Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- 1. El espíritu de la saga Esta muestra se enmarca en el proyecto que se iniciara en 2008 con la exposición «En Privado 1», bajo la dirección e inspiración de Cristina Ros. En principio se trataba de seleccionar obras de arte contemporáneo de entre las colecciones privadas que existían en las islas o que, si se ubicaban fuera de ellas, pertenecieran a coleccionistas con relación fehaciente con el archipiélago. Con esta propuesta de arranque se perseguían dos objetivos principales: por una parte, hacer accesibles al gran público piezas relevantes del panorama del arte de nuestro tiempo y que difícilmente abandonan ese ámbito privado del circuito del coleccionista (compuesto por su entorno próximo familiar y social, y el entorno artístico escueto que rodea cada pieza en concreto, en el que participan el artista, si está vivo, el galeristamarchante, y los equipos de asesores artísticos del coleccionista); y en segundo lugar acercar a los coleccionistas al territorio abierto, ahora, del museo palmesano, con el fin de convertir el espacio en un organismo vivo emplazado en una dinámica de interlocución con la realidad cultural y artística de su tiempo, alentando además con su ejemplo la proliferación del interés general del gran público por el arte. 2. Fundamentos de la muestra Las colecciones de arte se caracterizan por ser de un calibre y dimensión tales que ni siquiera su propietario tiene la oportunidad de disfrutar de todas sus obras a un tiempo. La mayor parte de la colección permanece guardada en un almacén de seguridad, habilitado para que las condiciones de humedad y temperatura no varíen y dañen las piezas. Normalmente el coleccionista dispone de las piezas que mejor se adaptan al espacio determinado de su casa, a veces según determinaciones de su cónyuge, otras por mero equilibrio estético (tamaño de una pared, altura de techo, existencia de reflejos de una cristalera, etc.) del hábitat del hogar en el que pueden mostrarse, y otras simplemente porque la pieza seleccionada es muy relevante, y muy cara, y quiere demostrar con ella a sus invitados la importancia de su compromiso con el arte, y de paso crear una idea de grandeza respecto al resto de la colección, aquella que permanece a resguardo en el almacén. En ocasiones el coleccionista va sustituyendo las obras, de manera que las personas que lo visitan con cierta asiduidad pueden ir teniendo un cierto conocimiento de su colección, y sobre todo un respeto e incluso veneración hacia su poderosa figura. Pero en muchos otros casos las piezas que conviven con su vida familiar no varían, pues su círculo familiar se encuentra cómodo con esa disposición y esa selección, y además demanda unos puntos de referencia inalterables que simbolicen la sustancia de lo que es el pilar de la vida privada personal estable, al menos en lo que corresponde a la materialización más compacta de la tradición burguesa, que es la familia. De esta manera nos encontramos con varias cuestiones de interés a la hora de afrontar una nueva edición del programa «En Privado»: - Por un lado, buena parte de la colección de un amante del arte no ha visto nunca la luz una vez incorporada a la misma, ni siquiera en el ámbito privado del hogar del coleccionista. - Además, las piezas que normalmente se muestran en el ámbito privado, es decir, en el hogar o en el despacho profesional o empresarial del coleccionista, son siempre piezas atractivas o, digámoslo así, amables, pues deben convivir todos los días con los usuarios de ese hábitat, y también deben poseer, a ser posible, un cierto perfil empático respecto a la mirada, usualmente rápida, o al menos fugaz, de los visitantes. Por consiguiente, el problema de la mayor parte de las colecciones es que no sólo ejercen un secuestro del arte hacia el gran público, pues una vez adquirida la pieza por parte del coleccionista ésta desaparece del flujo cultural general para tan sólo, y de la mano del azar, hacer una súbita aparición en alguna muestra colectiva de algún museo; sino que también ejercen un secuestro del arte a nivel privado, sobre todo en el caso de las obras más polémicas o cuanto menos incómodas ?por distintos motivos: escatológicos, de denuncia, mórbidos, existencialistas, de tamaño o complicación de la permanencia inalterada de la instalación, etc.?, que tampoco son expuestas ni siquiera ante el pequeño público que representa la familia, amigos y clientes y colaboradores profesionales del coleccionista, aquellas personas que tienen acceso a su ámbito más particular y privado. El tema del coleccionismo como secuestro de arte es en sí apasionante, y apunta a un ejercicio de poder por parte del coleccionista, en este caso no sólo de demostración de nivel económico y por tanto de manifestación de diferencia de clase, sino también ?y esto es lo que aquí más nos interesa?, de violencia respecto al imaginario colectivo y al circuito puramente cultural del gran público. Esa violencia se ejerce mediante la sustracción de elementos básicos del paisaje cultural, del imaginario colectivo ?incluso se puede dar el caso de que se sustraiga antes de que llegue a formar parte de ese imaginario esencial, en el mismo taller del artista?, pues si se retiran las piezas clave o al menos una parte de la producción artística que puede explicar determinadas indagaciones y evoluciones del espíritu humano en una de sus más avanzadas fronteras, forzosamente se producirá una clara descompensación entre quien las posee, y por tanto tiene una visión más completa de la realidad artística-cultural general, y quienes dependen de la suerte y de la programación acertada de los museos ?y por ende, de la generosidad maquiavélica de los coleccionistas a la hora de ceder temporalmente