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Luces y Sombras

Exposición / Centro de Arte Tomás y Valiente - CEART Fuenlabrada / Av. Leganés, 51 / Fuenlabrada, Madrid, España
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Cuándo:
18 nov de 2010 - 23 ene de 2011

Inauguración:
18 nov de 2010

Comisariada por:
Alejandro Castellote Piñuela

Organizada por:
Centro de Arte Tomás y Valiente - CEART Fuenlabrada

Artistas participantes:
Christine Spengler
Etiquetas
Fotografía  Fotografía en Madrid 

       


Descripción de la Exposición

Reconocida internacionalmente por sus reportajes fotográficos de guerras, Christine Spengler, francesa y educada en Madrid dónde en su infancia visitaba habitualmente el Museo del Prado de la mano de su tía Marcelita , ha trabajado para las revistas y diarios más prestigiosos del mundo (Life, Paris-Match, Times, News Week, El País...). Desde hace 30 años ha captado con su Nikon el duelo del mundo: Camboya, Líbano, Nicaragua, Sahara, Irán, Afganistán... Su trayectoria profesional y artística ha sido galardonada recientemente con la máxima condecoración en Francia: la Legión d Honneur. Spengler ha publicado su autobiografía, Entre la luz y la sombra (País Aguilar) y está en proceso de preparación de la segunda. Esta muestra nos ofrece un recorrido visual por su biografía personal partiendo de una cronología de imágenes de reportaje junto con los fotomontajes artísticos que realiza después de regresar de cada reportaje para transmutar el dolor. Un total de 40 obras nos enseñan un trabajo fotográfico de guerra con su peculiar mirada de mujer y sus últimas creaciones en color inspiradas por su madre, artista surrealista, Huguette Spengler.

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La vida de los reporteros de guerra está envuelta en un perverso halo de fascinación para los ciudadanos de a pié. Son aventureros contemporáneos, enviados especiales de la sociedad a los conflictos armados, testigos profesionales, y en muchos casos vocacionales, de las tragedias que se desatan en cualquier rincón del mundo. Son el referente idealizado de cualquier estudiante novato de periodismo. Llevan una vida nómada que ha sido inmortalizada, siempre con ribetes épicos, por la literatura y el cine. Ven de cerca lo que muy pocos pueden ver y que a menudo queda fuera de las crónicas visuales o escritos que publican o emiten los medios de comunicación.

 

Trabajan entre los silbidos de las balas y el estallido de las bombas, asisten al dolor de las víctimas y conviven a diario con el horror y la destrucción, lo que engrandece el carácter mítico de su labor. Pero, ¿qué les impulsa a viajar a esos escenarios de muerte y desolación que son las guerras? El argumento más habitual es testimoniar en primera persona una realidad a lo que no se accede desde el salón de casa: narrar las injusticias, denunciar la crueldad, dar voz a las víctimas civiles... Hay un espíritu ético y mesiánico que se filtra invariablemente en esas declaraciones; sin embargo, poco sabemos de los verdaderos motivos que les embarcan en una profesión que, como ellos mismos dicen, provoca la mayor tasa de divorcios en el gremio de los periodistas.

 

Cada reportero tiene un motivo personal que se oculta tras ese particular juramento hipocrático del que hacen bandera. Muchos van buscando la intensidad que no obtienen en la rutina cotidiana y se disponen a realizar su particular bajada a los infiernos para experimentar situaciones que les aceleren el pulso y la respiración para sentirse vivos. A menudo intentan escapar de sus propios dramas personales y vuelven una y otra vez a los escenarios de devastación ajena para dimensionar sus propios problemas. La vida en la ciudad se ha convertido para ellos en el aburrido intervalo que media entre sus viajes a las zonas de guerra. Abundan los corresponsales que definen a algunos de sus colegas como yonkies en busca de una nueva dosis de adrenalina. Con todo, ninguno de estos argumentos invalida a priori sus fotografías; también muchos integrantes de las ONGs actuales abandonan por motivos personales la comodidad de sus hogares y se trasladan a países donde desarrollan su trabajo asistencial rodeados de todo tipo de precariedades. Desde un punto de vista práctico, la necesidad de cambiar radicalmente su modo de vida, por la razón que sea, se traduce en un beneficio objetivo para las comunidades en las que desarrollan su labor humanitaria. Nadie a estas alturas exige a estos cooperantes un certificado de santidad.

