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Agustí Centelles. Colección Particular

Exposición / Sala Municipal de Exposiciones de San Benito / San Benito, s/n / Valladolid, España
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Cuándo:
22 jul de 2010 - 29 ago de 2010

Inauguración:
22 jul de 2010

Organizada por:
Sala Municipal de Exposiciones de San Benito

Artistas participantes:
Agustí Centelles Ossó
Etiquetas
Fotografía  Fotografía en Valladolid 

       


Descripción de la Exposición

La exposición está formada por cien originales vintage , propiedad de los hijos del fotoperiodista Agustí y Sergi Centelles i Martí. Se trata de la primera exposición de la colección particular de las copias originales, realizadas entre 1976 y 1977 por Agustí Centelles después de recuperar su archivo tras la muerte del general Franco. Agustí Centelles i Ossó, nació El Grao (València) en 1909 y murió en 1985 en Barcelona, la ciudad donde desarrolló gran parte de su actividad profesional en dos diferentes épocas Fue uno de los más destacados de los fotógrafos de la Guerra Civil, documentando plásticamente el ambiente de la España prebélica, la guerra fraticida desde el bando republicano y, además, dejó testimonio de la vida de los exiliados españoles en los campos de concentración franceses. La producción fotográfica de Agustí Centelles se divide, nítidamente, en dos períodos: el Centelles fotoperiodista hasta el año 1939, momento en que concluye la Guerra Civil y nuestro autor sale, en septiembre, del campo de concentración para exiliados españoles de Bram (Francia); y el Centelles forzado a dedicarse a la fotografía industrial a partir de 1948, porque acusado previamente de haber sido masón, fue juzgado e inhabilitado como fotoperiodista para toda la vida. Estas dos grandes etapas de su vida se complementan con otras dos, que son, a su vez, una prolongación de las anteriores: una, que comenzó tras la muerte del generalísimo Franco en 1975, cosa que le permitió ir al año siguiente a Carcasona para rescatar los 9.000 negativos de paso universal que había dejado guardados cuidadosamente en la casa de un amigo, dando inicio a la explicación pública a través de conferencias y entrevistas de la historia de estas fotografías, al tiempo que las mismas constituían la prueba más tangible de que Agustí Centelles había sido un testigo excepcional de la realidad del país. La otra fase tiene lugar post mortem y comienza en 2008 cuando, de forma casual, sus hijos, Sergi y Octavi, descubrieron una antigua caja de galletas metálica que contenía los negativos de unas 800 fotografías. En noviembre de 2009 los hijos de Agustí Centelles decidieron vender los negativos del fondo fotográfico histórico al Ministerio de Cultura para su depósito permanente en el Centro Documental de la Memoria Histórica.

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Mi relación con la obra del gran maestro del fotoperiodismo Agusti Centelles empezó en la primavera de 2004 cuando fui invitado por la Plataforma «Salvem El Cabanyal» de Valencia a participar en la inauguración de una excelente exposición monográfica, cuyo comisario fue Josep Vicent. Monzó. Aunque ya conocía sus fotografías más clásicas, allí me topé con 270 imágenes expuestas en doce casas que iban a ser demolidas si se cumplía el nuevo plan de ordenamiento municipal.

 

Sergi y Octavi, los dos hijos de Centelles, habían aceptado la propuesta de los organizadores en la tierra natal de Agusti y estaban muy satisfechos de que las fotografías de su padre sirviesen para denunciar una nueva injusticia. Durante el fin de semana me dediqué a visitar una por una las casas particulares y admirar las imágenes colgadas provisionalmente en las paredes: 39 copias habían sido realizadas por el propio Centelles en los años treinta.

 

Acababa de regresar de Irak, hundido en un desastre bélico que ya se avecinaba largo y doloroso, y me había leído durante el viaje dos biografías magníficas de Robert Capa -el fotógrafo húngaro que había muerto en mayo de 1954 víctima de una mina antipersona- antes de escribir un texto conmemorativo. De hecho, la inauguración de la exposición de Centelles en Valencia coincidió con el aniversario de Capa.

 

Estaba tan entusiasmado con la obra de Centelles que invité a sus dos hijos a presentarla en un Seminario de Fotografía y Periodismo en Albarracín (Teruel) unos meses más tarde. Y allí 400 personas, la mayoría jóvenes fotógrafos, pudieron comparar las imágenes de Capa y Centelles y llegar a la misma conclusión que yo: nadie había mostrado la Guerra Civil española con el coraje, la emoción y la sensibilidad de Agusti.