las piezas? para alcanzar, mediante las exposiciones retrospectivas o colectivas correspondientes como la presente, un cierto grado de visión global del estado del arte en cada momento de la historia. Para comprender el alcance preciso de esta caracterización del coleccionismo de arte deberíamos intentar trasladar la cuestión a otro campo del saber humano, y sacar conclusiones de la hipótesis paralela. El coleccionista de arte no es tan sólo alguien que padece la enfermedad de Stendhal, una incurable tendencia hacia la emoción ante las manifestaciones plásticas, por decirlo de una manera genérica. Si así fuera, quizás la mayor parte de ellos lograría calmar sus ansias meramente visitando museos y galerías de arte. Pero no, la perentoria necesidad de poseer la obra tiene que provenir de otro estímulo. Tampoco la cuestión económica, en el sentido que posee una inversión deletérea, de imposible o muy difícil persecución fiscal, incluso de intangible, por lo general, asignación objetiva del precio para un posible intercambio, dada la evanescencia del mercado y la lujuria en la que se mueve y de la que se nutre, puede explicar las razones últimas que convierten a una persona exquisita ?en lo singular personal? en un coleccionista de arte. Mejores y más rentables inversiones existen en otros mercados más convencionales y menos volátiles, es decir, con una probabilidad de beneficio mayor acompañado de una también alta cuota de seguridad en la apuesta. El ejemplo que quería poner para distinguir el carácter inaudito del coleccionista de arte, y al que me refería en oblicuo antes, se encuentra en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, donde aparece la leyenda de un libro filosófico de Aristóteles en torno a la risa, totalmente desconocido, desaparecido, y del que sólo se sabe de su existencia a través de comentarios sueltos de otros autores. Ninguna transcripción, aunque fuera parcial; ninguna traducción, aunque fuera al árabe; ninguna prueba de su existencia, al margen de una serie de comentarios. Nada más se sabe de él. Si fuese posible constituirse como coleccionista de filosofía en la misma línea secuestradora que lo es la del coleccionista de arte, éste podría ser un buen ejemplo de la magnitud del empeño de nuestro personaje. Al detraer del ámbito colectivo una pieza, el coleccionista es consciente, en mi opinión, de que está urdiendo una laguna en el conocimiento humano, en el acervo cultural que pugna por evolucionar a mejor a la especie humana. ¿Y por qué lo hace? Si de verdad está convencido de que la pieza de arte que ha adquirido es importante, incluso fundamental en el proceso evolutivo del arte, entonces, aparte de sentir una inconfesable emoción íntima por la fechoría ?¡ah, la maldad, la maldad...!?, hay que entender que debe concitarse una muy profunda sensación de distinción, de que gracias a ese acto de secuestro, al menos en ese campo estricto, él será mejor que sus compañeros de viaje sin discusión alguna. ¿Qué pasaría si ese paradigma del coleccionismo de arte se hubiese podido desarrollar, con las mismas bases antropológicas, en otros campos del saber humano? ¿Si alguien hubiera podido adquirir, y secuestrar, el famoso y durante decenios irresoluble teorema de Fermat, por ejemplo, provocando un vacío intenso en la ciencia matemática universal? Claro que hay analogías entre esta inclinación del coleccionismo de arte y el fetichismo, pero una vez analizadas en profundidad, las analogías quedan reducidas al plano puramente formal. El fetichista sufre la obsesión de los objetos particulares que acrisolan una determinada relación entre él mismo y otro fenómeno exterior, que usualmente es una manifestación material de lo sexual o de lo religioso. Pero nunca se interna en el campo hegeliano de lo absoluto, de lo que tiene que ver con el Olimpo de lo Universal. Por otra parte, uno puede preguntarse por la cuestión semántica utilizada en esta explicación. ¿Por qué me refiero al coleccionista de arte como secuestrador y no como mero hurtador? Entre el hurto y el secuestro media una enorme distancia. Y no quiero pecar aquí de incómodo mortificador de nadie. Con todo respeto hacia la figura del coleccionista de arte, que me inspira sólo admiración ?¡quién pudiera hacer realidad sus más inconfesables instintos!?, la diferencia entre aquel que ejecuta un secuestro y quien perpetra un robo es abismal. El secuestrador nunca abandona en el fondo el lugar del delito; mantiene una relación constante con él, y además también la mantiene con los afectados. Como su finalidad es otra, y el objeto del secuestro es un mero intermediario, una herramienta de trabajo, el delito, si se puede llamar así en este caso, adquiere otra dimensión. Una dimensión admirable, por otra parte. La Naturaleza requiere de la participación de elementos que catalicen su evolución. Un paseo triunfal es la más plausible manifestación del fracaso a punto de arribar. Yin y Yang. Sin destrucción no hay construcción posible. El fuego organiza el campo de juego de la erección de la materia. Sin muerte no es posible la vida. Etcétera. Lo que diferencia al secuestrador del hurtador es la voluntad de comunicación. El hurtador ejerce una acción sin horizonte, una acción onanista y de signo negativamente egoísta. En cambio, aquel que ejecuta un secuestro tiene muy presente que su intervención es activa y forma parte del riesgo de toda ventura. Lo importante en un secuestro es que aquellos que lo padecen sientan en sus entrañas, en cada instante, la actualidad del padecimiento. Es importante ese dolor. La tenacidad de ese dolor. Es fundamental que la herida no llegue a cerrarse, que permanezca abierta. Por eso en todo secuestro que se precie el valor del rescate es de gran importancia. Cuando