Descripción de la Exposición
En fuga: las bestias
Por Nancy Rojas
“La mestiza es en un único cuerpo (…), vive en los intersticios de categorías como la clase social, el género, el lenguaje y la raza”. [1]
Nos remontamos a la historia de un cuadro que, como todo relato historiográfico sobre objetos asociados a las “bellas artes”, cristaliza también la historia de una manipulación: La chola desnuda (1924), de Alfredo Guido. A la sombra de la intertextualidad como pretexto, reflota aquella apreciación que hiciera Gustavo Buntinx hacia 1993, señalando los avatares ideológicos existentes en el devenir del título de una obra del artista peruano Francisco Laso (1823-1869), realizada a mediados del siglo XIX. Originariamente conocida como El habitante de la cordillera, no tardó en ser popularizada como El indio alfarero.
Llamémosla ahora “La alfarera”. Y aún más, trasnombremos nuestros nombres y nuestras obras, y vinculémoslos con el imaginario fronterizo que los definiría en sus alteraciones, en sus tránsitos. “La frontera es la casa de la mestiza (Haz tus maletas sin saber dónde te mudas), de los atravesados, los perversos, los medio-vivos, medio-muertos, los degenerados, los mulatos, de aquellos aliens transgresores que atraviesan los confines de la normalidad”. [2]
En el marco de esta ficción, Mestizas puede bien ser una muestra o, tentativamente, crear la deriva literaria de un monstruo de tres cabezas. Pero ¿qué lugar ocupa un monstruo de tres cabezas en una época de efervescencia múltiple de mostras y de monstruos? Y ¿qué implica la figura contenedora de la ambición de una fuga de bestias, cuando el gran principio fundador de la ciencia de los monstruos es basarse en el estudio de la irregularidad?
La decisión es clave. Un relato expandido donde la conciencia mestiza se transforme en conciencia alienígena y viceversa. Así es como nos habremos fugado una y otra vez, desviándonos, deformando nuestras formas, abortando, deseando y afincándonos en fuerzas de disidencia.
La lectura
Mauricio Poblete supone la posibilidad de mutar desde La Chola hacia otra identidad alegórica. En la premonición de este final vislumbra una suerte de transliteración de una Chola histórica: la de Alfredo Guido. Conoce que aquella pintura fue hecha para ponderar el carácter americanista de la cultura, asumiéndose en el contexto de una serie de imágenes destinadas a transportar procesos de indigenización de las mujeres de clase. Cual promesa, la última Chola de Poblete es, como la de Guido y a la vez como la resurrección cinematográfica de Alien (1997), una cuidadosa puesta en escena llena de mascaradas. La papa junto con otros vegetales protagónicos casi saliéndose del cuadro, las telas de Once, un aguayo de herencia familiar, una botella de cerveza Quilmes y los armazones de un nativismo barrial traducen mitos de evasión premonitorios, planteados en torno a la imagen de la marginalidad. Y en ese trance, la presencia de un cuerpo des-generado, depositario de un yo posiblemente dividido y contradictorio.
Pero aquí la papa es también un cuerpo informe, hecho pintura, que a la luz de las esculturas antropomorfas de la cultura mochica, irrumpe en una tentativa de abstracción, que es también un coming soon, el deseo de una nueva identidad ficcional.
Andrés Piña busca rastros ritualísticos, los investiga, los quiere consumir y tergiversar. Al mismo tiempo pinta bodegones. Parece soñarlos como extractos de un relato inerte sobre lo pequeño, ¿el chiquitaje de las vidas burguesas?
Las noticias llegan, se instalan como realidades temibles en acción y en expansión. Interrumpen el registro subjetivo del tiempo. El artista las recibe en su taller, que ahora está ubicado en el barrio de La Boca. Entra en su cuadro de 12 x 9 cm. Fumando espera mientras la botella de vino se rebalsa y, con ella, se activa el llanto de una figura escultórica que arde lentamente. Su reto es permanecer y, quizás, ser venerada.
Las prácticas de culto que presume Andrés Piña confluyen en piezas exponentes de una especie de conquista de lo informe. Una informalidad frágil aunque monstruosa, a veces ligada al dolor. Y aquí, en medio de una sala de exposiciones, lo monstruoso horroroso se vuelve compatible con lo monstruoso fenómeno de la praxis basura y/o el mostrismo como espacio corrosivo de la cultura mainstream. En los intersticios de estas monstruosidades yace recostada La Porquería Mala. Un alter ego (de Franco Mala) que suda vehementemente el impulso de todo lo que en el arte se oferta desde hace años como residual. En este sentido, aparece como índice el retrato en tanto espectro de ciertas pinturas de los ochentas, y la máscara, en tanto significante de una farsa descuidada, llena de desórdenes, mal pintada.
La lectura se encamina ahora hacia un modo de lo visual performático, que opera como novela subyacente de las grandes ferias de arte contemporáneo. La performance será drag o no será. O sucederá entre estos dos polos de existencia.
Para La Porquería Mala, entonces, el identikit de una bestia pintada, excusada, exagerada en fábulas y formas que, como la Chola, oficiará como paradoja de un nativismo en fuga, fronterizo, transexual, difuso entre tacones y la humareda de un cigarrillo encendido.
[1] Desiré Rodrigo y Helena Torres, “Cyborgqueers, o de cómo deshacer al Homo Sapiens”, en: Teoría queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas, Madrid, 2007, p. 204.
[2] Ibídem, p. 203.
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