Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- En su estudio de referencia sobre «el arte de la memoria», publicado a mediados de los años sesenta del pasado siglo, Frances A. Yates dedicó cumplida atención a la aportación de Ramón Llull a ese campo, un aspecto de la magna obra del pensador medieval que, pese a ejercer una influencia sensible en Giordano Bruno y Pico de la Mirandola, o dejar un rastro reconocible en el teatro ideado por Giulio Camillo, apenas había sido analizada hasta entonces. A decir de la historiadora británica, esa muy singular teoría nemónica que se esboza en el seno del pensamiento luliano y que habría de imprimir, en la Europa del Renacimiento, un rumbo inédito a la tradición asociada a la edificación de la memoria artificial, se distingue precisamente por su naturaleza dinámica, una raíz de inspiración neoplatónica y la más que probable influencia de la praxis combinatoria de la cábala hebraica, disciplina que había obtenido un notable desarrollo en la España de su tiempo. Por todo ello, dicho arte luliano, cuyo objetivo esencial era permitir recordar la verdad, se distinguía del eje troncal de las concepciones escolásticas fundamentadas en la retórica clásica, entre otros aspectos, por lo que Yates describe en estos términos: «[...] tal como el propio Llull lo enseñó, nada hay que corresponda a las imágenes del arte clásico, nada del esfuerzo por excitar la memoria mediante similitudes corporales llenas de emoción y dramatismo que originó una tan fructuosa interacción entre el arte de la memoria y las artes visuales. Llull designa los conceptos que emplea en su arte mediante una notación alfabética que introduce en el lulismo una nota de abstracción científica y punto menos que algebraica». Y en efecto, nada de imágenes en los esquemas nemónicos de Llull, como tampoco las encontramos en el resto de diagramas de su vasta obra, nada más que las letras del alfabeto y alguna figura geométrica -el círculo, el triángulo, el cuadrado-, salvo por una notable excepción: el emblema del árbol. Da sin duda que pensar, en todo caso, el hecho de que un artista como Christian Boltanski, que ha hecho de la ritualización escénica de la memoria instrumento esencial de un discurso melancólico en torno a nuestra indefectible mortalidad, conciba ahora uno de sus célebres proyectos de instalación para el aljibe de Es Baluard, en Palma, la ciudad, precisamente, que vio nacer, a finales del primer tercio del siglo XIII, a Ramón Llull. No pretendo con ello, claro está, afirmar que exista alguna conexión efectiva entre lo planteado por el creador francés y las claves de la «ars nemonica» luliana -posibilidad que, en todo caso, de hecho ignoro-, aunque sí, veremos, tal y como suele darse a menudo en el horizonte de las coincidencias felices, el demonio de la analogía que ha acabado por propiciar finalmente una vez más, en este caso, alguna que otra resonancia enigmática. Nacido en París en 1944, Christian Boltanski se ha erigido, en el curso de las cuatro últimas décadas, en uno de los referentes principales de la plástica francesa de nuestro tiempo y de los que mayor proyección han obtenido en la escena internacional. Y aun cuando el desarrollo característico de su apuesta se ha edificado, ante todo, a partir de estrategias de uso de la fotografía, el cine, la apropiación objetual y documental, y, muy especialmente, con la confluencia de los recursos anteriores, en las intervenciones en el ámbito de la instalación, a menudo sigue definiéndose a sí mismo como pintor, en alusión a la que fuera, en los años de formación, su primera práctica creativa, entendiendo que la dimensión religiosa asociada a la pintura y la actitud que la contemplación del icono demanda del espectador, sigue muy presente en el enfoque de su trabajo, en propuestas donde la resonancia sacra resulta por demás elocuente, ya sea en la teatralización ritual de sus proyectos de mayor envergadura, o en piezas que tienen no poco, en su planteamiento operativo, de retablos devocionales. Desde fase muy temprana, el interés por la memoria se asocia en su obra a un horizonte autobiográfico, desde aquella «vida imposible de Christian Boltanski» recreada