a un coleccionista se le solicita, en general desde una institución pública, una pieza para completar una muestra retrospectiva, el coleccionista no suele retraerse a la invitación, no suele negarse a colaborar. En el ambiente del coleccionismo y parajes afines se ha asentado el argumento de que una obra de arte recuperada, aunque sea transitoriamente, para una exhibición antológica pública, con la obligada catalogación de la pieza en el prestigioso catálogo ad hoc, revaloriza la pieza, y encumbra la figura del coleccionista, permanezca éste o no en el anonimato ?hay que tener en cuenta aquí que también se halla muy asumido un fuerte sentimiento de clase entre los integrantes egregios de este sector magnífico?. Cuando las piezas retornan por un tiempo escueto al tráfico general lo hacen para poner sobre el tapete la cruda realidad y vigencia del delito cometido, y actualizar el precio de rescate, incluso si no está en las previsiones del coleccionista-secuestrador entrar en negociación alguna. El peor recodo de toda acción humana que busca la trascendencia es el olvido. Por eso todo secuestro mantiene su vigencia en tanto en cuanto permanezca viva la comunicación entre el secuestrador y los afectados por el secuestro. Y en esa comunicación, tan del sesgo relacional como quiere Bourriaud, reside el núcleo de la carga intelectual, metafísica diría yo, del papel del coleccionista en el devenir del mundo como grandísima escultura del hombre ?en fin, la cultura, quiero decir. También hay que resaltar aquí otra cuestión aneja y que tiene influencia en la presente propuesta: el matiz sociológico del secuestrador. Porque desde un punto de vista amplio podría entenderse que una institución pública, al adquirir una obra de arte, ejecuta en cierta medida un secuestro parcial de elementos del saber universal fundamentales para la comprensión del recorrido del hombre en la Historia, dado que ninguna institución de importancia en el mundo posee unas instalaciones capaces de mostrar todos sus fondos. La institución que retira una obra del circuito al adquirirla lo hace, sin embargo, al menos en su conciencia gerencial, con ánimo de preservar el derecho del gran público de acceder al arte. Otra cuestión es si ese objetivo podrá ser cumplido a tiempo parcial o completo, puesto que sólo podrá mostrarla en contadas ocasiones por cuestiones de espacio, y permanecerá la mayor parte del tiempo guardada en los almacenes, oculta en una especie de secuestro blando o disimulado, un secuestro sin ánimo de serlo. Cuestión distinta, como he indicado, es la del coleccionista, que sustrae la obra del circuito con una mezcla de placer íntimo y ejercicio de egolatría que se sustancian en la reclusión de aquélla en la oscura placenta de su almacén. Engulle la obra con delectación, puesto que en este privado festín se dan cita, por una parte, la sensación de propiedad que siempre ha acompañado a la cultura burguesa, y por otra la iluminación de la parte maldita ?que diría el tantas veces citado, en textos sobre el arte contemporáneo, Bataille?, propia también de la doble moral de esa clase, en cuanto a lo que tiene el acto de sustracción, de robo. En este sentido, la disposición generosa del coleccionista a ceder la obra cuando una institución se la demanda para una muestra en particular no responde, como se ha venido diciendo, única o al menos principalmente, a que la pieza alcanza un valor superior al ser catalogada y exhibida en un espacio público: responde a la inconfesable necesidad del coleccionista de renovar ese inconmensurable placer íntimo que supone la realidad del secuestro. El tiempo todo lo almidona, y la acción inicial de la sustracción deja de ejercer su pasión cuando la obra lleva unos años escondida en la oscuridad del almacén. Renovar la pasión ejecutando otro fingido secuestro ?«ah», piensa el coleccionista, «qué placer recoger de nuevo mi pieza y esconderla en el almacén a salvo de cualquier mirada mundana, ahora que el mundo conoce a ciencia cierta el vacío que mi acción como coleccionista le ha causado»?, es lo que en verdad motiva la supuesta generosidad del coleccionista a la hora de ceder sus piezas eventualmente. Porque al asignar a esta acción de sustracción el término «secuestro» y no el de mero robo o detracción, estamos apuntando a una serie de matices fundamentales que se concitan en la actividad esencial del coleccionismo. La diferencia fundamental entre una sustracción y un secuestro reside en que la primera se centra en la alteración, fuera del campo de juegos de las reglas y de las leyes ?es decir, con una cierta violentación del orden establecido para la convivencia?, del a menudo difuso título de propiedad o ascendencia o relación privilegiada al menos sobre algo o sobre alguien, sin que en el espíritu del acto resida también la necesidad de mantener después de cometido una comunicación perversa con la parte afectada, sea para demandarle un rescate, sea para prolongar con deleite el sufrimiento que la sustracción le ha infligido; en cambio, en el caso del secuestro existe siempre una vocación de protagonismo activo por parte del que lo ha practicado, que en ningún caso pretende desaparecer del «escenario del crimen», sino, muy al contrario, como ya se ha dicho, mantener viva la llama de su terrible acción, llevando así el precio del rescate al máximo posible. En el caso del secuestrador de arte, esto es, de la figura del coleccionista entendido desde esta perspectiva específica, la recuperación transitoria para el gran público de una obra a través de una exposición retrospectiva incide plenamente no sólo en que, mediante el aval que siempre supone la selección por parte de una institución pública de prestigio de la obra en concreto para la exhibición y recorrido