Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- Cierro los ojos y lo veo ante mí: Bambilandia. Eran las páginas centrales de un álbum de cromos en el que aprendíamos de niños a ver la pintura como un campo de juego en el que colocar pequeñas figuras en un paisaje vacío. Porque en ese álbum la imagen se encontraba en estado de electrólisis: el lugar iba por un lado y los cuerpos por otro. Nadie podía saber mejor que nosotros que la imagen se montaba y se desmontaba, se leía y se releía, que estaba en continuo estado de catástrofe o de diagrama. O lo que es lo mismo, que era un continuo d'après: no era lo que se hace ni lo que se ve, sino lo que viene después, lo que se rectifica sin cesar. En esos álbumes de cromos nos batíamos con la vida póstuma de la pintura, que es también el instante en que despierta su sabor. ¿Qué diferencia había para mi mirada, tan límpida entonces, entre aquellas imágenes de los cromos que venían envueltas en chocolate y aquellas otras que decían de las Bellas Artes? Las primeras tenían sabor, y por ellas pasaba la lengua antes de montarlas; las otras eran secas, sin gusto, se entregaban ya hechas. Aquellos cromos, fotografías pintadas, es decir, viva imagen de la fatalidad del d'après, nos enseñaban a ver la pintura con los sentidos bien alerta, como me ocurrió al ver por primera vez el Almuerzo en la hierba de Manet. Los historiadores dicen que al fondo hay una mujer en el río, pero ¿quién podría jurarlo? Si eso es agua, que venga Dios y lo vea, como decía mi abuela, acostumbrada a mezclar lo real y lo artificial en el frutero del comedor. «Engañan al ojo», le decía yo de los melocotones de plástico, y ella, contundente, me respondía: «pero no a la boca». En efecto: no hay nada más suculento que lo artificial, pues nos descubre que lo que teníamos por real sólo nos abre el apetito cuando lo ponemos en duda. La bañista de Manet ya no está en el agua, sino en esa obstinada materia llamada pintura, que a nadie engaña, siempre espesa, aceitosa, y es precisamente al sumergirse en ella sin decoro, sin simulacro, cuando nos despierta con más intensidad la frescura y vivacidad del agua. Presencia por ausencia. Porque en ese cuadro hay mucha agua, pero toda ausente: un rumor de fuente que la pintura aviva porque clausura. Deslumbrante paradoja que constituye el placer mismo del arte: el simulacro nos entrega al recuerdo de la semejanza. En Bambilandia todo sucede así: nos encanta por su rematada falsedad, algo que saben muy bien los torpes muñecos de madera de los niños, o, en otro tiempo, las esculturas de los griegos en sus templos, con aquellos intensos colores que las volvían más cercanas, al alcance de la mano y de sus operaciones. «Lo que llamábamos 'arte' tiene ahora su comienzo a dos metros del cuerpo», decía Benjamin: «mientras que en el kitsch el mundo de las cosas se acerca al ser humano». Bambilandia era esa cercanía, por lejana que pudiera estar, un museo al alcance de la mano, en estrecho cuerpo a cuerpo. Y quizás porque ya de niños intuíamos que la mentira de la imagen, como la del juguete, hace surgir la verdad de los procedimientos. Ese reino artificial no ha dejado de rondar a los artistas, que han soñado sin cesar con esos museos portátiles donde el cuerpo y las imágenes se reconcilian por fin. Los cuadros que Rui Macedo ha dedicado a sus d'après, como los de Picabia en otro tiempo - copiados todos de fotografías de revistas de actualidad-, son una invitación a saborear esa falsedad y a deleitarnos en ese juego de proximidades. Cuadros que recuerdan poderosamente a las cromolitografías, recien pintados, o sea, frescos, como querían los impresionistas la pintura, que eliminaron el barniz de sus cuadros para que pareciera recien pescada. O lo que es lo mismo: para teñir el ojo de olfato, de gusto... Un buen sabueso podría seguir ahí todos los rastros. Magritte llamó periodo vaca a todos aquellos cuadros de 1947-1948 en los que rehacía cuadros del pasado para llevarlos a su frescura. La pintura sufre de reminiscencias, dicen los intelectuales, cuando en realidad no sería sino un continuo gozar su condición de vaca: un rumiar