en su primera muestra personal en el 68. Memoria que se articula como un relato que se complace en el equívoco y resulta finalmente un modo particular de ficción. En su desarrollo, el artista adopta tipologías cercanas al cosmos del archivo, a los ordenamientos taxonómicos o a las disposiciones museográficas vinculadas al campo de la arqueología, la etnografía o la reconstrucción histórica. Y, de hecho, será la ya citada dimensión autobiográfica, en la querencia a centrarse en la evocación de la infancia, la suya propia inicialmente, luego ya la niñez de los otros - como en el muy temprano Les habits de François C. del 72 o en Monument: les enfants de Dijon- lo que, con la evocación de ese espectro irrecuperable que en la edad adulta se ha desvanecido irremediablemente, irá haciendo aflorar en el seno de su discurso el vector dominante de la mortalidad. Tema que, en rigor, ya es abordado por Boltanski irónicamente en algunos trabajos de los setenta, pero que se erigirá ante todo como la Muerte en mayúscula a partir de la década de los ochenta, en magnas propuestas como la espectacularidad barroca de Leçons de ténèbres o los repertorios de rostros de los muertos anónimos a modo de Réserve: Les Suisses morts, donde se apropia de los retratos reproducidos en las esquelas de un periódico local, insistiendo en una pauta ya establecida en el 88 con El caso, el primer gran proyecto que el artista concibió para una muestra en nuestro país. Con todo, no era tampoco el que aquí nos ocupa el primer vínculo de Boltanski con Es Baluard. De hecho, la colección del museo integraba ya en sus fondos una obra del artista, un trabajo realizado en 2001 y titulado Le Juïf Errant. La referencia en el título a la figura del «judio errante», bien podría encerrar una referencia, más o menos explícita, a Der ewige Jude, el abominable film impulsado por Goebbels en 1940. Realizado por Fritz Hippler, sobre un guión de Eberhard Taubert, ese seudodocumental filmado en parte en el gueto de Varsovia a los pocos meses de la ocupación alemana de la ciudad, constituye una de las cumbres más execrables de la propaganda antisemita formulada bajo el régimen nacionalsocialista germano. La pieza ideada por Boltanski presenta, por su parte, extendida sobre el muro, una prenda de abrigo, una suerte de chaquetón en el que la silueta queda aureolada por una treintena de bombillas de luz lechosa, y cuyo cableado se une a ras de suelo en un racimo. Con empleo de recursos distintivos del hacer del artista -la luz, la prenda que alude a la ausencia del cuerpo que la había portado-, la obra haría así, en ese sentido, apelación inequívoca a la masacre de los judíos polacos, uno de los hitos distintivos del holocausto. De hecho, la propia ascendencia judía del artista ha determinado que bien a menudo las interpretaciones críticas acerca de esa querencia dominante en su trabajo por las referencias fúnebres, pongan el acento en el tema de la «Shoa». Algo que resulta evidente, en un grado u otro, en no pocos proyectos -Les habitants de Varsovie, Les habitants de l'Hotel de Saint-Aignan en 1939, la misma pieza de la colección de Es Baluard-, pero que finalmente constituye una idea a la que el propio Boltanski tiende a otorgar una dimensión relativa. Así lo hará, por ejemplo, en una conversación mantenida con Ralf Beil en 2006, cuando afirma que, en todo caso, su trabajo: «no está directamente conectado con la 'Shoah'. Más bien la 'Shoah' es el punto de partida, pues aspiro a que mi obra sea mucho más universal que eso». Y justo esa ambición universal de su discurso acerca de la condición mortal compartida, en tanto que destino, por la especie humana, es en efecto el eje articulador de su poética y el que, en definitiva, reitera el planteamiento de la nueva propuesta concebida ahora por el artista para Palma. Boltanski inspira, en dicho sentido, su actual proyecto mallorquín, que titula Signatures, en el repertorio de signos lapidarios que aparecen en las piedras de la muralla correspondientes al área del baluarte de Sant Pere, que da nombre y sede hoy a Es Baluard Museu d'Art Modern i Contemporani de Palma que alberga temporalmente su propuesta. Signos