de uno de los muchos caminos del conocimiento humano, la obra pueda elevar su cotización por el simple hecho de estar allí, en la selección, catalogada; sino, y esto es mucho más importante para comprender la verdadera sustancia de lo que es ser coleccionista de arte, porque, sin tener en mente su venta o su enajenación por medio de cualquiera de las maneras posibles, el coleccionista renueva esa perversa, indómita y saciante emoción frente a los demás de poseer en privado ese insustituible hito de la cultura, mediante la fugaz, transitoria exposición pública de la pieza, de la misma manera que la demanda del precio de un rescate se afianza por el envío de una prueba, sea un trozo de oreja o la falange de un dedo en el caso del secuestros de personas, o sea una fotografía fidedigna, con un detalle de actualidad que suele ser la portada de un periódico, en el caso de la reclamación del rescate de un objeto valioso. Y es que la inclinación hacia las bellas artes, hacia la emoción estética, hacia el mundo de la plástica, como primer argumento de definición de lo que es un coleccionista de arte; y la oportunidad de invertir en una línea de alta rentabilidad y baja presión fiscal, como segundo, no son suficientes sustentos para dar una explicación completa del fenómeno. ¿Por qué tendría alguien que, para acallar su instinto hacia el placer estético, poseer una serie de obras de arte a un alto coste, una serie además limitada y recurrente puesto que vendría originada en su concreta capacidad de gasto y en las insospechadas oportunidades arbitrarias del mercado, en lugar de satisfacer su inclinación visitando museos seguros y previsibles salas de exposiciones? Y respecto al segundo argumento, ¿alguien puede defender que, dentro del ingente elenco de posibles inversiones que en el universo económico existe, el camino del arte pueda ser el más rentable o seguro, o siquiera uno más entre los capítulos habituales en la bolsa de decisiones de un inversionista? No, desde luego que estas dos explicaciones no son suficientes, como antes ya hemos visto. Tiene que haber algo más que justifique la extraña fisonomía que define a un coleccionista de arte. El fetichismo, como inclinación patológica hacia determinados objetos que adquieren para el paciente un aura mágica irresistible, podría empezar a servirnos, como ya comentamos, y de hecho algo de esta obsesión inunda siempre la relación de un coleccionista con sus obras. Pero tiene que haber algo más, como he venido diciendo, alguna otra razón de mayor peso que justifique esta inclinación tan pasional y esforzada. Las razones del secuestro en primer término, del secuestro simple del que hasta aquí he venido hablando, puede que estén ya un poco claras. Pero ¿qué ocurre con las piezas que, tras ser adquiridas por un coleccionista y por tanto detraídas del circuito general de la Cultura, tampoco continúan viviendo en el ámbito privado del coleccionista? En un segundo nivel de refinamiento, tras ese primer acto de detracción, algunas piezas importantes de una colección recalan en la máxima invisibilidad, entrando así además a colisionar con principios básicos del arte como aquel que puede deducirse de la frase del filósofo francés Gilles Deleuze sobre Francis Bacon: «La tarea de la pintura se define como el intento de hacer visibles fuerzas que no lo son». ¿Qué ocurre si, pese a ello, la obra de arte se recluye, se esconde, se censura después de haber sido adquirida? ¿Constituye esta acción posterior una afrenta a la misma esencia programática de la obra, incluso del arte mismo? Toda sociedad que ha aspirado a un futuro transitivo ha tenido siempre dispuesto como recurso de emergencia un lado oscuro, donde se preservaban de los avatares imprevisibles determinadas claves que podían servir para la refundación una vez padecido el final de los tiempos por parte de esa sociedad en concreto ?porque «el final de los tiempos» es algo que viene ocurriendo, reiterativamente, desde que el tiempo se cuenta y en todas las sociedades?. La cautela y el espíritu-hormiga, tan emparentados con nuestro sentimiento presente burgués, han apostado, desde la invención de la agricultura como sustento de toda generación de cultura perdurable en el tiempo, por la figura del almacén, un decantador de recursos del presente hacia un tiempo que vendrá y que, además, se admite que lo pueda hacer por mal camino. Es la conocida fábula de la cigarra y la hormiga, que tanto ha hecho por estructurar el imaginario infantil de nuestra sociedad, por ejemplo. El almacén, o el depósito de lo que no se ve porque está guardado para no servir ahora y hacerlo en el futuro, se erige así como uno de los elementos fundamentales de toda estructura que tiene un plan de supervivencia. En este sentido, en nuestro caso, cuando un coleccionista sustrae incluso a su ámbito más privado una serie de piezas de su colección, está en el fondo realizando una estratagema bienhechora, en su más íntima fibra; está desarrollando un discurso positivista que cree en el futuro; un discurso bienpensante, pese a que el sustento de partida sea otro muy distinto. Las razones que se esgrimen para detraer una obra del circuito privado, después de, al adquirirla por parte del coleccionista, haberla sustraído del circuito general público, son diversas. A menudo ocurre que la obra es irreverente, desde el punto de vista de los credos «políticamente correctos» que están en boga en cada momento; otras veces resulta que la obra es excesivamente interrogatoria en relación a cuestiones fundamentales como pueden ser la muerte, el devenir del ser humano en la vida y su interlocución con el tiempo presente. Lo cierto es que hay obras de arte con las que es muy difícil, por no decir imposible, convivir, y a pesar de todo