incesante. Esa pintura donde todos los tiempos se confunden llega a la boca antes que al ojo, porque no viene desde fuera del cuerpo, sino que regresa desde su interior. Pintura que se duele de sus orígenes, los revela y los oculta a la vez, los hace temblar ante nuestros ojos. Y es que el arte es un encaje donde lo visible y lo invisible se entrelazan teniendo al cuerpo y al simulacro como mimbres. Diane Ackerman lo ha contado en forma de pequeña parábola: «Las violetas contienen ionono, que bloquea nuestro sentido del olfato. La flor sigue despidiendo su fragancia, pero ya no somos capaces de olerla. Nos apartamos de ella un minuto o dos, y el perfume regresa a nosotros. Enseguida vuelve a desvanecerse, y así sucesivamente. [...] Ningún aroma dispone de una técnica más refinada de seducción. Aparece, desaparece, aparece, desaparece.» Así son también los cuadros de Rui Macedo y Anasor: los vemos y no los vemos, llegan y se van, nos parpadean en el ojo para hacernos accesible el temblor y fulgor de la pintura. O su furor. Fiat opus, pereat mundus: «Hágase la obra, perezca el mundo», decía en otro tiempo el arte. «Los estilos perecen, sólo el kitsch sobrevive», parecen decir ahora los cuadros de Anasor y Rui Macedo. Porque, en efecto, el kitsch es la condición de supervivencia del arte. Al volver a pintar los cuadros, al ensuciarlos, salen a la luz sus arrugas, sus pliegues y cosidos, sus heridas, en definitiva, que son siempre sus operaciones. Un museo recien pintado se parece mucho, y peligrosamente, a pintar el museo. «Al ensuciar, se encuentra», decía Piranesi, tan admirado por Rui Macedo, y sospecho que también por Anasor. El simulacro es el momento en el que los cuerpos desvelan sus razones. Anasor vuelve a poner sobre su tapete negro los cuerpos clásicos para descubrir que están atravesados por hilos: ya no son de mármol, sino tejidos o texturas, ovillos de los que se desprende un hilo que los transforma en laberintos de la mirada. Porque esos cuerpos han dejado de ser sublimes para desvelar el gracioso destaparse de sus vergüenzas. A su paso sólo quedan hilos sueltos que cosen bocas, suturan pieles, enredan deseos... El arte en estado de ropa interior, que es siempre su momento más ridículo, pero el más real. Acostumbrados a la dialéctica heroica de los cuerpos desnudos y de los cuerpos vestidos, apenas podemos soñar con destapar ese tercer estado. Pero si la pintura está en un lienzo, ¿por qué no se cose? Eso hace Monet en las Ninfeas: cada una de sus pinceladas funciona como un pespunte por donde el hilo de la pintura aparece y desaparece, emerge y se sumerge, respira y se ahoga. No hay pintura sin ese latido, y de ahí que Rui Macedo haya señalado que «la pintura es una resistencia a la voracidad de ver». Anasor, cómplice, le responde con un eco: Anasor ed Searom. Su nombre es un espejo en el que su cuerpo se esconde. Y es que, como Alicia, Anasor trabaja desde el otro lado de las cosas. En efecto: no se trata de ver, sino de volver a ver, «re-ver» -rêver-, abrir en las cosas una mirada en la que tejer la densa profundidad, casi onírica, de las superficies. «El sueño ya no abre una azul lejanía», escribió Walter Benjamin en Kitsch onírico: «La capa de gris polvo que hay sobre las cosas es su mejor parte.» Los cuadros de Rui Macedo y los de Anasor son inmersiones en el polvo de la pintura, descensos a sus grises profundidades. «Pienso en la piel de la pintura», ha dicho Rui Macedo para hacer ver que no tiene otro lugar al que descender que a lo que siempre flota, como hizo Monet en sus Ninfeas. ¿En qué otra cosa se podría pensar, sino en esos maravillosos simulacros que fingen continuamente su profundidad? Pensamiento, piel, pintura... Tres «p» para el mismo simulacro. «P» repetida sin fin, en eco incesante que retumba hasta formar una extraña musiquilla, como canturrea el título de un cuadro de Magritte: Pom'po pom'po pom po pom pon... Todo resuena para que nada arranque. La pintura, como la tortuga de Zenón, se entretiene siempre en el camino. Es ahí, tocando el tambor de la pintura, donde Rui Macedo y Anasor despiertan mariposas, tiran hilos, deslumbran perlas.