 

Y hoy, después de sumergirme en su obra, visitar los escenarios de Aragón por donde transitó hace casi tres cuartos de siglo y conocer las situaciones dramáticas que tuvo que soportar mientras realizaba sus mejores fotografías, me atrevo a decir que pocos fotógrafos en el mundo han resumido con tanta destreza la verdad desnuda de la violencia y de la guerra, que es el fracaso absoluto del hombre, y han mostrado a las víctimas, la única verdad incuestionable cuando todo se desmorona, con tanta dignidad y compasión.

 

Conozco y admiro las obras de los tres mejores fotógrafos que cubrieron la guerra de Victnam, el estadounidense Larry Burrows, el francés Henri Huet y el japonés Koichi Sawada, muertos durante la contienda. Creo que el británico Don Me Cullin, el francés Gilíes Peress o el estadounidense James Nachtwey han sido capaces de prestar su cámara y sacrificar sus vidas privadas para construir obras monumentales sobre la incapacidad del hombre para vivir sin matar. Tanto Capa como otros fotógrafos de su generación se implicaron a fondo para documentar nuestra guerra civil y lograron fotografías que nadie cuestionará como documentos imprescindibles de una tragedia cuyas heridas aún no se han cerrado. Podría nombrar a varias decenas más de fotógrafos muertos o vivos que se han aventurado en la guerra con intensidad y han construido imágenes de gran precisión.

 

Pero hay tres razones que los diferencian a todos de Agusti Centelles: siempre cubrieron las guerras de otros, nunca fueron represaliados por ejercer su trabajo y se beneficiaron de un reconocimiento público, aunque algunos murieron muy jóvenes. En cambio, Centelles tuvo que documentar la guerra de su país y vivirla como una tragedia propia, fue perseguido como un vencido más, represaliado, obligado a cambiar de especialidad en la fotografía y guardar silencio durante décadas.

 

Y ya en plena democracia, los distintos gobiernos municipales, autonómicos o estatales evitaron con intencionalidad un merecido reconocimiento de un fotógrafo universal cuya obra es desconocida por las nuevas generaciones. El único premio que recibió en vida no lo pudo recoger porque ya estaba muy enfermo. Quizá algunos fológrafos soviéticos como Dmitri Balter-mants o Yevgueni Jaldei podrían estar en una lista conjunta con Centelles.

 

Es cierto que el conocimiento de las causas de la guerra y de los idiomas de los combatientes ayuda a un fotoperiodista a realizar mejor su trabajo y le da ventaja sobre los que vienen de fuera. Pero la implicación emocional suele pasar factura muy pronto y provoca un daño irreparable. Quizá, por ello, la única guerra que jamás me atrevería a cubrir sena la que ocurriese en el interior de las fronteras de mi país. A pesar de todas las ventajas idiomáticas me iría a la otra parte del mundo con la intención de no volver nunca.

 

El precio que tuvo que pagar Centelles por la cobertura de su propia guerra fue tan elevado que hoy me pregunto cómo habría reaccionado si lo hubiese sabido con antelación o intuido. Porque el inlenso calor o el frío horroroso durante las batallas de Belchite o Teruel se pueden superar aunque se viva «uno de esos momentos dramáticos de la hisloria y el periodismo», como escribió el gran Herbert Matthews. Porque los combates casa por casa, las emboscadas, las explosiones, el hambre y el miedo se pueden combatir con pundonor o valentía. Porque los cien mil muertos de Teruel de los dos bandos se pueden asumir aunque cueste imaginar cómo es un suelo alfombrado con tantos cadáveres.

 

Pero no hay paliativos que curen el vacío, la frustración, la resignación y el sentimiento de culpa. Acaban mellando la resistencia de la persona más fuerte y convirtiéndola en una sombra de lo que fue.

 

Cuando Miquel Berga, comisario de esta gran exposición y de este libro-catálogo, me propuso participar con un trabajo personal en lo que, sin duda, es también el merecido homenaje tantas veces aplazado de Barcelona y Cataluña a su magistral fotógrafo, no me lo pensé dos veces: buscaría a Agusti Centelles en los mismos escenarios que él había visitado durante la dramática guerra civil.

 

En los últimos meses, entre varios viajes a escenarios violentos de Oriente Medio y América Latina, he dedicado jomadas maratonianas a transitar por las carreteras que utilizó y los pueblos que visitó durante sus desplazamientos por Aragón. He encontrado trincheras reconstruidas en la sierra de Alcubierre, calles vacías en Siétamo aún bautizadas con el nombre del ex dictador, la destrucción y la soledad más absolutas en Belchite, vacas pastando en el antiguo aeródromo de Albalatillo, muros destruidos en el castillo de Montearagón, fosas comunes, tumbas, casquillos y pertenencias personales en Teruel. Muchos de estos lugares los he visitado acompañado del periodista Víctor Pardo y del abogado Alfonso Casas, especialistas en los pormenores que se vivieron en los campos de batalla, sin los cuales dudo que hubiera entendido con tanto detalle en qué consistió la carnicería humana más brutal de nuestra reciente historia.