son incorporadas por los coleccionistas a sus colecciones. ¿Por qué?, nos preguntamos. Si después de sentir hasta el fondo la emoción intransferible de detraer del ámbito general una pieza básica del devenir de la especie humana un coleccionista la arrincona, ¿a qué corresponde este impulso? La cuestión es en verdad compleja. No hay que olvidar en ningún momento todo lo reseñado respecto al fundamento del coleccionismo. Pero en este episodio nos encontramos con elementos más arduos de analizar. La acción de un coleccionista que secuestra una obra de la corriente cultural pública nos resulta ya, tras el recorrido que llevamos, en parte comprensible. Pero, ¿por qué, después de haberse implicado hasta ese punto, haberse sacrificado tanto económica como personalmente hasta ese grado, la detrae también de su ámbito más privado, en el cual está él mismo sumergido? A veces una pieza no puede convivir con el coleccionista a causa de disidencias familiares, y entonces lo que ocurre es que la obra de arte, además de radiar su propio poder mistérico intrínseco, emana una suerte de «verdad» que pone en jaque la presunta estabilidad estructural íntima del coleccionista (hablo de lo que afecta a su ideología más primaria, que suele comenzar convencionalmente con el concepto de «familia»). Actúa como un arma elaborada por un aventajado discípulo de Lacan, aventando disfunciones que no eran antes percibidas por el paciente-espectador, o cuanto menos no eran tenidas en cuenta. Otras veces, lo que ocurre es que la propia pieza incluye tal cantidad de armamento o de veneno que penosamente el coleccionista podrá hallar el camino del trato amable con ella, ese pacto de pacificación o de antídoto que pueda surtir el efecto de equilibrio deseado y permita la comunicación entre ambos sin sangre ni violencia ni olor a muerte. La casuística de este fenómeno de doble secuestro es muy variada. Lo primero que se le viene a uno a la mente es el asunto sexual, como buenos primates que somos. Las desavenencias entre las fórmulas sexuales admitidas por nuestra cultura y las que no lo están son fuente recurrente de conflictos. Además, como la cuestión moral planea sobre todo este panorama, la figura atractivísima del escándalo está omnipresente en este capítulo. Tanto que hasta resulta aburrido hoy en día internarse en él. Pero no vamos a poder obviarlo ?y lo siento?, porque su caudal presente es inagotable. En la búsqueda de obras para la exposición colectiva que nos concierne, «En Privado 2», este paradigma de la desamabilidad ha constituido un auténtico referente, y justo es constatarlo aquí y que quede de ello prueba indeleble. Hay que decir respecto a este asunto que lo que más me interesa a mí, en concreto, en este tema manido, es en verdad el segundo nivel de inconfesabilidad, que suele resultar infranqueable en la comunicación entre los hombres. En el acervo cultural mallorquín está muy presente la simbología articulada en literatura por Llorenç Villalonga en la novela Bearn o la sala de las muñecas, donde se recoge ese segundo nivel de transgresión, propio únicamente de las sociedades complejas. Así, en el primer cabinet el señor antiguo tenía dispuestas las estampas eróticas o pornográficas que en verdad cumplían su función, anterior al invento de la fotografía, de excitar la libido simple, y que podían con toda tranquilidad ser compartidas en determinadas veladas con otras amistades afines. Pero más allá de la privacidad discutible de este primer cabinet existía, entre los señores más depurados, un segundo cabinet, donde sólo entraba él para enfrentarse a lo más inconfesable de sus inclinaciones. Este segundo cabinet debería constituir, para nosotros, el referente principal a la hora de afrontar el sentido del instinto de construcción con el que se ha erigido la presente exposición, al menos en lo que respecta a esta concreta materia. Otra veta inagotable de desamabilidad se ubica en la esfera de la irreverencia religiosa, que por desgracia sigue constituyendo un referente de nuestra actualidad. De idéntica manera que en el caso anterior, las obras que cuestionan estos supuestos convencionales en un momento dado ?cambiante a lo largo del tiempo, por otra parte?, resultan polémicas por razones obvias, y la casuística de su doble secuestro, cuando ocurre, se debe a la evidente asintonía con el discurso religioso imperante en el instante de aparición de la obra. Lo cual, como resulta también relevante, no le merma importancia al hecho cierto de que la obra en sí ha sido adquirida por un coleccionista, a pesar de que seguramente sabía cuando perpetraba la compra que era incorrecta y que no tenía más remedio que esconderla incluso del conocimiento de su circuito más privado. La convivencia con la muerte, por otro lado, ha constituido siempre un verdadero y obcecado reto. La muerte te interroga cara a cara y carne a carne, y a la gente de nuestro tiempo no le gusta que la interroguen así ?bastante lo hicieron durante los dos períodos de guerras mundiales del pasado siglo XX como para enterrar ya tan pronto Facebook y demás filtros que nos evitan los hedores ajenos?. Es por eso que la cuestión mórbida, lo fúnebre, la insistencia de la presencia de la simbología del vanitas en el día a día, ha originado un verdadero foco de heterodoxia, una línea muy pujante de distinción, una auténtica manera de alcanzar carácter, si se da el caso de partida, sin tener que someterse a inconvenientes y forzadas torceduras del espíritu. No en vano el terrible film alemán Nekromantik, de Jörg Buttgereit, por ejemplo, que versa con crudeza sobre la necrofilia, ha vendido fuera del circuito comercial más de un millón de copias entre los aficionados. La cuestión mórbida siempre ha estado pujante entre una determinada