Desde hace siglos la pintura es un tema de la pintura. Miguel Ángel se inspiraba en Masaccio, Rubens en Tiziano y Manet en Velázquez, entre otros muchos ejemplos. En el siglo XX algunos cuadros en concreto han proyectado una auténtica estela de recreaciones: Las Meninas la han dejado en Picasso y Manolo Valdés, el Desnudo bajando una escalera en Alcolea y Arroyo. La exposición que presenta la Galería arteSonado es un nuevo episodio de este fenómeno, que tiene, eso sí, la particularidad de establecer puentes entre tiempos particularmente distantes. Y también, desde luego, entre artistas que como el portugués Rui Macedo (1975) y la brasileña Anasor ed Searom (1976) son prácticamente inéditos en España y a los que la galería arteSonado ha reunido en torno a un proyecto que revisita la pintura de algunos de los grandes maestros, y cuyo resultado no es ni más ni menos que este Museo recién pintado. Rui Macedo recrea en esta exposición que él mismo denomina Interlink, cuadros de los pintores flamencos Joachim Patinir (1480-1524) y Hans Bol (1534-1593), y del holandés Jan Both (1610-1652). Todos ellos son nombres claves en la construcción del paisaje pictórico, un tema que aborda Rui Macedo prestando atención especial al color y a los detalles. Es más, prestándoles toda su atención, toda vez que las figuras humanas han sido cuidadosamente eliminadas de la escena. Esa pintura que reflexiona sobre la pintura alcanza el clímax en los cuadros que, como pasara ya en el siglo XVI, recrean incluso el marco, en un trampantojo que borra las fronteras entre realidad y representación. Anasor ed Searom, por su parte, trabaja sobre cuadros de Rubens. Pero en el caso de esta pintora el procedimiento es muy distinto: lo que prefiere es la figura, una figura femenina que extrae de su contexto original y a la que otorga una nueva -y tortuosa-biografía. También es distinto el cromatismo, en este caso reducido a una gama carnal, de rosas, oros y arenas. Las figuras, además, están enhebradas y suturadas con una cinta, que las proporciona movimiento y dramatismo. El resultado es por tanto muy distinto: plácida serenidad en el caso de Macedo y dinamismo melodramático en el de Anasor. Quizá es la diferencia entre un mundo que es pura naturaleza y un mundo en el que el hombre -la mujer, en este caso- introduce la Historia. Y con ella el movimiento, el sentimiento y la fatalidad. Museo recién pintado reúne a dos artistas de la misma generación, cuyas trayectorias personales, centradas desde hace tiempo en la revisión de la pintura de antiguos maestros, no habían coincidido hasta este proyecto de arteSonado, que señala la dimensión del Museo como musa , un rasgo característico del arte de nuestro tiempo. Con motivo de la exposición, comisariada por José María Parreño, se ha editado un pequeño catálogo que cuenta con textos escritos para la ocasión por los artistas, junto con un breve pero esclarecedor ensayo de Miguel Ángel García Hernández, profesor de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, acerca de cómo la mirada del pintor de hoy devuelve la vida a las antiguas pinturas. Catálogo: http://www.galeriartesonado.es/cat_museo_recien_pintado_10.iv.2010.pdf Exposición: http://www.galeriartesonado.es/visitas/expo_museo_recien_pintado_10.4.2010.pdf Inauguración: http://www.galeriartesonado.es/inauguraciones/inaug_mrp.10.4.2010.pdf
Exposición. 19 nov de 2024 - 02 mar de 2025 / Museo Nacional del Prado / Madrid, España
Formación. 23 nov de 2024 - 29 nov de 2024 / Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS) / Madrid, España