Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- Solo se permite una pieza de equipaje de mano, no puede exceder de seis kilos, debe adecuarse a las medidas determinadas por la compañía y por cada bulto extra que se facture hay que pagar. Esta es la política de facturación de las compañías aéreas de bajo coste. En la pasarela que conecta el aeropuerto con la puerta de embarque al avión la gente no se mira entre sí, sino que están pendientes de los bultos con ruedas que arrastran. La preocupación es siempre la misma: entrar rápido, poder colocar la maleta en un compartimiento no muy alejado, sentarse para no tener que vivir la coreografía que acompaña la búsqueda del asiento, encajar el cuerpo en el espacio mínimo previsto y olvidarse de todo hasta que la cosa se ponga en marcha de una vez. La ceremonia de desembarque es parecida, todos salen con prisa o con el anhelo de estar ya por fin en esa ciudad de la que tanto se habla, Barcelona, y poder vivir en primera persona el sol, las tapas, las tiendas, las playas... En definitiva, la ciudad. En una conversación que tiene lugar en Berlín -otra de las grandes citas del turismo europeo-, en un café de un barrio en el que ya casi ningún habitante es autóctono, Natascha Sadr Haghighian reflexiona sobre ese peregrinar de trolleys del aeropuerto al centro de Barcelona, o de cualquier otra ciudad turística, y comenta que tiene la sensación de que todos contribuimos a alimentar un mismo sistema. Los turistas y la comunidad artística depauperada que transita por las instituciones de Europa y vive en lugares como Berlín (hoy más un refugio que una comunidad, un lugar que permite vivir también a bajo coste) tienen en común el hecho de que ambos contribuyen a crear un curioso espacio urbano, donde construcción cultural y consumo van de la mano. Pero, a parte del ruido del equipaje de mano sobre los adoquines y el pavimento de las plazas duras, ¿qué más se ha hecho un hueco en el paisaje de zonas peatonales y visitas obligadas en el centro de la ciudad? Sin duda, la botella de agua: indispensable, parece, para amortiguar el sofoco del asfalto ardiendo al mediodía o a primera hora de la tarde, o para prevenir una insolación que arruinaría los felices días de vacaciones urbanas, pero también para los habitantes de estas ciudades, que a menudo llevan una botella de agua en el bolso. La botella se ha convertido en un amuleto. La hidratación es la clave de un discurso ligado a una nueva manera de concebir el bienestar, de abordar el control de peso, la aceleración metabólica, la eliminación de toxinas. La botella de agua es el símbolo público de un nuevo proyecto común: el cuerpo. Ese objeto de plástico, en el que hemos visto incorporarse varios sistemas de cierre que condicionan el acto mismo de beber en público y que, en más de una ocasión, ponen en jaque concepciones tradicionales de decoro, apunta, además, a otro hecho: la privatización del agua. La industrialización y comercialización del agua conlleva la compra de los manantiales tradicionales, que pasan a ser propiedad de los grandes grupos del sector alimentario. En 1998 nuestro país consumía unos 80 litros de agua embotellada por persona; hoy, nos acercamos a lo que se denomina «madurez» del mercado con aproximadamente 140 litros por persona y año. Para hablar de todo esto, Natascha Sadr Haghighian utiliza un único objeto, una simple botella de agua mineral, una pulsión de nuestra vida pública que conjuga con otro aspecto: la vida de una plaza -entre el Museo, el Centro de Estudios y Documentación y esta Capella que ahora sirve a fines artísticos- marcada por la cultura y el conflicto. Muchos de los habitantes de este espacio son pioneros de una primera ola de ocupación de casas que atrajo a jóvenes de todas partes del mundo, especialmente de Holanda y Alemania. Veinte o veinticinco años más tarde, algunos de esos jóvenes están ahora en la plaza incapaces ya de ninguna otra hazaña excepto la de sobrevivir un día más, testigos sin audiencia de una de las más enormes transformaciones urbanas que se han producido en la historia de Europa. Sentados ahí, día tras día conviven con los visitantes que entran y salen del museo, con otra comunidad controvertida por otras razones, los armados con un monopatín, y con aquellos que venden latas de cerveza por las tardes a los que deciden quedarse en la plaza y pasar el rato con amigos. Crece el consumo de alcohol en la vía pública, paralelamente a las ordenanzas municipales para controlar lo que en un colectivo es una dependencia sin remedio y, en otro, una forma de socialización al aire libre. Crece también el consumo de agua en la vía pública, y los equipos de limpieza -empresas subcontratadas por el Ayuntamiento- patrullan de forma incesante recogiendo los cartones de vino en tretrapak, las latas y las botellas de agua. Dentro de la Capella, sin embargo, solo encontramos la botella. Una botella situada en una de las capillas laterales, atropellada mecánica y repetitivamente por una pieza de equipaje de mano. La presión del asa extensible produce un ruido y este toma forma en una gran instalación sonora que se apodera, físicamente, del espacio de la Capella. Es un modo sutil de plantear estas cuestiones sin necesidad de representar ninguna de ellas. Tiene sentido huir de la representación, obligarnos a pensar en todos estos temas sin reducirlos a una imagen, sin subsumir el mensaje en un par de frases que faciliten su comprensión. Ofrecer resistencia a este constante sumario de temas y conflictos que constituye nuestra vida política implica la reconsideración de una noción fundamental: el consenso. En democracia se ha intentado soslayar la distinción entre amigos y enemigos; estos últimos son «adversarios» y las fuerzas de oposición se denominan «antagónicas». Sin embargo, hay quienes sospechan que es importante volver a despertar la «conciencia del caso