casta de nuestros compañeros de viaje. Y para explicarlo hay que retomar a Nietzsche, entre los primeros, y a otros pocos pensadores sin miedo, que han sido capaces de afrontar el verdadero rostro de la vida sin la miopía de la ética ni el astigmatismo de ningún artilugio intelectual añadido por el hombre para ver siempre a través de un prisma de sedación. En verdad podemos asignar grados a lo que ocurre gracias a la existencia, en la realidad que nos es dada, de un amplísimo abanico fenomenológico. Si no hubiese asesinos, por ejemplo, ¿sabríamos lo que es el crimen? Si se erradicase el Mal, ¿alguien puede pronosticar qué sería del pobre Bien? Sin la muerte, ¿es posible imaginar lo que sería el concepto de la vida? En este sentido hay que entender, no como adecuado o propicio sino como necesario o natural, que exista la cuestión mórbida en la cultura, y que el arte sustente una parte importante de esta normalidad que tanto tiene que ver con el equilibrio, dentro de su inmensa riqueza y diversidad, de la Naturaleza. Otra cuestión distinta es el modo de incorporación a las colecciones privadas o públicas de arte; su defensa y reconocimiento; y las diversas influencias, réplicas o contestaciones que pueda originar esta cuestión mórbida en el entorno convencionalista en el que a la fuerza deberá desenvolverse el arte para reflejar e impulsar en una línea coincidente con el avatar humano, las múltiples sociedades que se sucedan en esta carrera de testigos que es la persecución de la idea de llegar a ser dios por parte del hombre. A veces se consigue el efectismo distinguido, el dandysmo, y la cuestión mórbida consigue un cierto grado de permisividad, de parcial convivencia. Pero en la mayor parte de los casos eso no es posible, por una razón básica de reflejo de la vida ante su supresión ?materializada aquí, como casi en todos los casos, a través del comportamiento particular de los individuos de la tribu buena?, y pervive en la penumbra, al socaire de todos los vientos, en riesgo perpetuo de ser aniquilada por la acción de la Inquisición perenne del otro extremo, que desde antaño ha estado mucho más poblado. En la construcción de la presente muestra «En Privado 2» se ha querido dar entrada a ciertas manifestaciones de la llamada cuestión mórbida, si bien, todo hay que decirlo, el resultado ha dependido, como todo en esta aventura, de la calidad morbosa de los sujetos de atención. Y no hay que olvidar que estamos operando en el Viejo Continente, y en los aledaños, además, de una civilización que ha inventado, como mecanismo fundamental de supervivencia, la cautela y la contención de los instintos en lo que respecta al ámbito de lo público ?que no, claro está, en lo más estrictamente privado, entre otras cosas porque encima sería imposible. Otras razones más formales u objetivas también se dan cita aquí. Hay obras de arte que, tras ser adquiridas por el coleccionista, se incorporan al mundo de lo invisible a causa de sus proporciones, o de la complejidad de la propia obra en su instalación dinámica que requiere un cuidado prácticamente inalcanzable por simples particulares. En algunos casos esas obras caen en el pozo del doble secuestro a pesar de que el coleccionista conocía como es obvio sus características a la hora de adquirirlas, y por tanto puede asegurarse que estaba en su previsión la eliminación de la visibilidad de las mismas, incluso del ámbito privado. Piezas cuyo tamaño impide, dentro de las posibilidades inmobiliarias del coleccionista, su exhibición; o instalaciones de tal fragilidad y voracidad de espacio que ya estaban condenadas al ostracismo en el mismo momento de su compra. Existe también en la casuística el apartado para las piezas que han sido creadas ya ab initio desde la perspectiva del autosecuestro. Obras que estando visibles desaparecen porque se mimetizan con el entorno, pese a que no dejan de influirlo, lógicamente, como puede ser el caso de la obra del portugués José Pedro Croft que se exhibe en la zona 2 de la muestra. O también obras que cuando se perciben causan graves molestias pese a su aparente invisibilidad, como es el caso de la placa de doctor en cirugía plástica de Joseph Beuys, colgada junto a otros diplomas académicos en la consulta de un cirujano también plástico. La intención formal de mimetismo e invisibilidad de la propia pieza, es decir, en nuestro código, la vocación de autosecuestro, no es suficiente para evitar la condición de doble secuestro al que su propietario, por una razón u otra, la impele finalmente. Entre todas estas vicisitudes existen infinidad de mezcolanzas, de fenómenos ricos en matices y en solapamientos. La muestra trata, en base a lo que las colecciones encontradas en las islas permite, trazar un cierto panorama didáctico de todo lo que puede darse entre los extremos más visibles de este universo en cierta forma invisible. Hay que hacer una última reflexión, sin embargo, antes de pasar a la descripción concreta de la muestra, esta vez una reflexión de carácter moral a sabiendas. Y genérica. Tiene que ver con el doble efecto de la escala de valores en nuestras sociedades. Ya se sabe que una sociedad, una estructura social cualquiera, se construye alrededor de una serie de principios, o llámese como se quiera a los asuntos que más importan y en lo que está de acuerdo la mayoría. Una serie de convenciones. Pueden ser variables en el tiempo, y suelen serlo. Pero en cada momento hay un listado posible que ejerce de Constitución profunda de esa sociedad. Desde el final del canibalismo, por ejemplo, en las sociedades humanas desarrolladas se ha considerado el asesinato como un valor negativo, un no-valor, mientras que la misericordia y el altruismo han sido vistos como positivos ?algo inaudito, por cierto, en la