 

Christine Spengler nunca había pensado convertirse en fotógrafa de guerra. Puede decirse que se trató de una vocación sobrevenida. Ella misma lo cuenta en la introducción de este catálogo. Tuvo lugar en medio de una 'huida hacia delante' junto a su hermano Eric; viajaban en busca de experiencias exóticas que les hicieran olvidar la muerte de su padre, pero la sórdida realidad que se esconde tras la exuberante belleza de los países del tercer mundo la empujó a empuñar una cámara fotográfica. Armada con esa herramienta que dispara sin herir decidió embarcarse en otro viaje menos superficial: la defensa de lo que ella llama 'las causas justas'. Decidió implicarse y dejar de ser una mera espectadora de las infamias. Aunque nunca había puesto el ojo el visor de la cámara -es total y orgullosamente autodidacta-, se alimentó de la herencia cultural que había recibido de su madre y de las vistas semanales al Museo del Prado junto a su tía. Allí quedó hipnóticamente fascinada por las pinturas negras de Goya, una influencia que se hace especialmente visible en algunas de sus imágenes más paradigmáticas, como el paisaje devastado por las bombas que tomó en Phnom Penh, capital de Camboya, en 1975. Como el pintor aragonés, ella también quiso dejar un documento sobre la barbarie que es capaz de generar el ser humano.

 

Las fotografías de guerra de Christine Spengler no muestran sofisticados encuadres ni experimentaciones técnicas o formales. Su mirada suele ser limpia, frontal y cercana.

 

Gracias a su objetivo gran angular -un 28 mm. del que nunca se ha separado- podía retratar a los sujetos y, simultáneamente, incluir tras ellos el desolado escenario en el que vivían. Pero el punto de vista panorámico que obtenía con ese objetivo le obligaba asimismo a acercarse a sus personajes para subrayar el carácter protagónico de su sufrimiento. Robert Capa, tal vez el fotógrafo de guerra más conocido de la historia, siempre afirmó que 'si una fotografía no es buena, es que no te has acercado lo suficiente'. Un paradigma del fotoperiodismo que trasciende los aspectos compositivos de la imagen para proponer, metafóricamente, una mayor profundización del fotógrafo en los temas que registra en su cámara.

 

Decía el fotógrafo norteamericano W. Eugene Smith, el miembro más importante de la llamada fotografía humanista surgida tras la segunda guerra mundial, que la tarea de los reporteros era despertar conciencias y modificar, por medio de la difusión masiva de sus imágenes, las injusticias sociales. Para Smith, 'el fotoperiodismo no tiene más que un secreto. Ha de ser fotografía documental, es decir, el tipo de fotografía en la que el fotógrafo es un testigo y sus imágenes poseen valor de verdad empírico, contrastable y fidedigno. Pero, además, también debe tener un propósito'.

 

Christine Spengler fue en su primeros años como fotógrafa una de las escasísimas mujeres que formaban parte de esa tribu nómada que componen los reporteros de guerra. Dejando aparte el paternal machismo de sus colegas hacia ella, lo cierto es que sus imágenes hacen emerger una mirada diferente: 'Nosotras, las mujeres, tenemos nuestra propia manera de fotografiar la guerra: por supuesto que fotografiamos los cuerpos muertos, los osarios, las casas que se desploman, pero también el dolor que se refleja en el rostro de las mujeres, de los niños, de los supervivientes.

 

(...) Lo que hace falta para ejercer este oficio es, ante todo, valor, ternura y saber mirar'. Y la mirada de Spengler se concentró en las víctimas, con quienes compartía interiormente el dolor que provoca la pérdida de un ser querido. Al poco de comenzar a trabajar como corresponsal para revistas francesas y norteamericanas, recibió un telegrama que orientó su vida en una dirección inesperada: 'Tras la noticia del suicidio de mi hermano Eric, en unos segundos me convertí en una viuda; como las madres o hermanas de los mártires, a las que yo había retratado durante varias semanas. A partir de aquel día mi duelo personal se convirtió en un duelo universal, que es el tema clave de mi trabajo'. Y, como dice su colega parisino de Le Nouvele Observateur, Jean Paul Mari, 'fotografiando el duelo del mundo, Christine ilustra también el suyo'.