que, a decir de la interpretación más comúnmente aceptada en el campo de la gliptografía, corresponden a una tipología de marcas empleadas por los canteros para identificar el trabajo realizado por cada uno de ellos y poder determinar así el salario que les correspondía. El artista galo ha tomado para su instalación una veintena de esas marcas lineales que ha reproducido en neón y que, sustentados cada uno de ellos en un soporte que lo mantiene elevado, emergen como signos de luz, rompiendo las tinieblas, de la penumbra general de la sala del aljibe. Junto a esos trazados radiantes, el conjunto escénico incorpora asimismo una serie de estructuras forradas de plástico negro, una suerte de catafalcos semejantes a los empleados por el artista en propuestas como Les Appareilles, del 99, de cuyas entrañas -en la lógica de esa importancia creciente que la dimensión sonora ha ido cobrando en las prácticas de Boltanski- emana una grabación que reproduce el sonido real del tallado de los sillares. Una vez más, la propuesta se atiene a ese registro recurrente que ha distinguido a lo esencial de sus instalaciones de resonancia fúnebre en el curso de las tres últimas décadas y que parece dar, se diría, respuesta, en términos y con recursos contemporáneos, a la célebre invocación de Bossuet: «Veni et vide; venid y ved, oh mortales, el espectáculo de las cosas mortales.» Solo que lo que se invoca hoy aquí de esos muertos evocados, lo que se pone en escena de su legado y memoria, del rastro póstumo que dejaron tras de sí, no son -como en tantos otros trabajos del artista- las ropas despojadas de los cuerpos, a la manera de Le Juïf Errant, los rostros espectrales en imagen fotográfica o la acumulación inacabable de documentos sedimentados en vida, sino, en deriva, si quieren, más cercana a las cifras de las fechas emparejadas de Les proches en 2002 -el destello trazado de esas signaturas con que se identificaron a sí mismos y el eco de la laboriosa práctica que les daba sentido en tanto que hombres. Aunque, como suele ser común en el hacer de Boltanski, luego todo acaba resultando de un significado un tanto más complejo y equívoco de lo que a primera vista parecía. De entrada, ni que decir tiene que, como de hecho ya hemos deslizado al mencionarla, la dimensión sonora, la cadencia del golpeteo de martillo y cincel sobre los sillares, es una recreación, pura ficción teatral, pues al igual que las voces de aquellos oscuros hombres que las tallaron, también hace siglos que el cantar original de las piedras enmudeció por entero. Y no menos esquivo resulta, a la postre, el asunto principal de los signos. A tenor del título ideado por Boltanski, Signatures, cabría entender que las marcas vendrían a corresponder a la firma que identificaba e individualizaba a cada uno de esos canteros remotos a cuya memoria apela la instalación. En primer lugar, por supuesto, nada hay en ello que remita, en la idea de firma, a algo análogo al tránsito desde la anónima condición del artesanado a la singularización de la figura del artista en los albores de la era moderna. Pero es que, además, la propia naturaleza de los signos lapidarios torna incluso la cuestión un tanto más problemática. Tan solo sea porque no siempre está claro que las marcas remitan a artesanos concretos, pues a menudo podían designar también de forma conjunta a una cuadrilla formada por un maestro cantero y sus discípulos o ayudantes. Asunto este, por cierto, en nada ajeno al interés del propio Boltanski, para quien el proceso de transmisión de un saber o destreza, al igual que la posesión y legado de la tierra a los descendientes, implica un encadenamiento más natural, efectivo y compasivo, en la sucesión de generaciones, frente a la banal y aséptica discontinuidad que distingue a la muerte solitaria en el seno de las sociedades contemporáneas. Por otro lado, además, la mayoría de signos grabados en los sillares de la muralla de Palma son, de hecho, marcas que reencontramos, prácticamente idénticas, en muros históricos de otras regiones peninsulares o europeas muy distantes entre sí. Lo que nos alejaría de la idea de firma, como grafismo de designación personal e intransferible, que