perspectiva amoral de la Naturaleza?. Y así podríamos seguir citando un montón de otros ejemplos, pero no viene aquí al caso. Lo cierto es que los valores, el manual de semántica de la corrección, existe siempre. Y lo curioso no es sólo que ello genere, en cada momento, un caudal de manifestaciones en todos los ámbitos, y como es obvio también y sobre todo en el artístico; sino que, a su vez, la entronización de determinadas cuestiones en sus cápsulas sagradas remueva a la casta malditista, o a la parte maldita que todos llevamos dentro, hacia el vértigo de la transgresión. Así, una sociedad sin tabúes sexuales carece de tradición pornográfica, y una utópica sociedad que no hubiese incorporado el principio de la propiedad privada desconocería presuntamente el abismo del hurto. Pero lo más llamativo es que cuanto más enraizado está un valor en una determinada sociedad, más se enciende en ella la llama de su transgresión, y más seductora parece la posibilidad de actuar fuera, o mejor dicho en contra, del campo de esa norma. Por eso, paradójicamente, una sociedad que dé, como la nuestra, una gran importancia al concepto de familia tradicional como núcleo de su estructura primaria, acotada por todas las limitaciones sexuales y morales que tan bien conocemos, estará a su vez alentando entre muchos de sus miembros justo la consideración como una especie de «El Dorado» espiritual toda acción que suponga una desestabilización de ese crisol dogmático. Este debate se suscita a lo largo del recorrido de la exposición «En Privado 2», y basta fijarse en los temas que han servido, tanto a los artistas en un primer momento como a los coleccionistas en un segundo, para alcanzar las orillas de la desamabilidad y comprender cuáles son los valores más interiorizados que tenemos, y cuáles son también, por supuesto, nuestros más inconfesables desvelos. Es decir, que la muestra, además de rescatar del doble secuestro determinadas piezas, y cuanto menos del simple secuestro que supone su inclusión en una colección privada ?y éste es uno de los objetivos primordiales de la serie «En Privado»?, también desarrolla un discurso de análisis sociológico y sicológico en torno a la axiología y la contraaxiología de nuestro tiempo. Una herramienta muy potente, por otra parte, en manos del poder, aunque sea el de una cadena de supermercados ?porque nada es inocente; porque nadie es inocente; porque la inocencia es la nada del pensamiento zen. 3. La pulsión de lo desamable En base, pues, a todo lo señalado en el apartado anterior, interesa en la presente muestra rescatar ?nunca mejor dicho, ya que, como se ha indicado, estamos ante una serie de casos claros de secuestro? las obras que los coleccionistas han detraído del circuito general, y que después también han detraído de alguna manera del circuito privado, en este último caso por tratarse de obras de difícil convivencia en el hogar o en el ámbito profesional del coleccionista. Esta segunda anulación puede resultar matizable, puesto que una pieza arrinconada, esquinada, dormida, desvirtuada en fin, un punzón de escorpión al que se le ha quitado el veneno que lo hacía mortal, también ha sido considerada en la presente selección. Algunas piezas incluso estaban ubicadas en lugares aparentemente visibles del ámbito particular del coleccionista, sólo que en sus recintos más íntimos (el dormitorio, por ejemplo), para su uso y disfrute exclusivo. En ocasiones muy específicas este comportamiento ha sido asimilado aquí al del doble secuestro, puesto que el efecto que se detecta en el marco personal del coleccionista en concreto así lo hace catalogar. Dado que la disposición del espacio del museo asignado para la exposición se compone de tres salas, el planteamiento se ajusta a esta topografía, aunque no se acepta el código convencional narrativo al uso, ése que Hegel nos metió debajo de cada una de nuestras neuronas. Así que la entrada a la exposición no se realizará por el principio, más que otra cosa porque no lo hay. Tampoco, como es previsible después de lo dicho, por el final, porque lo que no tiene comienzo... ya se sabe. La planta del espacio se asimila, como se indica en las directrices de montaje, al «ataúd confeccionado para un cadáver al que le falta la pierna izquierda desde la altura del fémur». La zona central, numerada como 2, contendría todas las vísceras, entre las que se cuenta el corazón (y si no se comparte la inclusión de este órgano entre la división de casquería que se lo pregunten a los degustadores de «frito mallorquín»), y los dos brazos sobre el pecho en posición de cruz, pero no de cruz religiosa sino en el formato con el que se marca algo que ya ha sido hecho, usado, gastado. Una cruz central que marca, como no podía ser de otro modo teniendo en cuenta que estamos en el centro del ataúd, la coordenada geodésica de referencia de esa basura relativamente reciente, el cadáver. En esta zona 2, que denominamos «Petición de rescate», se han dispuesto las piezas que sufren doble secuestro por cuestiones de tamaño, complejidad de instalación de la propia pieza y otras estrategias que tienen las obras de arte para, en el fondo, autosecuestrarse. Son piezas de magnífica apariencia, en absoluto asimilables al término «desamable» en primera instancia. Muchas de ellas son obras propias de museos y grandes espacios públicos, y los coleccionistas que las poseen, a sabiendas de que no las verán más que en esos lugares, las adquirieron en su día siguiendo el impulso irrefrenable que fundamenta, como ya se ha comentado, la idiosincrasia específica de su casta. Algunas necesitan un cuidado intensivo y perenne que el coleccionista no puede asegurar, porque su vida discurre como la de todos los seres, y seguro que envejecerá y morirá y no podrá entonces