 

He pensado mucho en Centelles, ese hombre que con menos de treinta años ya había sufrido una guerra civil, había sido testigo de cómo «el sueño de la razón produce monstruos», como escribió Francisco de Goya, había buscado refugio en Francia, una tierra aledaña pero extraña, había sido encerrado en campos de concentración y, sobre todo, había conseguido realizar una obra cumbre del fotoperiodismo, que salvó no tanto por la importancia que le daba a su propio trabajo sino por salvaguardar la integridad de muchas personas que había retratado y que podían ser acusadas de apoyar la causa republicana por las autoridades franquistas.

 

He pensado mucho en el dolor que tuvo que sentir al ver como todos sus ideales se desvanecían al mismo tiempo que el Estado legal se hundía y desaparecía. «La guerra funde nuestras mentes y nos roba los sueños», dice un personaje del director japonés Kenji Mizoguchi en su película Cuentos de la Luna pálida. Quizá Centelles sintió lo mismo, aunque recobró las fuerzas cuando llegó al campo de concentración de Bram y utilizó todo su talento para realizar su último reportaje postbélico.

 

He pensado mucho en el silencio con que se enfrentó durante décadas a la persecución y al olvido, en la modestia con que vivió tras su regreso del exilio, no haciendo partícipes de su gran secreto Cía maleta que guardaba sus negativos) a sus propios hijos para protegerlos de las posibles represalias, en la paciencia de un hombre que no quiso visionar su trabajo fotográfico hasta 1976, ya muerto el dictador.

 

Agustí Centelles parecía tener el don de la ubicuidad y se movía con destreza para conseguir que sus trabajos llegasen antes de los cierres de los periódicos. Como si supiese que aquellas fotografías sólo servían si eran consumidas por miles de personas ajenas y alejadas de los escenarios bebeos. Una de sus fotografías del 19 de julio de 1936, día en que se produjo el alzamiento en Barcelona, se convirtió en portada de la revista Newsweek apenas once días después. En La Vanguardia publicó reportajes de varias páginas que hoy son hitos del fotoperiodismo universal. El bombardeo de Huesca, la lucha callejera de Belchite o la reconquista de Teruel fueron hechos fundamentales de la guerra recogidos por la cámara de Centelles y publicados en un tiempo récord a centenares de kilómetros de distancia.

 

Antes de que empezara la guerra, Centelles ya había demostrado con creces su habilidad como fotógrafo, capaz de realizar instantáneas deportivas en movimiento que hoy parecen imposibles. Como retratista también consiguió una gran naturalidad en sus modelos. Como reportero logró series espectaculares que, en tiempos actuales, le habrían supuesto los mejores premios que se otorgan en el mundo de la fotografía periodística. Nunca se cortó a la hora de utilizar encuadres creativos y poco frecuentes en su época. Las imágenes tomadas desde el interior de un coche transpiran modernidad y exquisitez.

 

En los dos días que duró la sublevación de Barcelona consiguió una decena de imágenes insuperables. En el bombardeo de Lérida del 2 de noviembre de 1937, que costó la vida a más de doscientos civiles, mostró a una mujer llorando sobre el cadáver de su marido, «la fotografía más emotiva de todas las producidas en su género», según escribió Gene Thornton, el crítico de fotografía de The New York, Times en 1986. Ese día realizó varias fotografías impresionantes que muestran la brutalidad de los bombardeos indiscriminados contra las mal llamadas víctimas colaterales.

 

Agustí Centelles nunca fue un fotógrafo carroñero. Como ocurre también en todo el trabajo de Robert Capa, en sus fotografías apenas aparecen cadáveres. No quería ser un voyeur del drama ajeno y probablemente llegó a la conclusión de que retratar a los muertos sin razones de causa mayor carece de sentido en una guerra. Como cualquier fotógrafo acostumbrado a recorrer escenarios bélicos sabía que lo fácil es mostrar lo más evidente y que es infinitamente más complicado fotografiar la dignidad del combatiente, el sufrimiento del civil o el desgarro que produce el desastre que se avecina.

 

Centelles regresa a Barcelona por la puerta grande y, como ocurrió en el pasado, gracias a la gentileza de amigos, admiradores y sus dos hijos, su exposición volverá a convocar a miles de personas que se sorprenderán de lo que fue capaz de hacer, en circunstancias personales terribles, uno de los mejores fotoperiodistas de la historia.

 

 

 


Imágenes de la Exposición
Agusti Centelles

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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