 

Desafiar la muerte, como hacen los toreros que tanto admiró en su infancia, es el relato más importante que se desprende de sus reportajes. Un canto a los que, como ella, se empeñan en continuar la vida entre los escombros de la tragedia. Aun tratándose de un dolor de dimensiones diferentes, su compasión por las víctimas proviene de una especie de complicidad emocional con ellas. El psicólogo francés Serge Tisseron lo define con lucidez cuando afirma que 'el horizonte imaginario que anima toda acción fotográfica es el deseo del fotógrafo de construir una imagen del mundo en la que aparezca su propia presencia'.

 

Años más tarde, cuando Christine Spengler, por primera vez desde la muerte de su hermano, reúne la fuerza suficiente para visitar su tumba y la de sus familiares en Alsacia, decide enfrentar ese momento apoyándose nuevamente en la fotografía; compone allí mismo, sobre las tumbas, unos bodegones en torno a los retratos amarillentos que presiden las lápidas: una suerte de uso terapéutico del medio que le ayuda a superar su propio duelo. Orla las imágenes con pétalos de rosa como en las tumbas bolivianas-, añade grava del jardín de su infancia común con Eric, plumas de pavo real para su tía Marcela o arándonos rojos para su abuela. Engalana de colores las tumbas, colores que ella misma se había prohibido utilizar durante todos los años anteriores en que su corazón estaba 'envuelto de negro como un catafalco en Irán'. Un acto ritual que repetirá, en Madrid o en París, a la vuelta de cada reportaje de guerra. Visto con la perspectiva de los años transcurridos, da la impresión de que estos collages efímeros, pero fielmente registrados para la posteridad mediante la fotografía, responden a momentos de creación ensimismada, casi de escritura automática. Decía el surrealista André Breton, que 'la escritura automática es una fotografía del pensamiento' 2, y así funcionan también los fotomontajes de Christine Spengler, como imágenes de su pensamiento: un album imaginario en el que se despliega su personal canto a la vida: redime las tragedias vividas -siempre representadas en blanco y negro- con estallidos de color. En cierto modo, coincide con los dadaistas que otorgaban a los fotomontajes, los collages o los rompecabezas, las capacidad de 'generar densas atmósferas, liberadoras de las emociones'. Spengler utiliza el color como símbolo, como una especie de resorte que activa el deseo de vivir; metáfora contrapuesta a la 'tristeza' del blanco y negro que emerge de sus fotografías de guerra. Y es que los símbolos, como afirmaba Carl G. Jung, 'son intentos naturales para reconciliar y unir los opuestos dentro de la psique'.

 

Invariablemente, en cada fotomontaje, Christine Spengler sitúa siempre una fotografía en el centro de la composición y dispone, a modo de orla, una selección de elementos que orbitan alrededor de esa imagen como si formaran parte de un mismo sistema planetario. Un pequeño universo repleto de evocaciones oníricas y simbólicas. Un caos visual deliberado, surgido de su mesa de montaje, en donde colisionan como 'cadáveres exquisitos' las fotografías y las postales de su álbum familiar o profesional con los objetos encontrados que las enmarcan: mantillas, flores, telas y un sin fin de elementos que adoptan, a primera vista, la espontaneidad del arte naif, pero que remiten a la yuxtaposición de relatos que abunda en el barroco o se asemejan a los altares que erigen a los dioses muchas culturas y religiones. Spengler ha construido un lenguaje propio para exorcizar las tragedias y lo ha hecho inventando mosaicos visuales repletos de referencias que, a menudo, sólo ella es capaz de rastrear. Introduce los objetos en sus fotomontajes como los poetas introducen las palabras en sus poemas, para que se emancipen de su significado y adquieran una nueva existencia. Un ritual creador que el poeta simbolista Arthur Rimbaud trataba de explicar así 'se necesita una alquimia verbal que, nacida de una alucinación de los sentidos, se exprese como alucinación de las palabras; esas invenciones verbales tendrán el poder de cambiar la vida'. A Christine Spengler esa liturgia privada, esa terapia instrumental que le ha proporcionado la fotografía, le ha cambiado el modo en que gestionaba sus duelos. Para ella es suficiente.

 

Si, más tarde, a algún espectador desocupado le gustan esos fotomontajes será tan sólo un suceso anecdótico.

 


Imágenes de la Exposición
Christine Spengler, Vietnam. La salida de los americanos, 1973

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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