos ha advertido que ante una situación de soledad y extranjería, donde no conocemos a nadie, primero buscamos empatía entre personas de nuestro mismo sexo, después de nuestra misma edad y a partir de ahí, nos adentramos en atracciones a partir de matices que ahondan entre lo instintivo y lo cultural. El agrupamiento, sin embargo, sólo parece mostrarnos y ahondar en nuestra propia condición de soledad; cualquier diálogo, cualquier intercambio entre los protagonistas, cualquier intento de seducción, estaría frustrado de antemano. Tan solo parece aflorar nuestra condición de aislamiento, de individuos en una tensa relación entre un yo y un nosotros difícilmente compatibles, donde lo individual y lo colectivo mantienen un nexo convulso. Cabe preguntarse, al contemplar estas imágenes, qué suerte de comunidad pretenden, qué relación establecen entre todos ellos. La relación que establecen apunta a una cierta tensión, a una idea de comunidad que sólo parece ser posible desde el cuestionamiento del propio sujeto. Y aquí estaremos en condición de afirmar que estos pobladores de las pinturas no conviven en la unión sino que se sustentan en la ausencia misma de un marco que les de una identidad. Es la privacidad misma la que nos hace pensar que es ella misma la que los hace conscientes, para lo cual necesitan salir de su aislamiento, del individuo separado. No hay posibilidad de comunidad si no es saliéndose de sí mismo. ?El ser, insuficiente, no busca asociarse a otro para formar una sustancia de integridad. La conciencia de su insuficiencia viene de su propio cuestionamiento, el cual tiene necesidad del otro o de algo distinto para ser efectuado.? [2] La comunidad pertenece al orden sensible de lo que se transmite sin una lógica explícita, a través del juego de la vida y el habitar, de lo mundano, sin especificar si ha de ser público o privado. La comunidad esta siempre en proceso de construcción, proyectando hacia delante, hacia un futuro que se sabe de antemano frustrado y que no ha de verse culminado en su cumplimiento. Habría que puntualizar que la comunidad no es el lugar de la utopía donde el colectivo obraría de acuerdo a unas ideas imaginadas y soñadas, sino un lugar donde se genera la confrontación, la pérdida de uno a través del encuentro con el otro. En este sentido podría hablarse, más quizás, de colectividad que, propiamente, de una comunidad, porque lo que se pretende no es la comunión sino la pervivencia del conflicto entre sujetos como esencia misma de cualquier colectividad. La obra de Ana Seoane nos muestra otra vertiente de su interés creativo y artístico también por el teatro y la escenografía en particular. Ausentes de relato y ausentes de un escenario concreto, estos personajes protagonistas de sus pinturas, mantienen una relación con el teatro más austero, pensemos en B. Brecht, con el que apenas usa el cuerpo y el espacio que le circunda como únicas herramientas para cautivar al espectador e introducirlo de forma cómplice en el presente continuo de la existencia, en el ahora de cada una de nuestras vidas, más acá de cualquier intencionalidad narrativa, de cualquier necesidad de contar y trabar una trama. Hay una austeridad que nos adentra en los posibles del sujeto, en lo abierto de su existencia donde tan sólo pudiera tener cabida el teatro de la improvisación de la propia vida, de la respuesta a los acontecimientos desde una experiencia que se reinicia cada vez, donde lejos de acumular conocimientos se pone y nos pone al límite de la sabiduría como la mejor de las maneras de estar y dar respuesta a los interrogantes del mundo. Juan Carlos Meana artista y profesor de la Facultad de Bellas Artes de la U. de Vigo. [1] Hernández.Navarro, Miguel Á. La so(m)bra de lo real: El arte como vomitorio. Colección Novatores 25, Instituciò Alfons el Magnànim. Diputación de Valencia, 2006. [2] Blanchot, M., La comunidad inconfesable, Arena Libros, Madrid 2002, pág. 18
El viernes 16 de septiembre de 2011, a las 20:30 h, se inaugurará la exposición de Ana Seoane Como gustéis. La integran óleos sobre papel producidos por la artista durante 2010 y 2011.
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