extremo». Tal vez se ha pasado por alto la eficacia política de ver al enemigo concretamente como tal y afirmar que la «hostilidad» y la exposición a la «hostilidad» son necesarias para una nueva interpretación de la vida pública. Una botella de agua mineral es solo eso, un artefacto banal bajo un micrófono que amplifica el sonido de un material inerte en un espacio vacío. Un ruido asfixiante que ocupa la totalidad y que nos convierte en oyentes de un sonido artificial aleatorio que no invita, expresamente, a diálogo alguno. Esta botella no es una propuesta; es un pequeño escenario hostil que nos incita a pensar en otros escenarios sobre los que no tenemos ningún control. O tal vez sí. Tal vez, a pesar de todos los reveses políticos, quede aún una posibilidad de insurrección constante, ni que sea a través de un sugestivo juego con actores de la vida pública tan elocuentes como una botella de agua. En la capilla lateral -conocida como Capilla Renacentista- la artista ha incluido una imagen de una fuente muy particular en la historia de la ciudad, con la que ha querido referirse a un importante hecho histórico: la «liberación» del agua durante la guerra civil. En concreto, la colectivización de la Sociedad General de Aguas de Barcelona (SGAB) que se produjo de 1936 a 1938 y que propició la extensión de la canalización de agua potable a los barrios más pobres de la ciudad, además de garantizar la gratuidad del agua. La imagen muestra a un ciudadano abasteciéndose de agua libremente, y está acompañada por un fragmento de un texto ya clásico de George Orwell, Homenaje a Cataluña, en el que el autor describe esta escena. Es un gesto simple relacionado con un esfuerzo, el de la lucha por la supervivencia en mitad de una contienda bélica, en un momento en el que la ciudad está sitiada. No muy lejos de esa imagen, un objeto. Una fuente realizada con un material insólito: una pila de catálogos de IKEA. Catálogos que parecen todos iguales y lo son, excepto por el hecho de pertenecer a países distintos: Alemania, España -con sus versiones en castellano y catalán-, Francia e Inglaterra. Idénticos, como los envases de agua, pero distintos, adaptados ligeramente al consumo de cada Estado, de cada nación. IKEA. El lema histórico de la compañía, Everything beautiful for everyday life («Todo bello para una cotidianidad bella») - hoy reconvertido en A better everyday life («Una mejor vida cotidiana»)-, daba cuenta de la intención de producir no solo utensilios básicos, menaje de cocina, vajillas y muebles, para el mayor número de personas posible, sino de hacer que esos objetos fuesen bonitos, que respondiesen a criterios estéticos a la vez que funcionales. Como el agua, el diseño debía fluir en una sociedad democrática en la que la diferencia entre clases fuese cada vez menor, donde los códigos de representación que significan los objetos fuesen los mismos para todos. Un modelo de racionalización de los objetos de primera necesidad, del mismo modo que el envasado del agua hace innecesaria la existencia de las fuentes públicas. La obra de Natascha Sadr Haghighian analiza los mecanismos que producen y alteran nuestra forma de representar, desde una imagen hasta una cuestión. La representación es una forma de ordenar los elementos de lo real para asimilarlos «de un golpe». Oponer resistencia a ese sistema de sumarios o analizar cómo funciona es un modo de investigar un modelo de pensamiento heredado de la Ilustración: la deducción. Occidente privilegia el pensamiento convergente, esto es, la búsqueda de una solución a todo problema, la reducción a una causa, a una imagen que «plasma» una cuestión. Sin embargo, el pensamiento divergente, la capacidad de indagar en más de una solución ante un problema concreto, implica un cambio en la lógica no solo de cómo llegar a una idea, sino también de cómo emerge una imagen, un argumento o la misma práctica artística.
Nada parece ocupar los espacios de la Capella MACBA. Solo dos bancos que invitan al descanso. Un punto y aparte en mitad del trajín de la calle Dels Àngels. El transeúnte franquea la puerta y, entonces sí, percibe un sonido que, pese a ser familiar, es incapaz de identificar. La superposición de ruidos distorsionados confluye en el centro de la nave en forma de un único sonido que resuena a diario en cualquiera de nuestras calles. No es hasta llegar al final de la sala cuando el transeúnte logra descifrar el ruido: es el sonido peculiar que emite cualquier botella de agua mineral de plástico al ser aplastada, en este caso por una maleta provista de ruedas. En el espacio contiguo, el visitante encontrará una fuente acompañada de un fragmento de Homage to Catalonia, escrito en 1938 por George Orwell, y una fotografía en blanco y negro de David Seymour tomada ese mismo año en la que aparece un hombre llenando un botijo de agua en mitad de una ciudad en ruinas. Orwell y Seymour fueron brigadistas durante la Guerra Civil Española, periodo en que el agua fue convertida en símbolo de libertad, como demuestra el hecho de que los anarquistas colectivizaran la Sociedad General de Aguas de Barcelona y extendieran el entramado de tuberías hasta los vecindarios más pobres. Precisamente, el turismo de masas y la privatización del agua son los ejes de la instalación inédita que la artista Natascha Sadr Haghighian presenta en el marco de la Capella MACBA. La instalación ha sido coproducida por el Museu d Art Contemporani de Barcelona (MACBA) y la Fundación Han Nefkens.
Grandes Eventos, 11 jul de 2011
Fondos de colecciones y proyectos comisariados
Por ARTEINFORMADO
Nuestro mapeo semanal pone en primera línea cinco exposiciones donde los protagonistas son los fondos artísticos que durante bastantes años llevan coleccionando cuatro instituciones. En paralelo, también se han presentado ...
Exposición. 12 nov de 2024 - 09 feb de 2025 / Museo Nacional Thyssen-Bornemisza / Madrid, España