identifica a un individuo concreto, y derivaría hacia la idea de una suerte de alfabeto instrumental, un código universal adoptado indistintamente, en el marco gremial del trabajo de cantería, para resolver asuntos contables. Pero ese alejamiento de la noción de firma que, de algún modo, aunque ciertamente en grado menos abominable que los números tatuados en los brazos de los deportados a los campos de exterminio, implica también alguna forma de despersonalización, no agrava, en rigor, el eje vertebral del discurso melancólico de Boltanski. Discurso que remite siempre, en la práctica totalidad de sus trabajos, a la definitiva irreversibilidad de la muerte. Hubo antaño, nos dice aquí, unos hombres remotos que con destreza, esfuerzo y sudor, tallaron estas piedras y grabaron en ellas su marca. Solo quedan, para vindicar su memoria, esas nobles piedras y las marcas inscritas. A ellas apela, precisamente, el artista para edificar y proponer al espectador su ritual escénico. Mas, con eso, no hace, no puede hacer, sino evidenciar que la memoria de las piedras y signos es también una forma de olvido, constatación de una amnesia, de una pérdida o herida irreparable. Pues nada nos dicen en verdad, nada sustancial, piedras o signos -y poco importa en definitiva, se comprende, que estos últimos fueran firmas o no- de quienes fueran realmente, uno cualquiera o todos ello en definitiva, aquellos seres remotos. Esa es justo la dimensión descorazonadora -compasiva y perversa a un tiempo- de la poética de Boltanski. Pues esa es justo la verdad, en el sentido luliano, que rememora como un mantra, en cada enfrentamiento escénico que propone al espectador la obra entera del artista. Justo aquello que el esclavo, montado en la misma cuadriga y mientras sostenía la corona de olivo sobre su cabeza, susurraba al oído del héroe en los triunfos romanos, mientras la multitud atronaba con sus vítores, empleando la célebre fórmula: «memento mori». «Recuerda que eres mortal», que es igual que recordar, en paradójica formulación relativa a la memoria, que todo será olvidado, que todos nos sumimos irremediablemente en el olvido. Y para poner en escena esa apelación a la verdad en el proyecto de Es Baluard, Boltanski parece acercarse, se diría, como advertíamos, al empleo de parámetros propios de la nemónica luliana. De entrada, Signatures se decanta radicalmente hacia la deriva más abstracta y minimalista del léxico articulado por el artista en el curso de su trayectoria, próxima a la geometría elemental de series como «Lumières», y ajena a todo rastro de las imágenes que tanto abundan en su trabajo, sean de orden objetual -ropa- como fotográfico -los repertorios de rostros-. Tan solo geometría, insistimos, y combinatoria asociada a una constelación de signos, a una suerte de alfabeto en el que anida una entraña tan enigmática como indescifrable. Signos de luz, por último, que se elevan en el espacio sobre sus soportes, dibujando algo así como estructuras arbóreas, justo también al modo de los diagramas de las artes acuñadas por Llull.
La obra, Signatures, que será expuesta en Es Baluard del 1 de julio al 25 de septiembre, está siendo concebida expresamente para ser ubicada en el Aljub del museo, y explorar el concepto de memoria a partir de las marcas que los masones que ejecutaron la muralla y el Aljub realizaron en las piedras, a fin de cobrar su trabajo. La colección de Es Baluard cuenta actualmente con una obra de Christian Boltanski, Le Juif errant (2001). Hijo de madre cristiana y padre judío, Christian Boltanski ha centrado buena parte de su obra en lo indisociable de sus orígenes. El Holocausto, la memoria, la muerte son algunos de los temas a los que hace referencia su obra -que comprende fotografía, escultura, cine y, sobre todo, instalaciones. Además, Christian Boltanski (París, 1944) ha sido escogido para representar a Francia en la 54ª Bienal de Venecia, del 4 de junio al 27 de noviembre de 2011. El prestigioso artista participará con una instalación titulada /Chance/, que se expondrá en el pabellón de este país y que tratará temas como la buena y la mala suerte y el azar.
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