Descripción de la Exposición Difícil es concebir un criterio verdadero y abarcador del arte sin ser fiel a la idea de Unidad. Me refiero con ello a que el artista debe buscar en esa unidad la totalidad, el proporcionarse a sí mismo y a la persona que contempla la obra, esa dimensión concentrada que es la que hace verdaderamente grandes a los artistas. Muchos pueden ser los recursos formales para abordar el arte verdadero y las vanguardias nos los han ofrecido hasta el agotamiento o el esperpento; pero uno de ellos es y ha sido asomarse al hondón de la naturaleza, a esa especie de fuente que no cesa de manar y de proporcionarle al artista informaciones sin fin. Estas ideas previas son, a mi entender, imprescindibles para abordar la obra personalísima de Miguel Ángel Blanco. En ella pesan, de una forma premeditada, la naturaleza y sus mensajes, pero nada supondrían una y otros si el artista no hubiera sabido metamorfosearlos de la manera conveniente. El mensaje esencial al que responde el arte está ahí, en ese macrocosmos de microcosmos que es el bosque, pero la tarea del creador es interpretarlo de la manera conveniente y con unos recursos originales y convincentes, como sucede en este caso. Supone en verdad un verdadero misterio la contemplación de las obras que nos ofrece esta exposición. Pero, en este sentido, podemos decir que sin misterio tampoco existe verdadero arte, en la medida que éste nunca debe verse subordinado a copiar con simpleza la realidad. Recibe, pues, este artista la llamada de la naturaleza, la voz de ese misterio, y él nos la desvela, pero tornándola misteriosa. Los misterios del bosque son muchos, como los de la vida, y Miguel Ángel Blanco se ha propuesto, ya en su dilatada obra, pero particularmente en esta exposición, revelárnoslos. Vemos, por tanto, cómo este artista se ha situado en la centralidad del conocimiento, ha evitado los gestos espasmódicos y los funambulismos tan al uso del «todo vale», para abordar su arte desde lo nuclear, desde esa simiente primera de la que sólo puede germinar y brotar una obra tan convincente como verdadera. Tampoco hay que olvidar que el artista verdadero, además de una obra, posee una teoría en la que, a su vez, fundamenta su vida. Adquieren así esa unidad y esa totalidad frente al arte de las que hemos comenzado hablando, una dimensión aún mayor. Convierte el artista su vida en una forma de ser y de estar en el mundo, en una verdadera filosofía de la que también nos nutrimos los que contemplamos su obra. En este sentido, Blanco ha reclamado ante todo esa atención para la naturaleza de la que ha hecho centro de su trabajo; naturaleza que representa lo duradero, lo que permanece, lo que nos transmite un mensaje que no pasa. Se trata de lo que él ha reconocido como «nuestra capacidad de profundizar en lo antiguo para descubrir lo nuevo». La naturaleza se convierte de esta manera, ante sus ojos y los nuestros, en un canon de belleza y verdad, de conocimiento, que no cesa de iluminarnos. Resulta que él ha asumido esta experiencia desde su propia vida, al retirarse a ese valle y a ese bosque de la Sierra de Guadarrama que le permite saber muy bien de lo que está hablando y de lo que se está nutriendo. De esta manera, esa necesidad que él tiene de que su arte sea algo que «se toca y se siente» le permite descender de continuo, apostar por la mirada humilde, la que le concede -partiendo de lo más pequeño-, la comunicación con un orbe, con un «orden superior». Llegados a este punto debemos aludir ya a la forma (¡qué débil queda esta palabra!) que él utiliza para conformar su obra; forma también sometida al criterio de unidad que comenzamos señalando, pues si bien es verdad que sus libros-caja son de una gran concreción, dentro de ellos caben formas innumerables del arte al uso (el dibujo, el grabado, la fotografía), pero sobre todo esos materiales inusuales que la naturaleza le entrega (musgos y acículas, cortezas y zarzas, raíces y resinas), microcosmos del macrocosmo, que son los que le proporcionan originalidad y relevancia a su trabajo. Hay sin embargo en esta humildad de los materiales del bosque un gran afán de infinitud, a la vez que el creador logra ese sentido de abstracción que le permite alcanzar lenguajes y mensajes innumerables. Estamos, pues, ante un tipo de libros que también se pueden leer, pero con otro sentido del habitual. Al abrir el libro-caja abriremos el libro de la naturaleza; es decir, el libro del conocimiento. En igual medida, el conjunto de los libros -ése que da lugar a una biblioteca que, sí, es y a la vez no es tal biblioteca- dan lugar a un mundo que, de nuevo, vuelve a evidenciar la dimensión extraordinaria de este artista. Y esa biblioteca adquiere y adquirirá un día la dimensión de un tesoro que los visitantes futuros tendrán la oportunidad de desvelar una vez más para enriquecerse. Hay más valores en esta obra a la que venimos aproximándonos. En ella encontramos algo que es muy importante para el escritor que está escribiendo este texto: una poética de los nombres. Ese carácter poético de su labor se manifiesta, por ejemplo, en la manera de nombrar