garantizar el estipendio de la manutención de la instalación (es el caso, por ejemplo, de The Blood Machine, de Montse Carreño). En cambio una institución pública, un museo, en principio no muere más que cuando lo hace la sociedad a la que pertenece en un conflicto máximo, y desde el punto de vista de la obra compleja es el único lugar seguro. Por eso estas piezas que deberían estar en un museo y están en colecciones privadas son las que con más facilidad cumplen su función de puente entre el secuestrador y los afectados por el secuestro. Son las piezas que mejor comunican la vigencia del secuestro, y las que mejor reclaman un correcto, y no buscado para su materialización sino únicamente para su deleite por parte del coleccionista, «valor de rescate». Y se utiliza la palabra «valor» y no «precio» para entroncar esta esquina del planteamiento con el de la relación de la axiología con la delincuencia, sea efectiva o «de pensamiento u omisión». El precio siempre remite al mercado, mientras que el valor, que nunca conseguirá en nuestra sociedad desligarse del bochorno de la etiqueta de su precio, lo hace a una profunda cueva en la que se estiran las larvas más atávicas. La zona 1 representa la parte baja del ataúd, en la que se ubican las extremidades inferiores, es decir, aquello que está más cerca de la tierra en el caso del ser humano, y por tanto del destino de la vida, que es irremisiblemente la muerte. La fascinación que un organismo vivo puede sentir hacia su propia desaparición, o hacia la temática general de la desaparición, es de suma complejidad, porque discrepa profundamente de lo que le marca su instinto. Alguien podrá aquí esgrimir que los animales acorralados, sin salida posible, optan a veces por el suicidio, y que en el caso del hombre aquella fascinación por la muerte podría traducir un sentimiento existencial de acorralamiento. Pero hay algo morboso, además de mórbido, en esta inclinación. Tiene que ver con la comunión entre Eros y Tánatos que investigara el tantas veces citado en textos artísticos Georges Bataille ?por eso vamos a tomar un intermediario para tratar con él, lo que tal vez pueda resultar un poco más original?. En uno de los textos fundamentales del catálogo que explica la Segunda Bienal Internacional de Arte Contemporáneo de Sevilla, acogida bajo el título tan cercano a nosotros de «Lo desacogedor», Achille Mbembe escribe: «En primer lugar, Bataille interpreta la muerte y la soberanía como el paroxismo del intercambio y la superabundancia o, por usar su propia terminología, el exceso. Para Bataille, la vida es imperfecta únicamente cuando la muerte la ha tomado como rehén. La vida en sí misma solo existe a ráfagas, y en el intercambio con la muerte.» O sea, como decíamos, Eros y Tánatos en la inconsciencia del frenesí. La vida al límite no piensa, tan sólo es. Lo mismo que la muerte: al límite, en la superabundancia de sí misma, tampoco piensa; se limita a alimentarse y crecer. No en balde hemos titulado la zona 1 como «Mórbido y morboso / Eros y Tánatos», donde el signo «/» es la metáfora en código gramatical de la figura de un espejo doble. Para pasar de la zona 1 a la zona 3, que precisamente lleva por título «Zona Cero», viene otra vez bien hacer uso de nuestro intermediario con Bataille, Achille Mbembe: «Bataille establece una correlación entre la muerte, la soberanía y la sexualidad. La sexualidad está inextricablemente ligada a la violencia y a la disolución de los límites del cuerpo y el yo por medio de impulsos orgiásticos y excrementales. Como tal, la sexualidad tiene que ver con dos de las principales formas de impulsos humanos polarizados, la excreción y la apropiación, y con el sistema de tabúes que los rodean.» De esta manera se conecta perfectamente el recorrido por la jungla oculta del doble secuestro en las colecciones de arte afines a las islas. En la «Zona Cero» se muestran algunas secuencias de los límites a disolver, que tienen tanto que ver con los más cotizados valores de nuestra sociedad: la religión, la autoridad o la manifestación del poder, el sexo... El viaje entre la vida y la muerte, entre la zona 3 y la zona 1 de la exposición, es corto y no tiene posibilidad de pérdida. Lo desamable se nos muestra, pues, en toda su plenitud, conectado al concepto de exceso acuñado por Bataille. ¿Es un canto, entonces, a la mediocridad, lo que propugna esta exposición? Todo lo contrario. Pese a que en lo amable se concentra el núcleo sustantivo de la aristotélica doctrina de la justa medida, y que esa directriz parece la más práctica a la hora de afrontar las dificultades de la existencia, lo cierto es que hemos llegado hasta aquí gracias a los desamables, y a los que aprecian lo desamable y actúan en consonancia. El otro camino es circular y no lleva a ninguna parte. Como escribió William Blake, «el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría». ¿Se puede ser más sabio?
Artistas: Joseph Beuys, Christian Boltanski, Carmen Calvo, Montse Carreño, José Pedro Croft, Do-Ho Suh, Pepe Espaliú, Lluís Fuster, Regina José Galindo, Bruce LaBruce, Juan López, Jorge Macchi, Teresa Margolles, Jonathan Meese, JAM Montoya, Joan Morey, Martha Pacheco, Wilfredo Prieto, Tim Rollins & K.O.S, Pablo Ruiz Picasso, Gregor Schneider, Andres Serrano, Miguel Trillo, Mayte Vieta y Marcelo Viquez.
Entrevistas, 18 jun de 2010
Juan Redon: Llegué a la conclusión de que en España coleccionar es llorar
Por ARTEINFORMADO
El arquitecto y coleccionista Juan Redón (Puerto de Sagunto, Valencia, 1957), afincado en Barcelona, es de los que piensa "que habría que preguntarse por las responsabilidades por parte de museos ...
Exposición. 31 oct de 2024 - 09 feb de 2025 / Artium - Centro Museo Vasco de Arte Contemporáneo / Vitoria-Gasteiz, Álava, España