las cosas. En sus proyectos, las piedras son «mensajeras», el almez es un «silencio lejano», los pinos son sinónimo de «susurros», el vendaval es algo que desencadena «las auras» o la cabaña es el receptáculo para una «mística». En este relieve que los nombres y el nombrar adquieren en su obra hay algo más que esa teoría que antes subrayábamos: lo que hace el artista es añadir las palabras (la palabra) al bagaje de sus hallazgos. Y hay también en esta obra de Miguel Ángel Blanco la transmisión de un mensaje que no sólo es el hermético de un artista, sino el que acaso necesite nuestro tiempo. Me refiero a un contenido -ecológico o medioambiental, lo llamaríamos quizá a la ligera- de una gran utilidad en los tiempos que corren. Por eso quizá habló en su día Calvo Serraller, al valorar esta obra, de una «voz que clama en el bosque». En este sentido bien podemos añadir que la de Blanco es una de esas voces que, por esenciales, clama en el mundo tantas veces desgastado o saqueado en el que vivimos. No hay que rehuir, por tanto, en nuestra valoración el carácter testimonial, de utilidad, de esta obra en este cruce de signos en el que el hombre deberá ser con todas las consecuencias o no será. Y esa forma de ser obliga, ante todo y sobre todo, a seguir la radical senda de un arte que tendrá que ser obligadamente nuevo (no novedoso). Quisiera terminar mi valoración de su obra de conjunto aludiendo al carácter profundamente simbólico de la misma. A la larga son los símbolos los grandes desveladores de los misterios. A la vez, se convierten en recursos de una gran utilidad en los momentos de crisis, como son los que nuestro tiempo padece en varios frentes. No es raro por ello que un artista tan exigente se haya propuesto abordar esas formas que recoge en el secreto de sus libros-caja por medio de símbolos innumerables; esos símbolos que la misma naturaleza le da generosamente, pero que hay que tener, como él, el don de vislumbrarlos, amarlos y posteriormente proyectarlos: estrellas, irisaciones, círculos, mandalas. Son las formas que unas veces le proporcionan en su maravillosa simplicidad los materiales a los que antes me refería: una hoja, un musgo, una gota de resina... Pero sus intervenciones también conducen de manera recurrente a ese símbolo por excelencia que es el mandala. En las rodajas de un tronco o en la dendrología de helechos o piñones -en lo más humilde- el creador encuentra y nos pone de relieve la significación honda de símbolos supremos. No es el momento ni el lugar de destacar la honda significación del mandala, símbolo por excelencia para las culturas de Oriente, pero del que nosotros también hemos hecho uso, a veces con una inconsciencia de la que nosotros mismos no somos conscientes. De los rosetones de nuestras catedrales a los dibujos de Hildegard von Bingen, el mandala ha estado presente en momento críticos de nuestra cultura como recurso último que el creador debe fijar y en el que todos debemos aprender. Por eso, esas formas mandálicas del arte de Miguel Ángel Blanco son anunciadoras en nuestro tiempo de mensajes en los que debemos leer. Su lectura del bosque, de la naturaleza, de los microcosmos de ésta, supone no sólo una llamada de atención sino también un auxilio para continuar nuestra travesía vital. O simplemente una llamada del más allá de significación más honda y trascendente. Pero vengamos de lo general a lo concreto y digamos ya algo sobre la exposición que motiva este texto, la que se celebra en la Fundación Lázaro Galdiano. Va a responder sobre todo a dos apartados: el homenaje al haya a punto de ser talada de la Fundación y la exposición de 45 de (las) LOS 1055 libros-caja de que se compone la Biblioteca del Bosque. Ambos están sometidos a un tema general que el artista nos ha definido con la frase de un poeta y que yo me ciño a repetir aquí: el visitante de la muestra se encontrará con «una senda a través de la noche de los árboles antiguos o caídos que he conocido o vivido». Subrayo por mi cuenta esta última palabra porque es la que nos evidencia muy bien todo el sentido experiencial, cosmogónico, de la aventura en la que este artista se ha visto sumergido. Su arte es, ante todo y sobre todo, consecuencia de su experiencia vital. El primero de los proyectos aborda el tema de la muerte del árbol desde aspectos sombríos y fantasmales. El árbol que fue presencia viva en el museo, el árbol reseco, ahora muerto, el árbol que va a ser talado, debe quedar en la memoria del museo y de sus visitantes como algo velado, pero a la vez muy vivo en esa vida -aún- que mostraban las últimas hojas que el artista recogió del haya moribunda en el año 2007. Habrá, pues, una perduración del gran símbolo que fue el haya y se abrirá el círculo de esa muerte precisamente con la plantación de un haya nueva y joven. El ciclo vital continúa y la idea clave -perenne, iniciática-, del eterno morir y renacer quedará fijada por medio del misterioso mensaje artístico.
Grandes Eventos, 27 nov de 2013
Miguel Ángel Blanco llena de intervenciones el Museo del Prado
Por ARTEINFORMADO
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